Recomiendo:
0

Elecciones generales: Todos dan lo mismo

Fuentes: Brecha

La mayoría absoluta de los electores chilenos optó por no acudir a las urnas para elegir al sucesor de Michelle Bachelet. Una sensación de rutina y «más de lo mismo» pesó sobre la ciudadanía, y el abstencionismo superó el nivel de las elecciones de 2013. El recién nacido Frente Amplio, que se propone recuperar los […]

La mayoría absoluta de los electores chilenos optó por no acudir a las urnas para elegir al sucesor de Michelle Bachelet. Una sensación de rutina y «más de lo mismo» pesó sobre la ciudadanía, y el abstencionismo superó el nivel de las elecciones de 2013. El recién nacido Frente Amplio, que se propone recuperar los ideales de la izquierda no revolucionaria, dio la sorpresa y logró movilizar el voto joven y pisarle los talones al oficialismo.

Fue la muerte la que el domingo 19 de noviembre dio a Chile la noticia más cargada de significado: el fallecimiento del ex comandante de la Fuerza Aérea Fernando Matthei, quien en 1988 fue el primero de los integrantes de la dictadura en admitir ante los medios de comunicación que los militares habían perdido el plebiscito con el cual pretendían lograr el respaldo ciudadano para la permanencia de Augusto Pinochet en la presidencia hasta 1997. Esa derrota fue el prólogo de la vuelta a la democracia, que comenzó con las elecciones generales de 1989. Según muchas versiones, Matthei con su anuncio público definió el debate en el seno de la junta de comandantes en jefe, presidida por Pinochet, sobre aceptar o no el rechazo de los chilenos a la continuación del régimen.

En la noche del 5 de octubre de 1988, la alegría corrió de una punta a otra de este largo país; casi tres décadas más tarde, una sensación de rutina y «más de lo mismo» ha pesado como un poncho de plomo sobre la ciudadanía chilena, que dudó mucho si valía la pena acudir a las urnas el domingo pasado para elegir al sucesor de Michelle Bachelet. En otro hecho significativo, y como ha ocurrido desde 1935, cuando sus dueños y señores -fuesen ellos maridos, padres o curas confesores y directores espirituales- les permitieron votar, las mujeres de Chile se alinearon separadas de los hombres en los locales de votación, frente a las «mesas de mujeres». No importa que la presidente saliente haya cumplido su segundo mandato o que ya nadie acepte que el género masculino tenga derechos de dominio; los usos, costumbres y prácticas institucionales de esta sociedad suelen tener un ritmo que no va con el siglo: la educación primaria gratuita y obligatoria sólo llegó en 1925; la ley de divorcio data de 2004; jurídicamente el matrimonio es aún la unión de una mujer y un hombre, y no hace más de dos décadas que en el Código Civil se reconoció la capacidad de las mujeres casadas para administrar sus propios bienes.

En los últimos años la necesidad de cambios profundos, especialmente en un modelo económico heredado de la dictadura que se basa en la reducción al mínimo de derechos sociales como la educación gratuita, la salud pública de calidad y las jubilaciones dignas, ha provocado la movilización ciudadana. Sin embargo, como la clase política sigue sin adaptarse al ritmo de las demandas, existe la sensación de que da lo mismo quien gobierne.

La palabra del zapatero

Don Sergio arregla zapatos en un sótano oscuro y frío. Es su ocupación desde que se jubiló de un empleo público, y le ha permitido suplementar su ingreso para obtener la casa propia y dar a sus hijos la posibilidad de hacer carreras técnicas. En una de nuestras tantas conversaciones sobre la realidad del país, le tocó el turno a las elecciones presidenciales. «Yo voté por Allende y salí a la calle a gritar que por fin había llegado el cambio…» Zapato en mano, puliendo un taco en una máquina improvisada por él a partir de un viejo motor eléctrico, don Sergio hacía su análisis de la competencia presidencial y de las promesas de un Chile mejor que venía oyendo desde muchos años atrás: «Tres veces voté por Allende, desde que era senador, ¿y cuál fue el cambio? El cambio fue que tuvimos que hacer cola para comprar comida, mientras los de un lado y del otro se peleaban en la calle. Después vinieron los militares y me tuve que tragar 17 años de dictadura. Terminó la dictadura, estos otros me volvieron a decir que ya viene el cambio, y hasta ahora, ¡nada! Me han comido casi 40 años de mi vida y sigo igual; por eso ya no creo más en los que dicen que las cosas van a cambiar». Tomando el zapato con su otra mano, para poder gesticular mejor, continuó: «¿Sabe una cosa? Esta vez iba a votar por Piñera, por probar, no más. Después me puse a pensar y llegué a la conclusión de que no tiene nada de diferente. ¡Dan lo mismo todos!».

La conclusión del zapatero es la de los casi 7 millones de chilenos que resolvieron no seguir dando legitimidad con su voto a unos políticos que les parecen alejados de las necesidades reales de la mayor parte de los habitantes del país. Así como el ex presidente -y candidato presidencial que encabezó la votación con casi 37 por ciento de los votos- Sebastián Piñera representa para muchos la derecha neoliberal maquillada, el senador y candidato presidencial oficialista Alejandro Guillier es visto como el continuador del reformismo fracasado de Bachelet. En el segundo reciclado de la coalición de centroizquierda gobernante, Guillier se presentó a estas elecciones como el líder de Fuerza de la Mayoría (una etiqueta poco imaginativa, ya que la presidenta Bachelet encabezó la Nueva Mayoría), pero el nuevo envoltorio no encantó a los desencantados, como por ejemplo el historiador y comentarista político Rafael Gumucio Rivas. En uno de los análisis que regularmente entrega por correo electrónico, Gumucio expresó esta opinión sobre la izquierda oficialista: «Ingenuamente creía yo que la izquierda chilena representaba la rebelión, la lucha por la igualdad, la búsqueda de mundos mejores; sus militantes eran los inconformistas, los constructores de utopías, los incómodos con el orden actual, pero confieso que me equivoqué rotundamente: hoy son los gendarmes del orden, los conservadores que quieren que nada cambie, aquellos que creen que su poder es permanente y prácticamente hereditario; la igualdad fue sacrificada al orden neoliberal».

El Frente

En este escenario de una clase política ensimismada -como la definió hace ya muchos años el más importante estudioso de la transición, el investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) Norbert Lechner- surgió el Frente Amplio (FA) con su candidata Beatriz Sánchez, una periodista sin actividad política anterior. Inspirado en el FA uruguayo, el Frente chileno se propuso romper el bipartidismo imperante desde 1990 y recuperar los ideales de la izquierda no revolucionaria. Tenido en poco y hasta despreciado por los políticos tradicionales, debido a la supuesta falta de experiencia y de realismo de sus integrantes, el FA parece haber logrado que los jóvenes volvieran a las urnas. Poco días antes de las elecciones, la Confederación de Estudiantes de Chile instó al estudiantado a votar. «Hay candidatos que claramente han expresado en sus programas recoger algunas de las demandas estudiantiles (…). Es por eso que se hace importante que los estudiantes voten por quienes se han comprometido a realizar estos cambios. Ojalá lo hicieran por quienes respaldan nuestras demandas, ya que (…) está muy claro cuál es el candidato que no está con los estudiantes, sino que con el negocio de la educación», dijo Sandra Beltrami, vocera de la Confederación, aludiendo indudablemente en su última frase a Sebastián Piñera.

Sea por el aumento del voto joven, o por el voto castigo de unos ciudadanos hartos de promesas de cambios incumplidas, la candidata presidencial del FA, Beatriz Sánchez, logró aproximarse al lugar de la segunda fuerza en los sufragios (con 20,27 por ciento), a menos de tres puntos del candidato oficialista Alejandro Guillier (22,70 por ciento). Además, los partidos integrantes de la coalición obtuvieron 20 diputados y un senador.

Esta novedad no sirve para disimular la notoria cifra de abstención de más del 53 por ciento, superior a la de la primera vuelta de 2013, que fue del 50,6 por ciento. Y aun así el balance que hizo la presidenta Bachelet de la jornada electoral ante el periodismo y todo el país parecía indicar que la clase política seguía en su ensimismamiento: «Hoy sabemos que Chile quiere seguir avanzando. Eso es lo que piden los ciudadanos, eso es lo que han dicho las urnas. Es el momento de la generosidad y la unidad en torno a los verdaderos principios y valores que compartimos, a la historia y los logros que juntos hemos consolidado, a nuestros ideales de futuro».

¿Ciudadanos consumidores?

Llevando agua para su molino, los defensores del modelo económico impuesto en Chile han venido interpretando la baja participación electoral como una prueba de la modernización de la política y de la sociedad en general. Ya durante las elecciones de 1999, cuando el candidato derechista Joaquín Lavín fue derrotado por Ricardo Lagos en segunda vuelta por menos de tres puntos, algunos analistas que son tenidos por profetas en el Chile de hoy opinaron que el «efecto Lavín» se debía a que el votante actual busca un liderazgo «orientado al cliente», y que se valora más la capacidad de gestión que el discurso ideológico.

«Los viajes, el turismo, los autos, la computación (…) se han vuelto más populares. Con ello ha ido cristalizando un tipo de ciudadano-consumidor mucho más receptivo a los códigos del marketing y la publicidad que al ideario de un líder político de antaño», expresó en ese momento el sociólogo Pablo Halpern. Para el ex ministro y hoy defensor a rajatabla de la educación privada José Joaquín Brunner, «el ciudadano se ha vestido de consumidor. Los antiguos lo desprecian. Pero él repleta el mall panorámico de la ciudad».

Lo cierto es que en Chile, tal vez como en ningún otro país de América Latina, los militares y sus tecnócratas civiles, bien apoyados por los medios de comunicación, tuvieron éxito en hacer creer a muchos que todo es posible en materia de logros materiales. El ciudadano-consumidor puede tener un auto, aunque pase angustias durante varios años para pagar el crédito; puede comprar todos los símbolos consumistas, aunque entre en una espiral interminable de cuotas y préstamos; y le es posible tener el último modelo de celular y varias tarjetas de crédito, aunque los intereses y los costos de las llamadas sean extorsivos. No obstante, ese chileno siente que ha logrado algo en la vida y no está muy dispuesto a arriesgarlo, eligiendo para el gobierno a figuras poco conocidas o con un discurso muy radical. Dos meses antes de las elecciones, en un sondeo del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, que patrocinan las universidades públicas y privadas más importantes, el 43 por ciento de los encuestados se declaró «nada satisfecho» con la democracia, y el 30 por ciento respaldó la idea de que «a la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario».

En 1947, cuando un senador llamado Salvador Allende comenzaba a poner rumbo hacia la presidencia, el escritor criollista Mariano Latorre describía con estas palabras la realidad sociopolítica de su país: «el huaso (hombre de campo) económico y el roto (proletario urbano) dilapidador son los personajes centrales del drama social de Chile. Aunque sus descendientes asistan a escuelas y liceos y lleguen a la universidad o se hayan enriquecido por los ‘avatares’ de la fortuna, siempre aparecen, más o menos disimulados, los rasgos que acabamos de mencionar. Enemigo de reformas, el huaso; revolucionario, el roto. Obstinado y creyente el primero; ateo e irrespetuoso el segundo. La derecha y la izquierda de Chile los cuentan en sus filas antagónicas. Entre ambos, acomodaticia y cauta, vegeta una clase media que busca en vano su posición en la vida chilena». Tal vez, esa clase media es el «ciudadano consumidor» que el domingo 19 de noviembre se conformó con mirar las elecciones en su televisor de pantalla plana y alta definición, y comentar en las redes sociales los magros resultados.

https://brecha.com.uy/