Tiene razón Juan Antonio González en su equilibrada crítica a «La vida de los otros» de Florian Henckel-Donnersmarck, publicada recientemente en varias páginas de la red. La película alemana, una película que los comunistas de diferentes pasados y tendencias deberíamos ver sin altanería ni descalificaciones previas, ha tenido buena aceptación entre la crítica especializada […]
Tiene razón Juan Antonio González en su equilibrada crítica a «La vida de los otros» de Florian Henckel-Donnersmarck, publicada recientemente en varias páginas de la red. La película alemana, una película que los comunistas de diferentes pasados y tendencias deberíamos ver sin altanería ni descalificaciones previas, ha tenido buena aceptación entre la crítica especializada y ha contado con el aplauso, interesado sin duda, de políticos e intelectuales alemanes por razones estrictamente ideológico-culturales. La mismísima canciller alemana, la Sra. Angela Merkel, es un ejemplo.
J. A. González, correctamente en mi opinión, no hace una aproximación en términos exclusivamente políticos. Reconoce que la película, de unas dos horas de duración, se ve bien, se hace digerible cinematográficamente, la fotografía, que «acompañada con una luz tenue y sombría (que metafóricamente representa el estado)», es excelente y no es peor, comenta González, la actuación de Ulrich Mühe, el protagonista, que encarna a un antiguo (y realmente existente) capitán de la Stasi, el señor Bern Wiesler. El actor, por cierto, ha declarado que él también fue uno de los artistas controlados y perseguidos por la STASI.
Tampoco hay duda de que las diferencias entre «Good Bye Lenin» y «La vida de los otros» son importantes. La visión de la RDA es más compleja y rica en la despedida de Lenin que en la vida de los alemanes orientales; algunos personajes de esta última, sobre todo los dirigentes del Partido, suelen ser gente de piedra tallada y sin apenas formas; la presentación del papel político-cultural e histórico de Der Spiegel es absolutamente falsa y desinformada; la atmósfera cultural y vital de bares y otros lugares de encuentro de la exRDA exagera hasta el límite las tonalidades grises de la situación; no hay apenas nada que merezca la pena de aquella sociedad; nadie es capaz de sonreír y la sumisión y la desesperación parecen normas asumidas de vida. Etc, etc.
Además, en mi opinión, desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico, «La vida de los otros» no funciona siempre con la misma fuerza, algunas escenas son confusas y algunos personajes -por ejemplo, el de la compañera del protagonista-, son demasiado inconsistentes, muy poco resistentes. Por otra parte y sin que ello implique por sí mismo una descalificación cinematográfica global, pueden verse en «La Vida de los Otros» diversos momentos de propaganda ideológica que se acercan al burdo panfleto político. La RDA, se mire como se quiera mirar, no puede reducirse a una dictadura sin pliegues. La RDA no fue un campo de concentración social.
Recordémoslo. Existía y existe la lucha de clases, y existe también, sin duda razonable, la lucha de clases en el ámbito de la teoría, de las ideas, de la propaganda y de la mirada al pasado, sobre todo si en ello se ponen en juego asuntos centrales como el poder, la dominación, las luchas emancipatorias y la construcción de una concepción antagónica a la cultura justificadora del capitalismo. «La vida de los otros», como casi todo, no está fuera de ese marco.
Vale la pena, sin embargo, recordar otras aristas y aproximaciones que, sin olvidar lo anterior, también pueden merecer nuestra atención:
El capitán de la Stasi cambia su comportamiento, se juega el puesto de trabajo y mucho más, leyendo a Bertold Brecht, nada menos que a Brecht, que fue, como es sabido, un autor teatral comunista que vivió los últimos años de su vida en la RDA. Brecht es el desencadenante de su conversión vital.
Lo que mueve en el fondo al protagonista es una actitud muy humana, poco política si se quiere, pero esencial: ama, ama sinceramente, y siente con ello, y acaso por ello, que se puede vivir de forma distinta -y esto sí que es una dimensión política-, limpia, honradamente, sin sumisión.
Después de la unificación-anexión, el excapitán de la STASI deviene un proletario no cualificado que se gana la vida repartiendo publicidad, sin ninguna recompensa ni ostentando ninguna situación de privilegio. ¿Es necesario poner algún ejemplo sobre la situación de otros «funcionarios de seguridad» después de cambios de régimen político? ¿Tiene la situación descrita en la película algún paralelismo con lo sucedido con exfuncionarios y jerarcas alemanes después de la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial? ¿O con los antiguos miembros de la BPS española e instituciones afines?
El exagente, ahora trabajador sin poder alguno, siente emoción, controlada si se quiere, y ésa es una de las grandes escenas de la película, cuando el escritor por él vigilado, emocionado por su comportamiento, por el riesgo que asumió, por su admirable toma de posición, le dedica un libro. Vale la pena retenerlo: un exagente de la STASI que no saca ningún provecho de la antigua situación y de sus contactos con poderosos, estos sí, reconvertidos con éxito y con beneficios sustanciosos, que se gana la vida con un trabajo nada envidiable, lee y se emociona con la dedicatoria de un libro que, por lo demás, no le va reportar ningún beneficio material ni ninguna mejora en su situación social (y que compra, además, creo recordar, en una librería berlinesa que se llama «Karl Marx»).
Y hay, además, una conclusión extraída por J. A. Gonzalez que merece ser discutida: si tan malo era el antiguo estado alemán de obreros y campesinos, se pregunta, ¿cómo comprender la nostalgia por aquellos años, la Ostalgie, y el éxito del Partido de la Izquierda-PDS en los landers orientales? González recuerda que en una de las últimas elecciones en los landers de Bradenburgo y Sajonia, el PDS, cuando aún no se había coaligado con el Partido de la Izquierda, fue la segunda fuerza electoral con el 28% y el 23,6% de los votos respectivamente.
No consigo estar convencido de que éste sea un argumento suficiente para sentir nostalgia de aquel tiempo, sentimiento que muy probablemente González tampoco apoya. No debe, no debería haber añoranza política de todo aquello. Porque, a pesar de que González tiene razón de nuevo, cuando critica la visión sesgada con que son presentados la sociedad alemana oriental y los dirigentes del partido, es igualmente cierto que algunos, y no pocos, dirigentes comunistas (aquí faltan unas necesarias comillas) eran así, tal como son presentados en la película, que el control de la ciudadanía existía, que quien discrepaba era considerado, en ocasiones, un traidor (los años de cárcel de un comunista que nunca renunció como Wolfgang Harich (1923-1995), por ejemplo, son un ejemplo que alecciona); que el poder despótico de algunos dirigentes se ejercía sin restricción ni pudor; que la falta de convicciones y de creencias sinceras era pan diario para muchos; que la Bestia, nuestra Bestia, no tenía bozal ni lo admitía; que el comportamiento de los dirigentes de la RDA durante la primavera de Praga y la invasión de agosto de 1968 pasará a la historia universal de la infamia; que la falta de respeto y descortesía con que eran tratados socialistas y comunistas sinceros, que creían verdaderamente en la construcción del socialismo, fue indignante. La lista puede alargarse. Los datos electorales, citados por J. A. González, corroboran, eso sí, un chiste que ha corrido durante años en los antiguos países socialistas con confirmación ininterrumpida: «Nos mintieron en todo menos en una cosa. Era cierto que el capitalismo era peor».
En el fondo, en mi opinión, hay también aquí un viejo debate sobre finalidades y procedimientos. La tradición principal del movimiento comunista -el que suscribe confiesa que ha pertenecido al sector más estalinista de la familia: PCE(m-l), ORT, reciclándose más tarde en el MCC y en IU- ha puesto énfasis principal en las primeras y ha menospreciado, en general, las segundas. Las finalidades del movimiento han sido, en general, excelentes: conseguir la sociedad buena, luchar por el socialismo no meramente nominal, ayudar al alumbramiento del comunismo, resistir los fascismos, combatir la explotación capitalista. Admirable. Las páginas del libro blanco del comunismo son numerosas. Eso sí, con casos teñidos de negro y con tonalidades duras: desde el asesinato político del adversario hasta la invasión de ciudades o países. Pero, por otra parte, la tradición, en casi todas sus ramas, ha tendido, hemos tendido, a subvalorar los procedimientos. Si la finalidad era buena, casi cualquier método era admisible. Y eso, a estas alturas de la vida y de la historia, y aun reconociendo los procedimientos sin escrúpulo del enemigo y el reducido campo de juego que se nos ofrece, ya no es admisible. No podrá conseguirse ninguna sociedad mejor ni ninguna política alternativa a través del engaño, la descalificación, la intriga, la conspiración y métodos similares o incluso peores. Y esos métodos, reconozcámoslo, eran norma de actuación no marginal en muchas instancias políticas de la antigua República Democrática alemana y en otros países del ex Pacto de Varsovia. Y no sólo en lo que solemos llamar cloacas del Estado.
Desde luego, si de mí hubiera dependido, y a pesar de no haber visto el resto de películas, con lo que está claro que mi valoración es más un reconocimiento que un juicio equitativo, «El laberinto del fauno» se hubiera llevado también el Oscar a la mejor película extranjera. Entre otras razones, sin olvidar las magníficas interpretaciones de Sergi López, Maribel Verdú y la joven protagonista, porque en la película de Guillermo del Toro irrumpe una figura tan republicana, tan roja, tan digna, tan entrañable, como la del médico resistente que se enfrenta con dignidad a aquel monstruo fascista tan bien encarnado por Sergi López. La figura del médico humanista es tan enorme y hermosa que, en estos tiempos coléricos que nos toca vivir, lo único que cabe ante ella es el llanto conmovido, el recuerdo y la admiración por lo que representa: la de tantos luchadores ocultados y ocultos que no estuvieron dispuestos a transigir con la abyección ni con el despotismo. Aquí, en Sefarad, y también allí, en la RDA, algunos de ellos hermanos inolvidables que lucharon en las brigadas internacionales dando su tiempo, sus mejores años, y, a veces, su vida en el empeño.
Porque, no olvidemos, también hubo comunistas que sin dejar de serlo no transigieron con todo aquello y porque, como se decía y cantaba en la internacional, ni Dios ni reyes ni tribunos.
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