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¿Elogio de la locura?

Fuentes: Insurgente

Teóricamente, todo está como Dios manda: develado. Hasta un escolar de primera enseñanza conoce que el mundo se encontraría abocado a un significativo cambio climático aun cuando cesaran ahora mismo las emisiones de CO2, uno de los principales causantes. Digamos que hasta un alumno de secundaria apostaría con los ojos cerrados al hecho de que […]

Teóricamente, todo está como Dios manda: develado. Hasta un escolar de primera enseñanza conoce que el mundo se encontraría abocado a un significativo cambio climático aun cuando cesaran ahora mismo las emisiones de CO2, uno de los principales causantes. Digamos que hasta un alumno de secundaria apostaría con los ojos cerrados al hecho de que el volumen de gas lanzado al espacio habrá de reducirse drásticamente en los próximos 10 ó 20 años si se pretende que la humanidad contenga el calentamiento global en niveles en los que las mutaciones no se autoalimenten y entren en una espiral reacia a todo control.

Pero tal vez los despiertos chiquillos de la actualidad no sepan que, mientras una parte de la propia humanidad se propone, con empeño envidiable, al menos paliar los perniciosos efectos de lo que algunos analistas llaman el capitalismo salvaje, con su estela de explotación extrema de personas y de recursos naturales, de guerras contaminadoras y vicios como el consumismo de unos pocos, adictos a la parranda hedonista en detrimento de los más; sí, mientras ecologistas y otros seres lúcidos se desgañitan en la revelación del entuerto, hay quienes hacen galas del más miope de los presentismos, ciscándose en el futuro como si ellos mismos y sus hijos y los hijos de sus hijos no tuvieran que afrontar el Apocalipsis preparado en febril lucubración que responde al afán de lucro.

El poeta y comentarista político Juan Gelman, cuya obra varia aconsejamos leer una y otra vez, sin respiro, se suma a quienes nos alertan sobre el desarrollo de armas climáticas, en el que están empeñados los Estados Unidos desde hace más de medio siglo, arrastrando en esa espiral a una Rusia renuente a quedar atrás, en busca de la equilibrada multipolaridad, y a la mimética Europa, experta en cerrar filas con Washington.

Washington, cuyas Fuerzas Armadas reconocía recientemente que ya a fines de los años 40, con la Guerra Fría más ardiente que nunca -la ironía está más bien en lo de fría-, el Pentágono estudiaba la posibilidad de «instrumentar formas de conflagración inimaginables», lo cual supone una tecnología que se sigue perfeccionando en el marco del Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia (HARP, sus siglas en inglés).

En Garona, Alaska, se han instalado 180 antenas que funcionan como una sola y son capaces de emitir hasta un billón de ondas de radio de alta frecuencia que introducen una masa ingente de energía en la ionosfera, capa superior de la atmósfera, para reenviar hacia esta radiaciones que aumentan su temperatura. ¿Resultado? La inducción de un cambio en la ionosfera que permita alterar el clima de una zona seleccionada de la superficie terrestre -¿algunos de los famosos «60 ó más oscuros rincones del mundo?»-, con secuelas como lluvias desmedidas, inundaciones «oceánicas», multiplicación de huracanes y tifones, sequías harto prolongadas, terremotos, la interrupción del suministro eléctrico y de las comunicaciones por cable, accidentes en gasoductos y oleoductos y otras atrocidades.

Atrocidades salidas del calenturiento y macabro magín de los imperialistas, que ya probaron su letal «arma preventiva por excelencia» -así la llama el economista canadiense Michel Chossudovsky-, en Vietnam y Camboya, sobre cuyos territorios llegaron a concentrar cargadas nubes, para provocar derrumbes de tierra y tornar intransitables las rutas por las que Hanoi enviaba suministros a los patriotas del Sur. Esa «proeza» científica condujo a la Asamblea General de la ONU a aprobar, en 1977, una convención que prohibía «el uso militar u hostil de técnicas de modificación ambiental que causan efectos graves, generalizados y duraderos», principio incorporado en el proyecto de convención sobre el cambio climático de la ONU debatido en Río de Janeiro en 1992, pero hoy por hoy cuestión tabú, como bien aclara Gelman.

Y la miopía causada por la sed de ganancias a corto plazo inherente al capitalismo -término que usamos sin sonrojo ante tanto eufemismo como «sociedad de mercado»- va mucho más allá de ese engendro nombrado HARP. Agencias de prensa informaban hace poco que, si bien la inteligencia y las fuerzas armadas de Estados Unidos identifican el cambio climático como amenaza para la seguridad nacional -remember the Katrina-, el Gobierno asigna a su combate solo un dólar por cada 88 destinados al presupuesto de Defensa -en total, 647 mil 500 millones contra siete mil 370 millones-. Presupuesto que, insistamos, incluye aquella inimaginable manera de cambiar el clima para «ganar». Y que deviene otro signo de la irracionalidad de un sistema que, al parecer queriendo rescribir, a su manera, el Elogio de la Locura, está reservándose para ese lugar que alguien de tino calificó magistralmente: el basurero de la historia.