Opinan: Eduardo Santa Cruz, académico de las universidades de Chile y Arcis y Sebastián Brett, investigador de Human Rigths Watch
Uno de los valores más preciados en todas las sociedades democráticas es la libertad de expresión. Ella inspira grandes discursos, sentidas arengas, acciones heroicas. Sobre ella mucho se ha escrito y mucho se ha dicho. Se la considera uno de los pilares de los sistemas de gobierno modernos. Se le atribuye el libre flujo de ideas, el control del poder, el diálogo político, incluso, la formación de la identidad individual y colectiva. No obstante, la libertad de expresión parece ser más un ideal que una realidad concreta. Sobre todo en países como Chile donde, una vez recuperada – al fin de la dictadura- tampoco se ha logrado reestablecer por completo. Si bien hay avances sustantivos, persisten vestigios, prácticas, costumbres, ideas, desde todos los sectores, que entorpecen su ejercicio.
«La libertad de expresión, así como la democracia, nunca han existido y tal vez nunca van a existir, pero son una ficción necesaria, constituyen una aspiración, un cierto norte que permite generar un conjunto de energías sociales en función de aquello más amplio, que es la libertad humana», afirma Eduardo Santa Cruz, académico e investigador de comunicación de las universidades de Chile y Arcis.
Santa Cruz señala que, en el caso chileno, en los últimos años se ha reducido la libertad de expresión a la existencia de «un mercado de ofertas periodísticas más o menos al alcance de una parte importante de chilenos».
En otras palabras, si hay empresas periodísticas, hay libertad de expresión. Y en lo que se refiere a la posibilidad de los medios de ejercer su opinión, la verdad es que el grado de libertad es bastante aceptable.
¿Pero qué pasa cuando la propia ciudadanía quiere expresarse? Ahí la cosa se pone difícil. La posibilidad de que un o una ciudadana logre hacerse escuchar masivamente a través de los medios de comunicación es escasa o imposible. Los medios comerciales, por lo general, están circunscritos a las fuentes oficiales de información, salvo en casos en que el objetivo es mostrar el drama humano. Pero aún quedan los medios ciudadanos, se dirá, aquellos que las propias comunidades o grupos crean para expresarse y que dan consistencia al etéreo concepto de la libertad de expresión.
Pero para los medios ciudadanos no todo es miel sobre hojuelas, por el contrario. La ley de radios comunitarias, por ejemplo, restringe su cobertura, su forma de financiamiento y cambia el sentido original por el que fueron concebidas. Ejemplos de revistas independientes que han debido cerrar sus publicaciones por falta de recursos también abundan.
Es aquí cuando las demandas hacia el Estado se empiezan a escuchar. Que es necesario que el Estado promueva la libertad de expresión, que debiera dar recursos a la ciudadanía, que el avisaje oficial, que las leyes, que la pluralidad y tantas cosas que con mayor o menor razón se aducen.
«Se supone que este tipo de iniciativas no debería salir del Estado sino de la sociedad misma, porque en la medida en que sale del Estado, se corre el riesgo de que sea el que va creando medios para propagar su propio mensaje», advierte Sebastián Brett, investigador de Human Rigths Watch en Chile.
Para Brett, «el Estado debe proporcionar el marco legal que permita a la ciudadanía organizarse para expresarse, lo más liberal posible para que estas iniciativas florezcan».
Desde la perspectiva de Eduardo Santa Cruz, el mirar hacia el Estado en busca de respuestas para este tipo de problemas, tiene que ver con «razones históricas, el papel y lugar del Estado – Nación en la constitución de las sociedades latinoamericanas».
El académico dice que en Latinoamérica padecemos de «Estadolatría», donde el Estado cumple un rol primordial dentro de la sociedad. «El Estado es un poco el Chapulín Colorado, ¿quién me puede defender del poderoso?».
Pero donde sí tiene un papel que cumplir el Estado con respecto a la libertad de expresión es en el acceso a la información pública y en la creación de leyes que faciliten estas libertades.
Santa Cruz explica que la libertad de expresión necesariamente implica la participación de un «ciudadano capaz de emitir una opinión propia» y para eso es necesario tener información sobre toda la sociedad, información que maneja el Estado y que, en teoría, es pública. «Cosa que no es tan fácil de encontrar», dice y cita a Habermas señalando que «parece una paradoja, pero las decisiones realmente importantes de la sociedad se toman en privado, no se toman en público».
Vestigios
Parece increíble, pero el artículo 6b de la Ley de Seguridad Interior del Estado sancionaba como delito contra el orden público y la integridad del Estado la injuria, calumnia y difamación contra autoridades como el Presidente de la República, los ministros de Estado, los comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, el Contralor General y los jueces de la Corte Suprema. Esta ley se basaba en la lógica de que quienes ostentaban estos cargos encarnaban en sí la institución y al insultarles se ponía en riesgo el orden de la nación.
Este artículo se derogó en 2001, pero sirvió para que durante los ’90 más de una treintena de personas fueran procesadas. Entre ellos, la periodista Alejandra Matus, quien debió salir del país debido a su investigación «El Libro Negro de la Justicia Chilena», hecho que levantó la polémica y, en cierta medida, motivó a cambiar la normativa.
«Pero como siempre pasa en estas cosas, nunca se hacen las cosas limpiamente y siempre se mantiene algo de lo viejo», opina Brett. Quedaba aún el artículo 263 del Código Penal, una norma del mismo carácter de la anterior y que tenía por objeto proteger la honra de ciertas autoridades civiles y militares por sobre la de los ciudadanos comunes.
En enero de 2002 el ministro Juan Manuel Pardo sometió a proceso al panelista del programa de televisión El Termómetro, Eduardo Yáñez, por el delito de injurias graves y desacato, de acuerdo a este artículo del Código Penal. Yáñez habría declarado que la Justicia era «inmoral, cobarde y corrupta» por haber mantenido detenida a una mujer durante tres años, acusada de matar a sus hijos, para luego decir que era inocente. Fueron todos los ministros de la Corte de Apelaciones quienes decidieron emprender estas acciones legales contra Yáñez. Afortunadamente, este artículo se derogó en marzo de 2005.
Pero aquí no se acaba la historia. Más increíble aún es que en el Código de Justicia Militar se establece la sedición impropia, esto es, «hacer llegar a conocimiento de las tropas especies (noticias o informaciones) destinadas a causarle disgusto o tibieza en su discurso». Esto implica que quienes estén acusados de sedición serán juzgados por la Justicia Militar.
«No podemos vivir en una democracia en que un grupo de militares, que no son jueces sino que están sujetos a la disciplina militar, fallen en contra de un civil», enfatiza el representante de Human Rigths Watch.
Brett relata que el año pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó una condena al Estado de Chile por violación de los derechos a la libertad de pensamiento y expresión; a las garantías procesales y la libertad personal del ex capitán de la Armada Humberto Palamara, autor del libro «Ética y Servicios de Inteligencia», censurado por la justicia militar en 1993. El libro de Palamara fue «secuestrado» antes de salir a circulación y los archivos de su computador, borrados.
Palamara logró publicar su libro y quedar absuelto de los cargos, pero estas restricciones continúan vigente en las leyes chilenas. Un hecho preocupante, pero que, según Eduardo Santa Cruz, «da a entender que el tema de la libertad de expresión, asociado a las libertades humanas, no es un tema que esté en el centro de la preocupación del sector político».