Y vuelve la mula al trigo, puedo decir por mi reincidencia en este tema, tema tan rotundamente colombiano y cuya vigencia difícilmente se va a desvalorizar mientras persistan la droga, quienes se benefician de ella cultivándola o traficándola, quienes la consumen y aquellos que se oponen con intrepidez a su libre circulación. Me encuentro en […]
Y vuelve la mula al trigo, puedo decir por mi reincidencia en este tema, tema tan rotundamente colombiano y cuya vigencia difícilmente se va a desvalorizar mientras persistan la droga, quienes se benefician de ella cultivándola o traficándola, quienes la consumen y aquellos que se oponen con intrepidez a su libre circulación. Me encuentro en la Internet en una rápida investigación ya no decenas sino centenares y quizás miles de artículos y opiniones al respecto que me hacen pensar que la legalización de las drogas será por los próximos años -quién sabe cuántos- el tema más recurrente de quienes de una u otra manera se vean afectados por ellas, sean responsables de su presencia y efectos en la sociedad, estén exigidos para enfrentarlas, o simplemente tengan el tiempo y se sientan en el deber de pensar y proponer fórmulas para resolver de manera definitiva sus letales consecuencias
Tal es el caso de los expresidentes de México, Ernesto Zedillo, de Colombia, César Gaviria Trujillo y de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, quienes a través de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, han resuelto ocuparse del tema con admirable seriedad, insistiendo con vehemencia sobre el fracaso rotundo de la guerra por acabarlas y persistiendo en su denuncia contra la represión considerándola un arma inútil para combatirlas.
El 23 de septiembre de 2005 publiqué en la revista colombiana Semana el artículo que titulé Tendremos que legalizar la droga en donde entre otras cosas, afirmaba:
«Sabemos que cada día aumenta el número de norteamericanos que la aspiran -la cocaína- a cualquier precio y que la represión contra esos millones de habituales adictos no puede compararse con la fiereza y el exagerado gasto militar con que la vienen embistiendo en los países productores y exportadores. Ellos la consumen masivamente, mientras en un juego de doble moral, la hostigan y sitian allí adondequiera que se produzca. Trasladar esos inmensos recursos económicos y los colosales esfuerzos militares que derrochan en derrotarlas a sistemas de educación, prevención, reglamentación, judicialización y propaganda con relación a la droga y sus nocivos efectos, nos ahorraría miles y hasta millones de víctimas y ayudaría inmensamente a la pacificación del mundo.»
Han pasado 6 años y a estas apreciaciones no les modificaría una coma.
Para quienes todavía se escandalizan, o en todo caso reprochan el calificativo de «guerra» que se le da a la estrategia mundial implementada, publicitada y financiada por los Estados Unidos para combatir la producción, circulación y uso de las drogas enervantes aún «prohibidas», basten los ejemplos de Colombia y México en donde la lucha entre los carteles o la acción militar y policiva para reprimirlos viene dejando en los caminos húmedos o polvorientos de los campos y en las calles bulliciosas o desoladas de las ciudades miles y miles de muertos, y no pocos de ellos degollados, descuartizados, incinerados, y los otros mutilados o sencillamente desaparecidos. ¿Y cómo no pensar de urgencia en alguna fórmula que pueda contraponerse a estas interminables masacres, a este lento y prolongado genocidio, a esta destrucción criminal de valores sociales, económicos y familiares en nuestras sociedades? Una especie de «receta» que con efectos parecidos a los que persigue el ofensiva sangrienta por acabar con el comercio de las sustancias psicotrópicas nos devuelva la tranquilidad de la misma manera que, por ejemplo, la regresó a la sociedad estadounidense cuando el alcohol y los licores en general fueron aceptados como legales por su gobierno.
En los Estados Unidos, hoy por hoy, aunque se acepta que el asunto tiene las características de un problema de salud pública, pese a lo reiterado aquí y allá por el Zar de las Drogas de que la política en la que ellos están empeñados acentúa la prevención y los tratamientos médicos, lo cierto es que en la dura y cruda realidad y en la dolorosa práctica, todos sus esfuerzos tanto económicos como militares -o al menos la mayoría de ellos-, van dirigidos con arrogancia y brutalidad, al mejor estilo imperial, a perseguir a sangre y fuego, arrasando, «fumigando» si es necesario a cultivadores -no importa que sean campesinos con siembras de subsistencia-, procesadores, traficantes y «enfermos» consumidores. Lo que sea, que en esta lucha, el «todo vale» de los expresidentes Bush y Uribe Vélez, es la doctrina.
Para acabar con la droga lo primero que habría que hacerse sería acabar con la guerra que se le declaró. No es matando o encarcelando traficantes y consumidores que, como se ve, van aumentando en proporción directa a la represión que se les tiende.
La única opción que queda ahora es la legalización.
Y es que, frente a la realidad cotidiana por la que estamos pasando, y frente a lo que a diario vemos, ¿a quién cree usted, amigo lector, que puede beneficiar más su prohibición? ¿A la sociedad, a los gobiernos o al narcotráfico?
He ahí el tesis central, la almendra y la esencia de mi punto de vista: Todo lo prohibido, provoca, y esta prohibición en particular, atrae al narcotráfico y le insufla vida. Sobre todo sabiendo que de por medio están unas ganancias redondas y un enriquecimiento exprés.
El negocio de la droga prospera con la prohibición. ¡No cabe duda!
¿Cuánto tiempo, entonces, y cuántos muertos, devastación y estragos faltan para que este axioma se reconozca y en consecuencia se admita la perentoria necesidad de entrar a legalizar las drogas?
Probablemente el primer país en el mundo que se beneficiaría con ello -ahora, y tan sólo ahora, después de México-, sería Colombia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.