El Plan de Sustitución Concertada de Cultivos de Uso Ilícito promete ser un buen comienzo para transformar la situación socioeconómica del campo. Sin embargo, las experiencias frustradas durante décadas traen prevenciones sobre la disposición política del Estado para cumplirle al campesinado. Estamos cerca de cumplir un año de haberse firmado el acuerdo final de paz […]
El Plan de Sustitución Concertada de Cultivos de Uso Ilícito promete ser un buen comienzo para transformar la situación socioeconómica del campo. Sin embargo, las experiencias frustradas durante décadas traen prevenciones sobre la disposición política del Estado para cumplirle al campesinado.
Estamos cerca de cumplir un año de haberse firmado el acuerdo final de paz en el Teatro Colón y parece que todo lo que se consignó en él corre el riesgo de incumplirse. Los trámites en el Congreso para integrar el acuerdo a la normatividad vigente en Colombia avanzan a paso de tortuga y las instituciones poco o nada han direccionado sus acciones misionales para satisfacer las demandas de lo acordado.
Producto de lo anterior son las escenas frustrantes y lamentables que se han presentado recientemente en la Colombia profunda: miles de campesinos exigiendo al Estado la sustitución concertada mientras son reprimidos, golpeados y hasta asesinados por la Fuerza Pública. ¿Qué está sucediendo?
El Acuerdo de Paz, en el punto 4, consagró un pacto nacional por la solución integral del problema de las drogas ilícitas. En él se afirma que la problemática de los estupefacientes es multidimensional, por lo cual requiere un abordaje complejo en sus tres etapas: producción, comercialización y consumo. En relación al proceso de producción de las drogas ilícitas el acuerdo reconoce que la mayor parte de los cultivadores de coca, marihuana y amapola son campesinos empobrecidos por causas del conflicto y del acaparamiento de tierras en Colombia. Así, los cultivos de uso ilícito han sido la única vía de sostenibilidad económica para cientos de miles de familias campesinas, sin oportunidades comerciales y con necesidades básicas insatisfechas.
Además, el Estado asume en este punto del acuerdo final su responsabilidad por no haber desarrollado la infraestructura ni las condiciones para la comercialización justa y digna de los productos del agro. Al asumir esta responsabilidad, el Estado libra de cargas punitivas a las comunidades campesinas cultivadoras de coca, marihuana y amapola, pues fueron vinculadas a las redes de comercio ilegal de manera forzada ante la adversidad económica y el desarrollo del conflicto.
Desde esta perspectiva culmina la estrategia de «la lucha contra las drogas» en la que se encarcelaba a los cultivadores, dando paso a una estrategia que favorezca y viabilice la actividad agropecuaria del campesinado y las zonas de reserva campesina. Ello se traduce en inversión directa del Estado en la ruralidad colombiana para construir infraestructura, estabilizar los mercados evitando a los intermediarios en la cadena comercial y otorgando financiación estatal a los proyectos agrícolas para los millares de pequeños y medianos propietarios.
Desde la ley 160 de 1994 se reconoce el problema de los cultivos de uso ilícito como una consecuencia de la exclusión sociopolítica y la marginalidad económica del campesinado. A pesar de ello el Estado colombiano ha incumplido sus obligaciones con los cultivadores de coca, marihuana y amapola. Ni la protección económica, ni la protección física ante la arremetida del paramilitarismo fueron garantizadas para las comunidades campesinas. Las cifras de desigualdad en campo lo dicen todo: En 2015 el 0,4% de la población nacional concentraba el 41,1% de las tierras cultivables, ubicando al país como el cuarto más desigual en el mundo con un coeficiente de Gini de 0,9 (DANE, 2016) [1].
Según la ONG Oxfam [2], existe una relación directamente proporcional entre la geografía del despojo y la geografía del conflicto armado en Colombia durante los últimos 20 años. Es decir, las zonas del país dónde más acciones bélicas se presentaron en las dos últimas décadas registraron los índices más altos de despojo y acumulación de tierras en el III Censo Nacional Agropecuario. Este fenómeno se extendió por todo el país al punto de que «en Colombia el 1% de las explotaciones [agropecuarias] de mayor tamaño maneja más del 80% de la tierra, mientras que el 99% restante se reparte menos del 20% de la tierra» (Oxfam, 2017: 13), situación que ubica al país como el más desigual de Sudamérica y el Caribe.
Por fortuna el punto 4 del Acuerdo Final de Paz trae el Plan Nacional Integral de Sustitución Concertada de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). El PNIS, que ya fue reglamentado en el decreto ley 896 del 29 de mayo de 2017, se consolida en una nueva oportunidad para el campesinado y para el Estado.
Esto quiere decir que el PNIS debe favorecer al campesinado víctima del desarrollo del conflicto armado y en general al campesinado pobre obligado a cultivar coca, marihuana y amapola para tener garantías y derechos para sustituir estos cultivos por la siembra de productos agrícolas lícitos y de amplio consumo. Y es a su vez una oportunidad del Estado para saldar su deuda histórica con las comunidades rurales del país que han sido vulneradas en sus derechos al acceso, uso y propiedad de la tierra que trabajan, bajo un esquema integral de garantías sociales, políticas y económicas para su actividad productiva.
El PNIS implica, además, el reconocimiento político de los cultivadores de coca, marihuana y amapola, quienes deberán conformar organizaciones de cultivadores a nivel local, regional y nacional. Estos espacios organizativos permitirán a los cultivadores establecer interlocución con los agentes del Estado encargados de garantizar el efectivo cumplimiento de los acuerdos de sustitución.
Por otra parte, serán los espacios asamblearios de cultivadores quienes definan los proyectos colectivos e individuales de inversión y desarrollo agropecuario que reemplazarán las economías agrícolas ilegales; es decir, serán los mismos campesinos quienes definan cómo y qué cultivarán para reemplazar los cultivos de uso ilícito.
El PNIS promete ser un buen comienzo para transformar la situación socioeconómica del campo colombiano. Sin embargo, las experiencias frustradas durante décadas traen prevenciones sobre la disposición política del Estado para cumplirle al campesinado colombiano. Ya es hora de que el establecimiento cumpla. Mientras el PNIS comienza a andar -cosa que sucederá en 2018- las comunidades rurales y la ciudadanía en general están a la expectativa de que esta vez sí haya justicia social y promoción económica que consolide la sustitución total de los cultivos de coca, marihuana y amapola.
Notas:
[1] Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas, DANE. (2016). III Censo Nacional Agropecuario. Tomo 2 – Resultados. Bogotá.
[2] Oxfam. (2017). Radiografía de la desigualdad, lo que nos dice el último censo agropecuario. Recuperado el 10 de julio de 2017.