En uno de los textos que Lukács dedicó a Rosa Luxemburg muy poco tiempo después de su asesinato, el filósofo húngaro afirmó que la dirigente espartaquista había sido fiel a la perspectiva que caracteriza al marxismo, distinguiéndolo de las ciencias sociales burguesas. No es esta la defensa del predominio de los factores económicos en la […]
En uno de los textos que Lukács dedicó a Rosa Luxemburg muy poco tiempo después de su asesinato, el filósofo húngaro afirmó que la dirigente espartaquista había sido fiel a la perspectiva que caracteriza al marxismo, distinguiéndolo de las ciencias sociales burguesas. No es esta la defensa del predominio de los factores económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. Este punto de vista se expresó de forma deslumbrante en el primero de los grandes trabajos de Rosa: Reforma social o revolución. Era la obra de una polemista de menos de treinta años, que salía al paso de lo que Bernstein había propuesto como naturaleza y función de la socialdemocracia en un texto que resumía de manera ejemplar la extensión y los límites del movimiento revisionista: Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. La lectura de este libro, que reunía dos series de artículos publicados en la prensa socialdemócrata alemana, tiene aún la fuerza de una literatura de combate de alta graduación. Nada posee de los aires de libelo vejatorio que se exhiben presuntuosamente en algunos debates de tertulia de nuestro tiempo. Nos dan cuenta de una época y de una cultura que se tomaban muy en serio la labor de la crítica, dotándola de un poderoso lenguaje y de una solvencia teórica que justificaban su difusión. Eran los años del marxismo después de Marx y de Engels, los tiempos difíciles en los que la atención a las inmediaciones de un nuevo siglo y un mundo atestado de nuevas realidades obligaban a salir en defensa de la revolución socialista: de su necesidad histórica y de su posibilidad política.
La Rosa Luxemburg de 1899 poseía aún una ingenuidad que nos conmueve. Creía que, en la misma medida en que Bernstein había mostrado la más perfecta construcción del revisionismo, su fracaso teórico para destruir la vigencia del marxismo permitía cancelar la experiencia revisionista en su conjunto. Tal confianza en la fuerza de los argumentos es una muestra de la decencia intelectual, pero no fue una prueba de visión a largo plazo. Rosa habría de morir, víctima del orden de cosas y de la actitud política que aquel revisionismo había balbuceado veinte años atrás.
En 1899, sin embargo, cuando no podía imaginarse la vinculación entre la catástrofe de la guerra, el hundimiento de la Segunda Internacional y el triunfo de la contrarrevolución armada, Rosa Luxemburg podía dictar una sentencia teórica: el revisionismo, llegado a su más expresiva y descarnada profesión de fe, había muerto como una tendencia ideológica o una estrategia política dentro del movimiento obrero. Podía ser el ala izquierda del liberalismo, pero nunca podría considerarse una legítima tendencia reformista en el seno del socialismo.
El intento de destruir las bases teóricas de la revolución había pasado de su fase latente a la virulencia de una propuesta alternativa completa. Sin embargo, Bernstein no se encontraba a solas, ni lo estaban sus compañeros de la derecha del SPD. En toda Europa, las condiciones de desarrollo del capitalismo en las dos décadas anteriores a la Gran Guerra dio vida a una extensa capa de dirigentes socialdemócratas para los que el reformismo había pasado a perder cualquier vinculación histórica con la revolución. Este era el punto estratégico fundamental, que Rosa había insertado de forma provocativa en el título de su libro. La contradicción entre reforma y revolución anidaba solamente en la propuesta revisionista. Y tal antagonismo reflejaba una profunda debilidad de análisis, además de los intereses concretos de sectores de las organizaciones obreras y de núcleos de la clase media que se habían incorporado a la Internacional.
Como ocurre tantas veces, el propio desarrollo del capitalismo fue anunciado como la cancelación del proyecto socialista. La complejidad de nuevas circunstancias fue presentada como el desmentido a la presunta simplicidad del análisis marxista. La fascinación por la novedad quiso imponerse a la solidez de unos principios y al vigor de una tradición. Entre los argumentos que Rosa destruyó, pueden hallarse algunos que hoy mueven a especial compasión: el ascenso de las clases medias como negación de la bipolarización social; la función del crédito como instrumento para evitar la crisis del sistema; el carácter irreversible de las reformas obtenidas para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Cien años después de la muerte de Rosa, una crisis devastadora ha puesto en su sitio cada una de estas afirmaciones.
Pero Rosa no se limitó a desmentir teóricamente a Bernstein. El sentido de la totalidad al que se refería Lukács la llevó a rebatir un análisis para poder proponer una estrategia. Lo que había propuesto el revisionismo era el carácter prescindible de la revolución y la condición innecesaria de la conciencia de la clase. Fuera del marxismo, solo podía existir un reformismo alimentado de buenas intenciones, forjado con derechos sociales compatibles con el capitalismo y ejercido en el marco estricto del Estado democrático burgués. Por ello, el texto de Rosa fue un primer aldabonazo señalando aquello a lo que una permanente heterodoxa, un espíritu libre como el suyo, una mente ajena a cualquier servidumbre dogmática nunca renunció: la primacía de las relaciones de explotación en el análisis social, el carácter de clase de cualquier proyecto de ruptura, la visión internacional de los problemas y la vigencia del socialismo como única alternativa a la construcción de la barbarie.
Publicado en el Nº 325 de la edición impresa de Mundo Obrero abril 2019