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En el nombre de Asha

Fuentes: Rebelión/Insurgente

Qué no diera uno por ese distanciamiento, esa ausencia de énfasis que hacen al texto más creíble, como en la literatura situada bajo la advocación de Franz Kafka, pongamos por caso. Pero como uno es un simple mortal, lleno de tics, rictus mentales y hasta de cierta neurosis, a veces encabritada, no atina más que […]

Qué no diera uno por ese distanciamiento, esa ausencia de énfasis que hacen al texto más creíble, como en la literatura situada bajo la advocación de Franz Kafka, pongamos por caso. Pero como uno es un simple mortal, lleno de tics, rictus mentales y hasta de cierta neurosis, a veces encabritada, no atina más que a implicarse en lo que escribe, con el riesgo de que se descubra incluso que uno ha llorado.

Uno ha llorado, verdad que asordinada, parcamente, por Asha Ibrahim Dhuhulow, somalí de 14 años lapidada en público, a fines de 2008, sin que hubiera cometido el «sacrilegio» del adulterio, por ejemplo, condenado por la ley islámica, la Sharia, que, por fortuna, no se aplica al pie de la letra en todo el ámbito donde mayorea la religión de Mahoma.

¿El «crimen» de Asha? Haber sido violada por tres hombres del clan más poderoso de la ciudad portuaria de Kismayo, en una Somalia inmersa en el caos proveniente de la conjunción «astral» de un gobierno incapaz, una miríada de señores de la guerra e islamistas radicales, el ejército etíope, piratas, soldados de la fuerza de paz africana y -no podían faltar- las embestidas aéreas de los Estados Unidos de Norteamérica, como bien reseña el diario español El País.

Como Asha era casi una víctima congénita, predestinada, pues había nacido, en 1995, en el campo de refugiados de Hagardeer, en el sur de Kenia, donde su familia tuvo que resguardarse, tres años antes, de los ataques contra su minoritario clan, el de los Galgale, en Mogadiscio, su padre pensó que haría bien en enviarla junto a su abuela, a esa capital, donde recibiría una mejor educación y una mejor atención médica a su epilepsia.

Mas, a todas luces, el padre se equivocó. Asha quedó atrapada en Kismayo, controlada por las milicias integristas de Al Shebab, y, tras sobrevivir dos meses, gracias a conocidos ocasionales del camino, fue violada una noche por tres sujetos que se le acercaron y la obligaron a acompañarlos a la playa. Y aquí el padre volvió a errar, ahora con el consejo de que acudiera a los tribunales, que, sí, los arrestaron, pero no pudieron -¿no quisieron?- impedir que los parientes de los reos «lavaran el honor» de estos atando y enterrando hasta el cuello a Asha, para matarla a pedradas, por el «horrible pecado» de haber sido forzada. Y, por añadidura, de perder una virginidad que debió ser ofrendada, en matrimonio, a uno de esos diosecillos terrenales llamados hombres que harían avergonzarse a uno del género si no hubiera millones dispuestos a inmolarse por la vindicación de la mujer, y de la humanidad toda.

Y ya termino con el caso de Asha -confieso que con el susto aleve de que se me juzgue enfrentado a una cultura y una religión preteridas en Occidente-, porque ¿acaso en el mundo este, «desideologizado», minimalista, dizque carente de proyectos colectivos y postmoderno, una de cada tres mujeres no sufre abusos al menos una vez durante su vida, según reportes de las Naciones Unidas? Pandemia de maltratos que no queda varada en las costas de centros de desarrollo e influencia planetaria como los Estados Unidos, por supuesto. Allí el rosario de iniquidades se extiende al máximo, con alrededor de mil 400 abatidas, asesinadas a golpes cada año por su cromañón en la vida; digo, por su pareja. El cálculo anual de las aporreadas oscila entre dos y cuatro millones, y, en general, tienen Ellas diez veces más probabilidades de ser agredidas que los hombres.

Sí, ninguna nación, por muy primermundista que sea, está exenta del crimen gregario contra el sexo tachado de débil por asténicos morales e intelectuales. Hace unos días, en la misma Alemania de Wagner y Goethe, de Schiller y Hegel -y de Hitler, nos recordaría un puntilloso interlocutor-, Marwa Sherbini, egipcia de 31 años, murió por llevar el velo musulmán. La ultimó de 18 puñaladas, en la sede de un tribunal de Dresde, el joven germano que meses antes la había insultado, llamándola terrorista, a causa de un hiyab repudiado en nombre de la civilización occidental.

Precisamente en aras de esa civilización, de una cultura que se crece a pesar de obstáculos «naturales» como la formación socioeconómica hoy en crisis, uno se atreve a recabar una batalla campal que haga innecesaria la justicia por mano propia, como la ejercida por la ugandesa Malita Kyomugisha, cuchillo en ristre, sobre el miembro viril de su vecino Tito Mugarura, mientras este atacaba a la hija menor de la justiciera. Batalla campal que nos ahorre una lágrima contemplativa e ineficaz y nos imponga la denuncia, aun cuando no lográramos el distanciamiento, la carencia de énfasis que hacen al texto más creíble, bajo la advocación de un Kafka. Aun cuando nos pronunciáramos en el nombre de Asha, la niña violada y lapidada.