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En la ciudad de Nathalie

Fuentes: Rebelión - Imagen: "Trabajadora de una granja colectiva en bicicleta", Alexander Deineka (1935))

La publicidad por décadas contra el socialismo y contra los símbolos como la hoz y el martillo, el color rojo o el puño alzado causó estragos.

Ya no hubo más preguntas
sobre la Revolución de Octubre;
ya no estábamos allí,
se acabó la tumba de Lenín,
el chocolate del café Pushkín,
todo lejos quedó.

«Nathalie», canción interpretada por Gilbert Bécaud. 

Moscú dicho de otra manera

            El lunes de 3 de septiembre de 1979, llegamos al aeropuerto de Sheremétievo, cumplido los trámites de ingreso a la entonces Unión Soviética, me acerqué a la puerta  de la sala aeroportuaria a mirar aquel espacio mínimo de Moscú. La ciudad de la canción, compuesta por Pierre Delanoë y cantada por Gilbert Bécaud, titulada Nathalie. La versión interpretada por los Hermanos Arriagada fue la más disfrutada en Latinoamérica. En la ciudad comenzaba el otoño con los restos esplendorosos del verano, al fondo se veía el claro oscuro de un día que ya no era, por la opacidad que derrotaba a la luminosidad, y una noche que por fin parecía ser tal. Curiosidad instantánea acechada por la memoria de malas lecturas. Recién caía en cuenta de la decisión crucial tomada por sugerencias apremiantes de un apreciado amigo. Ya estaba ahí, “préndanles fuego a las naves”, pude haber dicho. Después supe que no fui el único que padeció ese tardío desasosiego, la mayoría jamás renunció al designio.   

            Ahí estaba Moscú. Bosquecillo urbano, sombras de edificios, luces distantes que se veían como prometedoras al cumplimiento irrenunciable del deseo; decadente tránsito vehicular a la medida de la tranquilidad insospechada, en definitiva la primera de las miles de noches moscovitas que estaban por venir. El traslado, a un lugar no anunciado, fue por una ciudad desolada y sin más referencias comparativas que con Quito. En la mañana, del marte 4 de febrero supe que habíamos pasado la noche en la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patrice Lumumba. Para el coloquial internacional La Lumumba y para la gárgola reaccionaria una escuela de terroristas. Recordé de golpe la advertencia de un acomedido en Esmeraldas (mi ciudad): “no acepte que lo manden a La Lumumba”. Y ya estaba ahí. Pero no era mi destino, el viernes siguiente, ya instalado en el MADÍ[2], con otro becario colombiano comentábamos la quietud nocturna y la nostalgia precisaba los recovecos ontológicos de nuestras procedencias. Ni una palabra de política.

            Estábamos en Moscú. O Москва. Fue la segunda palabra que aprendí en ruso, la primera había sido tavárishch (así se pronuncia). O товарищ. Los primeras caminatas por el sector donde estaba ubicada la residencia estudiantil, llamado Cокол (halcón), pusieron en crisis mis lecturas descriptivas de esa ciudad como una geografía urbana de pesadumbre; grisácea y monótona irremediable. Y unos habitantes tristones, aferrados a sus silencios hostiles y, cuando no, toscos. En el mismo día del viaje aún leía Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, avancé hasta algo más de la mitad, alguien me lo regaló sin ninguna intención. Eso creo. Así es que mi cabeza era una borrasca de prejuicios y simpatías culturales por las comunidades soviéticas, las últimas causadas por las lecturas habituales del semanario Novedades de Moscú

            Esta era la capital de la URSS. Su nombre referenciaba, buenas y malas significaciones, según la bilis de enemistades o las dulzuras de las amistades políticas, en proporción parecida. La izquierda, según sus líos ideológicos y mentales, la bendecía o la maldecía. O se creía que los “agentes de Moscú” se ventilaban con sombreros panamá[3] en las esquinas de sus espionajes. Yo ya estaba ahí, en Moscú, el sueño cumplido de un tirapiedras procedente de un país del que pocos moscovitas sabían. A mí me hacían escupir cenizas estas preguntas: ¿Ecuador? ¿Dónde queda? Daba la respuesta con la geografía molesta del corazón. 

            Moscú. La ciudad toda fue constatación quimérica del aquella trova versátil en su narración melódica y destinada a no envejecer por la interminable sugestión. Nathalie, en francés. O Натали. Ahora sé que hay un Café Pushkin, porque en nuestras búsquedas nunca lo hallamos, salvo el sitio, señalado lacónicamente por una guía turística (no se llamaba Nathalie, por cierto): здесь! (¡aquí es!). No había letrero que confirmara, solo fue su palabra. Y debió ser así. En el mismo sector está el parque Alexander Pushkin y su estatua, inclusive un cine con su nombre. El café referencial está en el boulevard Tsverskoy. 

            Moscú. La ciudad era igual a la de la melodía. Un espejismo cómodo y generoso para la memoria. Debe ser así cuando una canción es manifiesto sentimental e identitario afín al breve instante de la historia mayor. Las primera semanas quería descubrir la ciudad de la composición de P. Delanoe, que apenas esquivaba la política con la “tumba de Lenin”, descubrir esa ciudad con sus siglos de civilización, a la vez poéticos y políticos. La canción insiste en la sencilla idealización del encuentro y sin más porvenir que las ganas desesperadas de devolver el favor. Era domingo de invierno y la sobriedad de su francés explicaba los pormenores de la Revolución de Octubre, respondiendo seguramente con frases de manual a las preguntas más atrevidas. También nos ocurrió en las excursiones a museos, sitios históricos y ¿cómo no? al mausoleo de Lenin. Nathalie es romantizar las relaciones que jamás serán. ¿De cuándo acá el amor platónico es revolucionario y la separación es reaccionaria?       

Moscú, los llanos de Ucrania y Les Champs Elysées

            Al final es verdad incómoda: somos nuestras lecturas, digeridas con el gusto de saber o con el disgusto de comprender que las injusticias políticas tienen defensores eficientes. Las preguntas difíciles de la política reaccionaria no tienen mejor traducción que la calle caliente y las barricadas. Así fue durante la vigencia de la canción Nathalie. Años ’60,’70, ’80 y los que vinieron. ¿Cómo será ahora? O las reuniones estudiantiles que no agotaban el tema de las revoluciones en ciernes solo porque se era joven y se creía que todo lo anterior solo era para tumbas venerables. Dos vainas inmateriales se atesoraron en el reconcomio juvenil: el sentimiento indefinido (desconfianza generacional) y sentimiento definido (el valor de la edad). ¿Acaso todo aquello está momificado? ¿También la canción Nathalie? Fue una canción de la Guerra Fría o desde su breve racionalidad resultaba un bello desvarío.

            La publicidad por décadas contra el socialismo y contra los vivientes de la signatura, por ejemplo, de la hoz y el martillo, del color rojo o del puño alzado causó estragos silenciados por las dudas. De ahí resultó el anticomunismo leve y el corrosivo. La rusofobia hacía la parte complementaria. Casi eran sinónimos. Rusos (no soviéticos) y comunistas era la maldad bíblica surtida de los peores adjetivos. Decenas de años envenenando a mucha juventud del mundo mediante novelas, filmes, relatos mediáticos, análisis antropológicos y políticos establecen horizontes imposibles de conciliar. La hegemonía imperial no solo es un relato cantado que encanta también es el descrédito sostenido de aquellas naciones que son consideradas enemigas. Mientras aquello ocurre el romanticismo se calienta hasta la ternura inverosímil. Aquella juventud de las canciones políticas (o de protesta) tenía corazón y oído para estas narrativas shakesperianas.      

Moscú no cree en lágrimas

                        Fui uno de los 90 millones de espectadores del filme Moscú no cree en lágrimas[4], en 1980. Los comentarios de la vecindad soviética me empujaron a una fila kilométrica en el cine Pushkin, a cuadras del café de igual denominación que nunca hallé, un trajeado hizo la gestión para que comprara su boleto, mediante alguna artimaña me abrió paso hasta a la ventanilla, la vendedora me dijo en tono inapelable: один билет, молодой человек![5] Era el año de 1980. Entendía mejor el idioma que aquello que hablaba. Moscú y las autoridades del Ministerio de Educación Superior de la URSS no creían en lágrimas. O aprobaba el curso preparatorio o era devuelto. La afinidad ideológica iba por otro sendero. No tenía aún un año y la ciudad me agradaba y las lecturas descriptivas de la gente rusa (soviética) se iban al carajo. Una medida rusofilia sustituía a la prejuiciada sospecha.    

            Unos años después cumpliríamos el ritual de la promesa cumplida por tres colegiales esmeraldeños: encontrarnos en Moscú. Escuchar Nathalie, interpretada por los Hermanos Arriagada nos torció de algún rumbo imprevisto aún. Así fue, caminamos por la Plaza Roja y nos acercarnos a la tumba de V. I. Lenin. Sí, eran otros tiempos, no sé si mejores o peores que los actuales, pero se era rojo tanto como el supuesto crepúsculo final del capitalismo. Se era o no se era, vaina hamletiana si las hubo. Fue un cruce de potentes circunstancias que no nos dejaban indiferentes: revoluciones a la carta, guerras anticolonialistas, maravillosas producciones artísticas y literarias, liderazgos políticos casi inimitables y las modas que más bien parecían revanchas a un mundo paleolítico. Rebelión era una actitud. Y quizás aptitud. Pertenecemos a esa juventud que creía saber las respuestas a preguntas que nadie había planteado. No solo era ideología política o simpatía a personalidades que decían las frases precisas, estaba  en el descontento epidérmico por las evidentes injusticias capitalistas y quien dijera media palabra sobre ellas adquiría al instante unos gramos de simpatía y con aquel el país, aquella nacionalidad o alguna ciudad asociada a buenos propósitos. Se creían en esos países y se romantizaban sus apoyos a luchas insurgentes anticolonialistas o contra dictaduras de derecha. El país como imagen virtuosa y abstracta (URSS, R P de China, Cuba o Albania) llegaba a la gente para concretar o emprender el imaginario probable.  

            Tiempos de la Guerra Fría, fiebre y calentura en las disyuntivas, Moscú era el lugar obligado de peregrinación o la ciudad atribuida de ciertos males para la “democracia” a causa de su oro. ¡Ja! Ahora nos reímos, pero décadas atrás no era broma. Y por debajo de esos disparates se engordaba la rusofobia. La Guerra Fría tenía un valor apreciable por las “ayudas” a los países empobrecidos. En el caso de la Unión Soviética tuvo el valor moral del internacionalismo proletario. O sembrar cierta rusofilia. Otorgar becas de estudio sin firmar documentos de adhesión al comunismo ideológico u organizado aún me parece un acto sincero de solidaridad. O quizás de rusofilia desesperada. 

Notas:          


[1] En América Latina fue popularizada por los Hermanos Arriagada.

[2] Московский Автомобильно-Дорожный Институт (Государственный Технический Университет) (МАДИ) Instituto de Moscú del Automóvil y la Carretera (Universidad Técnica Estatal).

[3] Sombreros de paja toquilla hechos en Manabí, provincia ecuatoriana, exportados y vendidos en Panamá, por eso la denominación internacional. 

[4] Москва слезам не верит.

[5] ¡Un solo boleto, joven!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.