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Editorial escrito dos días antes de las elecciones donde se encuentran importantes claves para entender la debacle electoral de la izquierda colombiana

En las urnas

Fuentes: Desde Abajo

En el marco de la formalidad institucional que rige en Colombia, donde la democracia no concreta las promesas de cajón que día tras día vociferan aquellos que copan los medios de comunicación, y por tanto no alcanza el rigor que requiere la mayoría para vivir dignamente, ni despierta las pasiones necesarias para que el pueblo […]

En el marco de la formalidad institucional que rige en Colombia, donde la democracia no concreta las promesas de cajón que día tras día vociferan aquellos que copan los medios de comunicación, y por tanto no alcanza el rigor que requiere la mayoría para vivir dignamente, ni despierta las pasiones necesarias para que el pueblo movilizado sea sujeto de su propia historia, las del 25 de octubre parecen unas elecciones de trámite, pero no lo son. En su trasfondo hierven varios factores sustanciales, todos y cada uno de ellos relevantes en la coyuntura que atraviesa el país: las negociaciones de paz, la posibilidad de una consulta refrendataria de los acuerdos que finalmente se firmen en La Habana y las elecciones de 2018.

Pese a ello el pragmatismo impuesto por una política de control social, difundida sin cortapisas desde los grandes medios, domina el ajetreo electoral. Seguridad y movilidad parecieran ser los únicos temas sustanciales para los millones que habitan estos territorios. No extraña entonces que los tres gruesos temas anotados no estén presentes ni dominen la agenda de los partidos, que, de ser así, bien pudieran transformar la misma -más allá de su asiento territorial y de la real ficción derivada de la política de Estado- en una disputa por el modelo nacional en pugna y su concreción en lo local, tratando de motivar y despertar con ello, y con las columnas vertebrales del modelo social que debiera tomar forma en Colombia (economía popular, empleo, ingresos, derechos básicos, desprivatizaciones), las más profundas fibras de una ciudadanía que por decisión oficial ha sido excluida siempre de la cosa pública, y en la actualidad de los diálogos de La Habana, es decir, del debate alrededor de lo que tendría que ser el país en el futuro inmediato y mediato, llevando tal discusión a las plazas públicas, superando las polémicas de auditorios y salones a los cuales ha sido relegada la desabrida campaña en curso, hasta lograr que la misma no inquiete, de manera parcial, más que a segmentos de los estratos 4, 5 y 6. Una democracia, además de formal, temerosa del pueblo; una política de y para élites.

Lo extraño en todo esto es que la llamada izquierda caiga en el juego y termine sometida a una agenda que no hace sino reproducir y fortalecer la formalidad y la institucionalidad existente. Falsamente ilusionada con las posibilidades de cambio que anuncia el juego electoral, y concentrada en la necesidad de triunfo parcial, la izquierda olvida que para ella las elecciones debieran ser en lo fundamental un espacio ampliado para comunicarse en forma masiva con la población, concentrándose y enfatizando allí el ejercicio educativo y pedagógico sobre la sociedad que tenemos y la que requerimos, desnudando la falacia que día a día esgrimen los detentadores del poder, evidenciando las características y los límites de la democracia realmente existente, y proyectando el papel de todos y cada uno de quienes habitan un territorio cualquiera cuando de transformar las condiciones de vida allí reinantes se trata.

Es necesario desplegar una política electoral en que la movilización social sea lo fundamental y, por tanto, el candidato o candidata de turno sirva como un motivador que facilita la información y realza el espacio y los escenarios para una nueva política, no excluyente ni de minorías, en la cual el líder deje de ser indispensable y la corrupción pase al cajón de los recuerdos, en tanto los programas que se agitan en la campaña surgen como resultado de las discusiones realizadas en múltiples espacios y desde años antes, es decir, fruto de la deliberación colectiva, garantizando de esta manera un voto programático y con ello la posibilidad de revocatoria de elegido en caso de olvidar o no cumplir con lo definido en colectivo, a la par de quedar sometidos los candidatos, hombres y mujeres, a la entrega de informes periódicos ante quienes los eligieron, poniendo en manos de éstos la posibilidad de volver a ser candidatos en una próxima o futura elección, limitando así, por lo menos, la posibilidad de la política como profesión.

Puede parecer un cliché pero las sociedades diferentes exigen seres humanos distintos del homo economicus reinante. Por tanto, los políticos que de verdad luchen por cambios profundos deben tener también comportamientos distintivos que remarquen con su impronta y digan claramente, ante la sociedad, que las transformaciones no son maquillajes. Hoy, ante una crisis civilizatoria tan profunda, nuestro comportamiento con los otros y con la naturaleza exige un viraje radical, y es tarea de los más informados y más concientizados liderar el convencimiento de que la continuidad de nuestra especie depende de una práctica social totalmente distinta. El científico alemán Albert Einstein aconsejaba: «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo», razonamiento que parece ajeno a quienes dicen representar el cambio entre nosotros.

Debiera estar en cierne en esta campaña, por lo consiguiente, una política de proyecciones sociales y económicas en la cual lo público pase a ser lo sustancial y, por ende, un espacio donde la confrontación contra el modelo neoliberal asuma el primero de los niveles, y, de su mano, el Estado, como temática y realidad, pues como se conoce está apropiado y privatizado por los grandes grupos empresariales, sumo y propiciadores de todo tipo de corrupción, con su manifestación más evidente: la privatización de lo público.

El debate electoral territorial debe tomar nota de que en nuestro país la elección de alcaldes y gobernadores, que pretendió ser una ampliación de la democracia, terminó convertida predominantemente en un mecanismo que fortaleció el gamonalismo de viejo y nuevo cuño. Ya fueran las élites tradicionales o las élites emergentes surgidas, en no pocos casos, de procesos de acumulación de capitales ilegales, lo cierto es que los poderes locales se han convertido en una vuelta de tuerca más de la sujeción de los grupos subordinados. Y es allí, en provincia, donde el ejercicio de la violencia y la imposibilidad de crítica asumen mayor forma, como lo relieva el asesinato de periodistas de alcance regional.

Que se afirme, como tópico convertido en verdad, que el voto de opinión tiene más peso en las grandes ciudades, sin que eso mueva siquiera mínimamente el interés por denunciar, por preguntar, por qué no es así en provincia, es una muestra de la aceptación mayoritaria del constreñimiento, como si estuviéramos ante una variable natural de la política. Nada más ejemplarizante que esta realidad, como evidencia de que la democracia realmente existente en nuestro país no va mucho más allá de la formalidad.

Enfrentamos un silencio que espanta. Quizás en ningún otro país como en Colombia, el debate ideológico desapareció tan ampliamente. La aceptación del discurso único y el ‘pragmatismo’ político han llegado a niveles en que la la falta de distinción partidaria es la norma, haciendo de los movimientos políticos unas empresas electorales de carácter coyuntural que se hacen y deshacen al vaivén de los negocios y los intereses más inmediatos. Los caudillismos locales han sucedido a los nacionales, y, mientras desde el gobierno central se administran, con obediencia total a los dictados de las entidades multilaterales, los aspectos macroeconómicos y macrosociales, la conciencia de ser una nación con opciones se diluye en el convencimiento de que los grandes temas nos resultan ajenos y en los niveles regionales lo inmediato es sobre lo único que podemos actuar.

Llama la atención, así las cosas, que en la campaña en curso la izquierda no se aleje de esta posible dinámica, y concentre sus esfuerzos en ilusionar a propios y extraños con la vitalidad de una democracia que no lo es, así como en las posibilidades de un ejercicio de gobierno que, como quedó demostrado con la alcaldía de Gustavo Petro, no es posible llevar a buen puerto si no descansa en uno de estos dos factores: 1. En el control total del Estado, de manera que no sea bloqueado ni saboteado desde lo nacional -como sucede con la partida nacional para el metro, la cual no se entrega para no permitirle el mérito histórico de ser él quien lo concretó, y 2. El pueblo politizado, movilizado y radicalizado, que con su ejercicio de calle concrete el plan de gobierno, llevando de la mano al Ejecutivo de turno.

Sorprende entonces su renuncia a una agenda nacional, más aún cuando la coyuntura marca que el futuro inmediato y mediato del país descansa en la agenda de paz, la cual debe ser disputada por todos los sectores sociales para que no permanezca ni termine secuestrada, minimizada en sus proyecciones estructurales, para que de verdad pueda ser abocada como el ingreso del país a un verdadero posconflicto.
Tal disputa debe proyectar desde ahora las elecciones de 2018, ya que corresponderá a ese futuro gobierno la implementación, en sus componentes fundamentales, de lo que surja de los acuerdos de paz, en ese caso no solamente con las farc; también, y muy seguramente, con el eln. La defensa clara de una agenda que garantice la «no repetición», no sólo de los más aberrantes casos de tortura y muerte violenta sino asimismo de las políticas de exclusión que en últimas han sido el combustible de la forma cruenta que asume la lucha de clases en nuestro país, es una obligación moral y práctica de los movimientos alternativos, pues únicamente sobre la base de una participación real en la sociedad, mediante el ejercicio pleno de los derechos, será posible dejar un país en paz para las generaciones venideras. Basta ya de disfraces, lo que no significa que los lenguajes y las temáticas no deban estar a tono con las necesidades y los problemas de una sociedad hipertecnologizada, virtualizada y altísimamente alienada.

Vestirse con un pragmatismo a la usanza no le queda bien a la izquierda, ya que, al proceder así se desnaturaliza, quedando ante los ojos del país como una propuesta o un partido cualquiera, que promete pero no crea los mecanismos indispensables para que las mayorías asuman su destino, con sus propias manos, como ha de ser y como obliga una transformadora acción política, de ruptura, proyección insustituible si de verdad se aspira a un cambio radical de la institucionalidad heredada.

En esa perspectiva, para el caso de Bogotá, donde tiene abiertas todas las posibilidades y desde donde los ecos alcanzan a todo el país, la izquierda no puede ceder la calle y encerrarse en los salones a un debate de lugares comunes. Heredera de un gobierno local y de unas políticas que pretendieron romper el modelo de ciudad implementado desde años atrás, le corresponde a su vocera reclamar con orgullo y sin titubeos, palmo a palmo, y no sólo en las redes sociales y en los salones de conferencia, todos los logros de una política social que arroja logros inocultables en salud, educación, política de género, minorías sociales, drogadicción y otros campos. Al tiempo, desde la autocrítica, se debe reconocer lo no realizado y la implementación de nuevos mecanismos para que el ejercicio de gobierno pase de ser un asunto de especialistas a un reto que incumbe e incluye a toda la población.

Se trata de un reto que, desde otras lógicas, sin dejar de mirar la agenda de paz por firmarse en La Habana ni los comicios de 2018, no retiran de sus ojos ni de sus cálculos otras propuestas y colectividades, desplegando por todo el país una acción constante para y por el control territorial, apareciendo ahora -según distintos informes- como muy posibles triunfadores en ciudades como Medellín y Cali, además de un sinnúmero de ciudades intermedias.

Es, por consiguiente, un (re)posicionamiento político que, de confirmarse, vaticina desde ahora que la agenda refrendataria de los acuerdos de paz no será pan comido, ni las elecciones de 2018 darán continuidad necesariamente a lo que debiera ser una política de Estado.

Ante esta realidad, es claro que lo único que facilita el pragmatismo electoral es este (re)posicionamiento y, al mismo tiempo, la persistencia de la formalidad democrática, soporte y bastión de un establecimiento de espaldas a las mayorías nacionales.

Fuente original: http://www.desdeabajo.info/ediciones/item/27475-en-las-urnas.html