Muchos padres, profesores y psicólogos se quejan de que una parte importante de la juventud carece de referencias morales. Innumerables jóvenes se zambullen de cabeza en la onda neoliberal de relativización de los valores. Vuelven público lo privado (véase YouTube), son indiferentes a la política y a la religión, practican el sexo como deporte y, […]
Muchos padres, profesores y psicólogos se quejan de que una parte importante de la juventud carece de referencias morales. Innumerables jóvenes se zambullen de cabeza en la onda neoliberal de relativización de los valores. Vuelven público lo privado (véase YouTube), son indiferentes a la política y a la religión, practican el sexo como deporte y, en materia de valores, prefieren los del mercado financiero.
Soy de la generación que cumplió los veinte años en la década de 1960. Generación literalmente innovadora (la bossa era nueva, el cine era nuevo, etc.), que se inyectaba utopía en las venas y se dirigía por ideologías altruistas. Sólo queríamos cambiar el mundo. Derribar las dictaduras, el hambre y la miseria, las desigualdades sociales, el imperialismo y el moralismo.
En nombre del mundo sin opresión, que muchos de nosotros identificábamos con el socialismo, luchamos por la emancipación de la mujer, contra el apartheid y en defensa de los pueblos indígenas. Sobre todo trajimos al centro de la atención la cuestión ecológica.
Ya la generación de nuestros padres creía en la indisolubilidad del matrimonio, en la virginidad preconyugal como valor, en la religión como inspiradora de la conducta moral, en la superioridad de la producción sobre la especulación. En nombre de Dios las conciencias estaban marcadas por el estigma del pecado.
Todas las generaciones tienen aspectos positivos y negativos. Si la mía se nutrió de ideologías libertarias, que inocularon en ella el espíritu de sacrificio y de solidaridad, la de mis padres creyó en la perenne estabilidad de las cuatro instituciones básicas de la modernidad: la religión, la familia, la escuela y el Estado.
Esta generación de la primera mitad del siglo XX no logró superar el patriarcado, el prejuicio respecto a quien no le era racial y socialmente semejante, la fe positivista en los beneficios universales de la ciencia y de la tecnología.
La generación posterior, la de la segunda mitad del siglo pasado, promovió la ruptura entre sentimiento y sexualidad, idealizó los modelos soviético y chino de socialismo, con sus gulags y sus ‘revoluciones culturales’, y hoy cambia la militancia revolucionaria por el derecho a ser burguesa sin culpa.
Ahora bien, la creciente autonomía del individuo, pregonada por el neoliberalismo, hace que muchos jóvenes se pregunten: ¿en nombre de qué debemos aceptar otras normas morales además de las que yo decido que me convienen? Y las adoptan convencidos de que ellas tienen plazo de validez tan corto como la hamburguesería de la esquina.
Si la represión marcó a la generación de mis padres y la revolución (política, sexual, religiosa…) la de mi juventud, hoy el estímulo a la perversión amenaza a los jóvenes. Se respira una cultura de desculpabilización, ya que, en la travesía del río, se dio la espalda a la noción de pecado y todavía no se avanzó en la interiorización de la ética. Parafraseando a Dostoievski, es como si Dios no existiese y por tanto todo estuviera permitido.
¿Quién es hoy el enunciador colectivo capaz de dictar, con autoridad, el comportamiento moral? ¿La Iglesia? La católica ciertamente no, pues las encuestas demuestran que la mayoría de sus fieles, a pesar de las prohibiciones oficiales, usa preservativo, no valora la virginidad prematrimonial y frecuenta los sacramentos después de haber contraído una nueva relación conyugal. Las evangélicas todavía insisten en el moralismo individual, sin sentido crítico sobre el carácter antiético de las estructuras sociales y la naturaleza inhumana del capitalismo.
¿Dónde está la voz autorizada? El Estado ciertamente no lo es, ya que establece sus decisiones de acuerdo con el juego del poder y de la contienda electoral. Hoy condena la deforestación de la Amazonía, los transgénicos, el trabajo esclavo, y mañana aprueba lo que haga falta para no perder apoyo político.
El enunciador colectivo, el Gran Sujeto, existe: es el Mercado. Él corrompe niños, induciéndolos al consumismo precoz; corrompe jóvenes, seduciéndolos para priorizar como valores la fama, la fortuna y la estética individual; corrompe familias a través de la hipnosis colectiva televisual que expone en los hogares el entretenimiento pornográfico. Y para proteger sus intereses el Mercado reacciona violentamente cuando se pretende imponerle límites. Furioso, grita que es censura, es terrorismo, es estatización, es sabotaje. ¿Las generaciones futuras conocerán la barbarie o la civilización? ¿La neurosis de la competitividad o la ética de la solidaridad? ¿La globocolonización o la globalización del respeto y de la promoción de los derechos humanos, que es la dimensión social del amor?
Padres, profesores, psicólogos, y todos cuantos se interesan por la juventud, están siendo desafiados a dar una respuesta positiva a tales cuestiones.
Fuente: http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?boletim=1&lang=ES&cod=50868
rCR