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En Provincia

Fuentes: Rebelión

Después de un viaje de más de 18 horas en un destartalado bus, por una carretera corcovada que más parecía un camino de herradura de la época colonial para atravesar la maciza cordillera, llegó finalmente a Provincia, Saúl Amézquita Cárdenas, mi tío político, organizador del moderno departamento administrativo de seguridad DAS. Había sido enviado personalmente […]

Después de un viaje de más de 18 horas en un destartalado bus, por una carretera corcovada que más parecía un camino de herradura de la época colonial para atravesar la maciza cordillera, llegó finalmente a Provincia, Saúl Amézquita Cárdenas, mi tío político, organizador del moderno departamento administrativo de seguridad DAS. Había sido enviado personalmente por su amigo el ministro de justicia desde Bogotá, para ayudar a encontrar el baúl desaparecido con todas las pruebas testimoniales y físicas sobre la masacre de la calle de la Cantarrana, conseguidas cuidadosamente, dos meses atrás, por el juez municipal de Provincia.

La masacre cometida un mes atrás, por una cuadrilla de paramilitares contra un grupo de campesinos de Provincia, en la alargada y pendiente calle de la Cantarrana, había dejado intensas huellas y pruebas fáciles de allegar; porque hubo muchos testigos de la matazón, cometida a plena luz del día y además, había sido anunciada casi con un mes de anticipación por medio de soeces y amenazantes panfletos.

Además, en el puesto de salud existían las anamnesis de los 8 heridos y el capitán Franklin Bedoya, comandante del grupo de 20 soldados enviados urgentemente a Provincia desde la cercana base militar de La Dorada, poco después de conocida la noticia, investido de amplios poderes para controlar el Orden Público, había escrito como máxima autoridad del pueblo, una acta de defunción de los 12 muertos con ráfagas de ametralladora y rematados cruelmente a hachazos, de la cual existía copia en el Juzgado.

También, el secretario del juzgado Javier Fandiño, amigo de muchos de los masacrados, después del triste y melancólico entierro colectivo de las victimas, en medio del terror que aún embargaba a los pobladores, había conseguido escribir varias declaraciones y guardar otros documentos escritos como recortes de periódicos, algunos de los panfletos soeces amenazantes con los cuales se anunciaba la masacre; recogido los casquillos de bala de las ametralladoras, junto con el hacha de cabo corto aún ensangrentada, con que se rematara a los heridos, dejada abandonada en la orilla de la calle. Recuperó y amontonó todo y lo trasladó a la pieza donde funcionaba la oficina del juzgado, depositándolo en un baúl grande de madera que aseguró con una cadena de metal, cerrada con un candado grande y herrumbroso propiedad del juzgado. Por su parte, el juez municipal Alejandro Cañón, había logrado hacer el primer análisis escrito del material conseguido, en un pequeño informe preliminar.

En el galpón de tejas de zinc corroídas por el óxido y el polvo, situado a dos cuadras de la plaza principal del pueblo que servía como estación terminal de trasporte, Amézquita, un hombre con bigote y de pelo ensortijado, de mediana edad, robusto y pequeño, después de sacudirse el polvo del camino, preguntó por una pensión donde alojarse. Le indicaron la única que existía en una casa escueta situada en el marco de la plaza, donde consiguió un aposento con un catre de madera con un colchón de paja, una mesita de noche y un juego de jarra y jofaina para el aseo personal. Después de asearse la cara y refrescarse del calor del medio día, se dirigió a la oficina del juez Cañón, situado, según le dijo la dueña de la pensión, en una bóveda con unas gradas de cemento, enfrente de la Iglesia. Se presentó ante él y su secretario mostrando su identificación junto con los papeles que lo autorizaban y luego de un recibimiento rutinario, los tres salieron a la calle empedrada que salía de la plaza, hacia donde quedaba el café de Pedrito. Allí los tres tomaron cerveza y mientras conversaron trivialidades sobre viaje y la lejanía de Provincia, miraron a dos señoras chupando ruidosamente un espumoso sorbete de curuba.

El juez Cañón, acuerpado, también de mediana edad, frente amplia y hundida, labios pulposos y quijada aplanada; de pronto concentró su mirada parda en la los ojos plomizos de Amézquita y exclamó:- Doctor, no hemos podido averiguar nada, ni conjeturar nada, sobre la desaparición del baúl de las pruebas. Y continuó:- Mi secretario Fandiño, como a los quince días de la matanza, si me alarmó. Me dijo que había oído en la tienda principal del pueblo, cuando fue a comprar algunos víveres, un cierto rumor difícil de precisar, sobre un atentado en mi contra y la quema del baúl de las pruebas. Atendí la inquietud. Hablé con capitán Bedoya, quien me tranquilizó diciéndome con mucha seguridad que tenía todo bajo control.

Luego, el runrún se fue haciendo un poco más real. Durante todo ese mes, cada mañana al abrir la puerta del juzgado, encontraba los mismos pasquines anónimos amenazantes y soeces tirados por el quicio de la puerta. Unas veces eran dibujos rudimentarios con la calavera de la muerte con símbolos sexuales, otras veces acompañados de frases insultantes como «váyase gran jijueputa que lo vamos a matar». Volví donde el capitán Bedoya, pero con la misma seguridad que irradiaba, los subestimó diciendo que eran chanzas de algún resentido conmigo o con el trabajo del juzgado. Mi incertidumbre inicial se tornó desconfianza. Hasta que un día la cerradura de la puerta del juzgado tenía muestras evidentes de haber sido forzada.

Entré alarmado, pero pude comprobar que el baúl estaba intacto. Esperé a Fandiño y lo puse bajo su cuidado personal para que esa noche lo sacara y lo guardara en algún otro lugar más seguro que solo él conociera. La angustia silenciosa de los pobladores, cargada de una ansiedad viscosa, se me había pegado. Era evidente el terror en su vida cotidiana limitada a lo esencial, y una vez caída la noche y cerrada la puerta grande de la Iglesia, cada casa del poblado enmudecía. Hasta los gallos de media noche callaron.

Sin avisar a nadie, sentado en un tronco no muy lejos de galpón del transporte; esperé largo rato la salida del bus de línea, y solo cuando fue a arrancar, me subí apresuradamente. Así en un viaje como el que usted hizo, doctor Amézquita, pero al contrario, llegué a la congestionada terminal de Bogotá donde tomé un taxi directo al ministerio de justicia, a exponerles la situación que se estaba viviendo en Provincia. Estaban más enterados que yo mismo de todo lo sucedido y quien lo creyera; sus informaciones coincidían lo que había estudiado y reposaba en el baúl del juzgado.

-Doctor Cañón, me dijeron, regrese tranquilamente a Provincia y no se preocupe, que el capitán Bedoya tiene todo controlado. Les hice caso y volví. Pero cuando llegué mi secretario Fandiño, me contó que había ido a buscar el baúl en el sitio donde lo había dejado a guardar y no lo encontró. Así doctor Amézquita que, como me habían dicho, puse un telegrama al ministerio de justicia informando el asunto y según parece, por eso está usted aquí.

Amézquita sonrió y aprobó la deducción lógica del juez Cañón. Tomando aire le respondió:- Mire doctor, yo soy especialista en investigación judicial graduado en los Estados Unidos. No se preocupe que ese baúl con las pruebas que incriminarán definitivamente a los sospechosos, lo encontraremos como sea. Mañana mismo comenzamos las averiguaciones. Fandiño, con su cara chupada por la falta de dentadura, atento a la conversación frunció el ceño y bajó la mirada. Un pequeño remolino de viento, preludio del monzón lluvioso amazónico, levantó una nubecilla de polvo, y dieron por concluida la charla despidiéndose hasta el día siguiente.

Esa noche, Amézquita pudo comprobar el silencio sepulcral que embargaba la oscuridad nocturna de Provincia. Tuvo un sueño agitado y sudoroso, pero irreconocible. A la mañana siguiente después de desayunar carne asada con yuca, tajadas de plátano fritas y café negro, pensó en iniciar la diligencia interrogando a Fandiño.

El juez y su secretario, lo esperaban en la oficina del juzgado. Amézquita le dijo al juez que iniciaría el interrogatorio en su presencia, haciéndole unas preguntas a su secretario. El Juez Cañón abrió sus ojos pardos y guardó silencio. Enseguida se dirigió a Fandiño para decirle que el doctor Amézquita quería interrogarlo. Fandiño no se impresionó. Buscó una silla y se sentó con las manos sobre su abdomen frente a Amézquita y espirando con fuerza por su boca sin dientes, le dijo al investigador:-¿Para qué soy bueno doctor? El Investigador guardando la autoridad y compostura de su cargo, abriendo una libreta de notas le respondió:- A ver señor Fandiño, cuénteme todo lo que sabe sobre ese baúl.

-Pues verá doctor, yo recogí todas las pruebas, busqué el baúl en la casa de unas parientes, conseguí la cadena y el candado y lo sellé aquí en presencia de señor juez. Luego vinieron todas esas vainas de las amenazas y entonces el doctor Cañón me autorizó para que lo llevara a un lugar más seguro donde guardarlo. Así hice. Hablé con la monja directora de la escuela para señoritas que hay aquí en Provincia; le conté todo el caso y le pedí que me dejara guardarlo en alguno de esos cuartos vacíos que tiene esa casona. Ella accedió a colaborarle a la justicia de buena gana. Esa noche, bien entrada la oscuridad, me eché el baúl al hombro y lo llevé por toda la calle real hasta la pieza que la madre me había señalado. Cerramos la puerta con un candado grande y nos despedimos confiados, encomendando la acción a la divina providencia.

Como a los quince días volví a la escuela a incluir en el baúl el último informe escrito elaborado por el señor juez. Busqué a la madre directora, pero al abrir el cuarto, el baúl había desaparecido. La monja se ofuscó mucho y rezando avemarías se fue a la capilla de la escuela. Yo me regresé al juzgado y le informé al doctor Cañón, para que avisara a Bogotá. Eso fue todo doctor.

Amézquita miró a los ojos a Fandiño, y exhalando una columna de aire tibio cerca de la cara desdentada o chupada del interrogado, replicó preguntándole si había signos de violación de la puerta, de la cerradura, o del candado. Fandiño fácilmente respondió que todo estaba en perfecto orden – Bueno, dijo Amézquita, en ese caso ya tenemos una segunda persona para interrogar.- Señor juez, dijo dirigiéndose a Cañón, sírvase citar a la monja directora de la escuela para señoritas de Provincia a esta oficina, para que nos aclare los hechos relacionados con la guarda del baúl del juzgado dejado a su cuidado. Claro que sino puede venir añadió, nosotros iremos hasta donde ella. Tres días después de la citación, los tres funcionarios subían por la calle real del pueblo en dirección a la escuela.

La escuela para señoritas era una gran casona de un solo nivel, de teja española y gruesas paredes de adobe pintadas con cal, con cuartos espaciosos con piso de tabla y balcones de madera salidos, construida al final del pueblo o al principio, según por donde se llegue, por los misioneros franciscanos que habían venido a una misión en Provincia poco después de la guerra de los mil días. Estaba rodeada por un bosquecillo de arboles frondosos de tronco grueso que dejaban un espacio grande de tierra aplanada o patio, donde se hacían los actos solemnes de la escuela y también servía de cancha para deportes o ejercicios en grupo. A un lado, mediada por un pequeño potrero de pasto kikuyo verde, estaba una pequeña capilla construida con la misma arquitectura de la escuela, donde se destacaba una campana de cobre. En el gran portón de entrada, la monja recibió atentamente a los tres funcionarios judiciales.

Les hizo seguir y en seguida una niña alumna llegó trayendo una bandeja de loza con una jarra de cerámica y tres vasos de vidrio. – Refrésquense doctores, dijo la monja señalándoles la bandeja. Cada uno de los funcionaros tomó un vaso, mientras la alumna un poco desaliñada pero sonriente, los llenaba con el agua verdosa y azucarada de una limonada.

-Reverenda madre, se adelantó a decir Amézquita, penosamente tenemos que adelantar esta diligencia. A lo que la monja respondió amablemente: -No se preocupe doctor, pregunte lo que sea necesario. Esa desaparición tenemos que hacerla aparecer, y señalando un cuarto donde había una mesa con cuatro taburetes de cuero agregó: -Me imagino que ustedes tendrán que tomar notas.

-Bueno su reverencia, agregó Amézquita después de que se hubieron sentado. En ese caso, díganos ¿quien más fuera de su reverencia tenía llaves del cuarto donde estaba el baúl? La monja con el hábito negro y blanco de las hermanas de la presentación, solo dejaba ver su cara regordeta cubierta con un vello casi imperceptible y una mirada clara pero inquieta. Movía de cuando en vez una pierna como si fuera un tic nervioso y suspiraba. -Mire doctor, respondió, le he dado muchas vueltas al asunto y la única explicación que se me ocurre es que el celador que cuida la escuela, es el único que tiene un juego de llaves de toda la casa y muy probablemente abrió esa pieza, vio el baúl y se lo llevó.

-Y ¿donde podemos localizar a ese celador? Preguntó inmediatamente Amézquita. La monja sin perder el control, llamó a la niña de la limonada y le dijo en tono imperioso: -¡Vaya busque a maestro Roncancio, y dígale que venga urgentemente aquí; que lo necesito! La niña puso la bandeja con la jarra de limonada sobre la mesa que les servía de escritorio y salió a la carrera. Un rato después llegó el señor Roncancio. Era un hombre rústico con las manos callosas, de mediana estatura ya entrado en años, con un sombrero jipa blanco, la piel del rostro curtida por el viento y el sol y una mirada un poco nubosa y enrojecida.

-Me llamo Gabriel Roncancio, dijo al entrar en la sala quitándose el sombrero. ¿En que puedo servir a los doctores? Agregó. Esta vez el juez Cañón, quien al parecer conocía a Roncancio, le explicó en palabras sencillas el motivo de nuestra visita. Gabriel lo entendió y respondió con facilidad y llaneza: -Vea doctor, yo vi ese baúl el día que entré al cuarto a recoger una herramienta, y si me pareció muy curioso verlo encadenado y asegurado con un candado. Como yo vivo en la boca puente, el barrio de abajo, en la orilla de río; cuando salí del trabajo me dio por entrar a la cantina «la mata de mango», a oír musiquita y tomarme unas cervecitas.

Usted sabe doctor, la sed que hace por aquí a esas horas. En la mesa de al lado estaba el doctor Medinita, el medico del pueblo tomándose sus aguardientes y le puse conversa. Entre chiste y chanza, se me salió contarle el cuento del baúl encadenado, pero no me creyó. Entonces le dije que si no me creía fuéramos a verlo con nuestros propios ojos.- Listo me dijo y nos vinimos para la escuela. Por el camino me preguntó si yo sabía qué cosa contenía, si dinero, si joyas o algún otro valor y porqué estaba tan asegurado. Llegamos, abrí la puerta del cuarto y con la linterna alumbré el baúl. El no comentó más, se despidió y se fue para su casa supongo. Entonces cerré la puerta y me volví a «mate´mango» a seguir oyendo la música y terminar la cerveza que había quedado servida. Al otro día, lo primero que hice fue volver al cuarto a comprobar si el baúl estaba ahí y si señor, que si estaba. Después, como a los tres días vino a mí la profesora Omaira y me pidió la llave del cuarto dizque lo necesitaba para hacer no-se-que-cosa, y como yo no desconfío de nadie, se la di pidiéndole que me la devolviera lo más pronto posible.

Amézquita cruzó una mirada con el juez, espiró lentamente y dirigiéndose a la monja le preguntó donde podía encontrar a la profesora Omaira. La monja mirando fijamente a Roncancio con un evidente disgusto, le preguntó porque no le había dicho nada, luego tajante le ordenó – ¡Vaya Gabriel búsquese a la profesora Omaira y dígale que se presente urgentemente aquí. Gabriel Roncancio salió apresuradamente a cumplir la orden. Unos minutos después llegó la profesora Omaira Serrano. Se dirigió a la monja, la saludó y luego a los funcionarios.

Era una mujer joven esbelta de mediana estatura, con un cuerpo bastante bien formado y atractivo, cuyos pliegues resaltaban por entre su delgado vestido. Su cabellera negra larga y brillante caía sobre sus hombros, contrastando el rojo carmín de sus labios y la sombra de sus ojos, dándole un aire llamativo a su mirada. Los tres funcionarios no pudieron ocultar su repaso y la monja carraspeó llamando la atención. Amézquita entonces le explicó la situación por la que la habían llamado y esperó su respuesta.

Omaira sabiéndose dueña de la situación, manifestó con gran desenvoltura que en ese mismo instante realizaba unas pruebas escritas que exigían su presencia inaplazable, les pidió que la perdonaran y dijo que a la mañana siguiente, sin falta, iría personalmente al juzgado a explicar lo ocurrido. No siendo más, los tres funcionarios se despidieron amablemente de la monja y de la profesora Omaira, regresando al juzgado por la misma calle por la que habían venido.

Omaira llegó puntual a la cita en el juzgado. Lejos, la sombra azulada de la cordillera aún nublada, apenas anunciaba la luminosidad calurosa del día. Venía más vaporosa y sugestiva que el día anterior y sus cabellos aún húmedos la hacían más brillante. La hicieron sentar y ella cruzó las piernas despacio, mientras alisaba su vestido. -Cuéntenos profesora, dijo Amézquita con voz grave- ¿Qué pasó con esa llave y el baúl? Omaira se acomodó en la silla, miro fijamente al interrogador y repasando la lengua suavemente por sus labios, como para humedecerlos, les relató lo siguiente:

-Como ustedes saben, soy casada con Jesús Medina, el medico de Provincia. Hace cuatro años nos conocimos aquí cuando llegué, nos enamoramos y sin mucha dificultad, el padre Silvestre Gómez, quien es muy considerado y amable, nos casó. Ese día hicimos una fiestica en la casa, con la gente más notable de Provincia y hasta la madrugada, aprovechando que la casa de mi esposo tiene luz del motor del puesto de salud. Bailamos, comimos lechona y nos bebimos unos cuantos wiskis. Nuestro matrimonio marchó bien el primer año. Pero luego mi esposo, empezó a beber demasiado y por cualquier motivo; descuidando la casa y lo que es peor su trabajo. Un día por ejemplo, a una niña pobre quemada con aguapanela hirviendo, la hizo cubrir con un plástico dizque para remplazarle la piel quemada. Claro que la niña se pudrió y se murió y él dijo que eran cosas que tenían que pasar. Así sus ideas se fueron haciendo más extravagantes, sus modales más rudos y desconsiderados. Solo pensaba en beber aguardiente y en la plata, abandonando sus obligaciones en la casa. Ustedes me comprenden ¿no? Llegaba tarde de la noche a la casa con amigos, especialmente el boticario, persona muy avarienta y ligada con los políticos del departamento, a oír rancheras a todo volumen , a beber aguardiente y a planear negocios fantásticos sobre grandes fincas, montones de reses y caballos finos y todas esas cosas. Yo los oía como oír llover y me iba a dormir para madrugar a dictar mis clases en la escuela. Y así han sido todos estos años. Después de la matazón en la Cantarrana, él se calmó un poco y se distanció del boticario, parece que por contrariedades.

Una noche llegó a la casa, un poco entonado por el trago y me contó la historia de un tesoro que estaba en un baúl encadenado escondido en un cuarto de la escuela. Yo no le creí pero fue tanta su insistencia que para calmarlo le dije que averiguaría con el señor Roncancio. Efectivamente Roncancio me dio la llave del cuarto y pude confirmar que ese baúl si estaba ahí. Rápido fui a donde mi esposo y le conté. Él me dijo que esperáramos la noche, para traerlo a casa y revisarlo. Así hicimos, esa noche aprovechando la oscuridad, él cargó el baúl al hombro hasta la casa, pero cual sería nuestra sorpresa cuando al trozar la cadena con una segueta y abrirlo, solo encontramos un hacha mugrosa ensangrentada y una cantidad de papeles, pasquines e informes del juzgado. A mi me dio como una risa nerviosa, doctor, debo confesárselo, pero a mi esposo le dio fue ira. Mucha ira; maldecía y dijo que se vengaría por esa burla. Cogió el hacha que estaba dentro y despedazó el baúl, luego metió los papeles en una bolsa plástica dizque para guardarlos y se los llevo junto con el hacha, pero la verdad doctor, es que no supe adonde.

Amézquita volvió a espirar lentamente mientras miraba a su secretario, diciéndole que debían ir al puesto de salud a hablar con el doctor Medina. Omaira se levantó de la silla se repaso la falda de su vestido con la mano, y mirando a Amézquita con una sonrisa cargada, se despidió.

El puesto de salud quedaba saliendo de la plaza, aun lado de la iglesia. Era una edificación de ladrillo y cemento de color blanco cubierto con tejas plásticas. La entrada era de baldosines y daba la impresión de ser una construcción reciente. Los recibió la enfermera, una mujer gorda cincuentona, morena vestida toda de blanco con el pelo recogido atrás. Les informó que el doctor Medina no había llegado aún a la consulta diaria y que debía estar todavía en su casa.-Allí al lado. Se fueron hacia la casa del medico. Tenía un antejardín un tanto descuidado, con diversas plantas y arbustos movidos por una breve brisa mañanera. El doctor Mediana estaba desayunando un suculento pedazo de carne asada acompañado de yuca frita y lo bajaba con una mezcla espumosa de cerveza y gaseosa conocida en la región con el nombre de «refajo».

Se paró apenas vio llegar a los funcionarios. Era un hombre de unos cuarenta años, fornido y con un abdomen globuloso que la camisa no podía ocultar. Tostado por el sol, pelo ensortijado y ojos café enrojecidos. -Sigan señores les dijo apenas los vio llegar ¿qué se toman? -Nada gracias, respondió Fandiño quien lo conocía, -venimos a hablar con usted una vez acabe de desayunar. – Ya estaba terminando repuso Medina, así que pasemos a la salita y allí con calma podemos hablar.

En la sala, los tres se acomodaron en una especie de sofá, mientras él arrastraba una silla, a ubicaba frente a los funcionarios, disponiéndose a hablar. Fandiño hizo la presentación. -Mucho gusto, doctor, dijo Amézquita: su esposa estuvo esta mañana temprano en el juzgado y nos contó todo ese asunto del baúl del juzgado; -¿puede usted decirnos, como podemos recuperar sino el baúl si su contenido? Es muy importante como material probatorio para esclarecer la masacre de la calle de la Cantarrana; son papeles irrecuperables y declaraciones que no se pueden volver a hacer, porque muchos de los interrogados se fueron para siempre de Provincia, para no regresar jamás.

Medina carraspeo rudamente, escupió al piso y luego, restregó la saliva con el zapato contra el piso. Se acomodó en la silla y rubicundo, nos miró fulgurante diciendo: -Todo eso que les ha dicho Omaira es una calumnia. Ella se volvió enemiga mía. No se por qué, pero está empeñada en destruirme y arruinarme. Cuando lo único que yo he hecho es darle todo lo que ha querido. Pero mire doctor, así son las mujeres: destruyen lo que más quieren, y calló.

Amézquita quedó silencioso por un momento. Se repuso y volvió a preguntar: -¿entonces, usted niega que destruyó el baúl a hachazos y guardó su contenido en una bolsa junto con el hacha en algún lugar hasta ahora desconocido? -Ya les dije doctores, que yo no tengo nada que ver en eso, respondió Medina cortante. -Muy bien, hemos tomado nota y procederemos.

Dejaron a Medina en su casa y caminaron en silencio al juzgado. Una vez hubieron llegado, Amézquita le dijo a Fandiño: -escriba una orden de captura contra el señor doctor Jesús Medina, medico de Provincia, acusándolo de robo y tenencia ilegal de material judicial probatorio. Fandiño le preguntó: -pero doctor, ¿como hacemos efectiva esa orden? -Eso replicó Amézquita, es lo que voy a hablar con el capitán Bedoya.

El puesto militar estaba situado al final del pueblo, en el extremo opuesto al de la escuela. Otra casa grande de teja española y paredes gruesas de adobe banqueadas, bastante parecida a las demás casas importantes de Provincia. A los lados del portón de madera había dos jóvenes soldados armados, prestando guardia. El doctor Amézquita le mostró a uno de ellos sus credenciales, diciéndole que deseaba hablar con el capitán Bedoya. El guardia entonces gritó: -¡estafetaaaa. Venga a portería! A los pocos minutos llegó otro joven soldado, escuchó nuevamente la solicitud hecha por el doctor Amézquita y sin más se regreso. Volvió un poco más tarde y le dijo tajante al doctor:- sígame.

Cruzaron un zaguán de piso de madera, hasta llegar al cuarto donde estaba el capitán Bedoya. El soldado golpeó la puerta a pesar de estar abierta. Desde adentro se oyó al capitán decir: –¡adelante! Amézquita entró, saludó al capitán que estaba detrás de un escritorio de madera; le presentó nuevamente las credenciales y esperó de pie, hasta cuando este lo mandó sentar.

El capitán era un hombre relativamente joven, musculoso, de cabello corto, la piel de su cara recién rasurada era un tanto brillante, con cierto porte aristocrático para un hombre de guerra y con una mirada gris penetrante, aumentada por sus anteojos de carey, miró a Amézquita fijamente y con una voz fuerte le dijo:-¿en qué puedo servirle doctor? Amézquita, con una inspiración profunda se dispuso a relatar lo ocurrido. Cuando concluyó, el capitán que había estado atento, se movió en la silla y replicó:- vea doctor, todo eso y mucho más lo sabemos en el ejército. El radio teléfono, con una buena inteligencia de terreno, es un gran invento ¿sabe’?

Alias Sietecolores, continuó el Capitán, el autor de la masacre, fue traído por Matilde Castañeda, la hija de don Arístides, con armas y con su grupo en un camión desde el otro lado de la cordillera. Montaron carpas en una mata de monte que hay en esa gran finca llamada «el cacho», que queda en el llanito pasando el rio, como a una hora de aquí. Averiguaron todo muy bien, y aprovecharon que los miembros de la junta de acción comunal de esa vereda, junto con sus familias, se reunieran en la gallera de la calle de la Cantarrana, para una celebración o bazar y les cayeron de sorpresa con los resultados conocidos.

Sietecolores con sus hombres se regresaron en el mismo camión que los esperaba a la salida del pueblo y desaparecieron por la carretera de la cordillera, parece que hacia las selvas de la rivera del río Magdalena; en donde es prácticamente imposible encontrarlos. Todo esto lo sabe el ministro de justicia, porque él asiste con los demás ministros a las reuniones del gabinete presidencial e, y allí el ministro de defensa, mi general Jaime Novoa, lo informó detalladamente. Así que doctor; el cuento del baúl que le mandaron a buscar, no es sino una parte de todo este enredo y le digo más: encarcelar a ese medico no resolverá nada. Probablemente complique más las cosas.

Amézquita con la mirada perdida quedó silencioso unos instantes: pasaron por su mente, aceleradamente pero en orden, los recuerdos de lo que habían dicho, su amigo el ministro de justicia, lo discutido con el juez y con su secretario; lo que le habían dicho en el ministerio del todo bajo control, y trató de concatenarlo con los interrogatorios practicados por él en Provincia. Había algo que no encajaba y pensó que su amigo el ministro no lo había enviado a algo tan simple de resolver. Rápidamente le preguntó – ¿Capitán, me pude guardar un puesto en el próximo convoy militar que sale hacia Bogotá? -El miércoles a las cinco de la mañana, lo espero aquí, fue la respuesta del capitán.

Ese miércoles a la hora acordada y en el puesto de atrás de un yip militar, Amézquita desandaba pensativo y abrumado, en un interminable viaje, el camino corcovado de regreso a Bogotá. Sin comentarles la conversación con el capitán Bedoya, les había dicho al juez Cañón y a su secretario, que no había pruebas suficientes para detener al medico Medina, fuera del indicio proporcionado por la esposa. Eran dos testimonios enfrentados en la palabra, ambos sin sustento real. Les recomendó mejor seguir recopilando toda la información posible sobre el caso, prudentemente y sin comprometer al juzgado, hasta su pronto regreso.

El viento frio de Bogotá le recordó sus madrugadas para llegar a la universidad, donde había conocido al ministro Vicente Laverde Aponte, hombre de muy elevada posición social, pero también muy igualitario y desprendido con sus amigos. Desde entonces una amistad duradera los había estrechado. Lo primero que hizo al llegar, fue telefonear al ministro Laverde. Le informó brevemente sobre el caso y le pidió una cita urgente para ampliarle los detalles. Laverde con el acento bogotano característico, le respondió: – Ala, te espero mañana noche en mi casa, tipo ocho, para que charlemos.

El único cambio que notó en la gran ciudad, fue el de una luminosidad muy ruidosa. Tomó un taxi y llegó a la casa del ministro, situada varias cuadras arriba de la avenida Chile. Laverde lo esperaba y, presuroso después del saludo le dijo que debían ir un poco más al norte, al barrio la Castellana, donde un amigo norteamericano que los estaba esperando para cenar. -Te vas a sorprender, le dijo. Por el camino hablaron generalidades sobre Provincia, las distancias, el silencio, el miedo y la oscuridad nocturna. Kenneth Power, los recibió en pantuflas en la puerta de su casa. Llevaba un albornoz o bata, como de seda china muy dibujada y tenía un vaso de wisky en la mano. Sonrió ampliamente y con los labios echados hacia un lado y un poco de acento, los saludó en perfecto castellano. Amézquita lo reconoció inmediatamente. Habían sido compañeros de especialización en criminología en la universidad de Michigan. -Qué gustazo verte Kenneth. Cuanto tiempo ¿no? -Oh Saúl, definitivamente este mundo es un pañuelo, respondió; pero sigan que tenemos mucho de qué conversar.

La opulencia de la mansión de Kenneth, contrastó inmediatamente a Amézquita con su inmediata experiencia en Provincia. Recibió un vaso con wiski al hielo y pronto, el ministro Laverde hacía una breve introducción al caso, explicando que ahora míster Power era el abogado representante para Colombia de la Texas Petroleum Company. Sintiéndose autorizado, inmediatamente Kenneth bastante animado y locuaz, talvez por efecto del wiski, tomó la palabra. – Miren queridos caballeros, lo que les voy a decir debe quedar aquí. Si sale, esta reunión no ha existido ¿Me comprenden?

Hace más de diez años, nuestra compañía a través de su filial de investigaciones geológicas, descubrió en la vereda del Cacho, allá en Provincia, una gran bolsa o yacimiento de petróleo ¡si señores! de petróleo, de la mejor calidad. Y nos tocó esperar todos estos años, para poder llegar a firmar el contrato de exploración con el actual gobierno. Pero, para más suerte de los habitantes de Provincia, como la suerte de las mujeres bonitas, jajá, rio solo, nuestros geólogos descubrieron en la cordillera que bordea ese pueblo, una veta de esmeraldas ¡si señores! como lo oyen, de esmeraldas. ¿No es esa una verdadera suerte caballeros?

Nuestros exploradores y antropólogos que enviamos a la zona para que investigaran el impacto socio-ambiental, así se dice ¿no?, encontraron unos campesinos muy arraigados y aferrados a su tierra; resistentes a vender sus tierras. Buscamos ayuda y tuvimos muchas dificultades hasta que finalmente a través de un senador amigo, los abogados colombianos de la empresa contactaron a la señora Matilde Castañeda, la dueña de una gran hacienda de esa zona ¿saben? Ella se mostró muy de acuerdo con llevarles el progreso de la vida moderna a sus paisanos. No habló conmigo, ustedes comprenden ¿no? Pero sí con nuestros abogados y les aseguró que, ella conocía muy bien su gente y se daría las «mañas», todavía no sé que significa esa palabra ¡mañas! Bueno, que se daría las mañas para convencer a sus vecinos de la necesidad de vender sus pequeñas huertas, y así pudiera llegar el progreso a Provincia.

Automáticamente como por un reflejo, Amézquita miró a su amigo ministro; tenía los parpados abotagados o como inflamados y, no se atrevió a responderle la mirada. Como si hubiera recibido un golpe en la cabeza, apuró el resto del vaso de wiski. Kenneth percibiendo el desconcierto, llamó a la sirvienta para que sirviera la cena. Había preparado una comida típica bogotana ajiaco de papa criolla con alcaparras y crema; de postre tenía unas natas en almíbar. Kenneth habló durante todo el tiempo recordando experiencias compartidas en la universidad de Michigan, mientras por la mente de Amézquita pasaban los muertos de la Cantarrana, el miedo oscuro y el silencio; el baúl de Provincia, el doctor Cañón con su secretario Fandiño y, como una espina clavada en la carne, la mirada cargada de Omaira junto con los pliegues de su vestido. Entonces le mostró a Kenneth el vaso vacío para que se lo llenara hasta el borde de Wiski. ¿Qué otra cosa podía hacer?