La memoria, la reconciliación y el retorno que se tejen en este municipio del Oriente son un proceso que, para muchas víctimas, se anhela culminar con el encuentro de sus desaparecidos. Intentó regresar a su finca pero no encontró el camino. La maleza, el miedo y la muerte le seguían en su intento por […]
La memoria, la reconciliación y el retorno que se tejen en este municipio del Oriente son un proceso que, para muchas víctimas, se anhela culminar con el encuentro de sus desaparecidos.
Intentó regresar a su finca pero no encontró el camino. La maleza, el miedo y la muerte le seguían en su intento por retornar. Durante seis meses ‘le dio vuelta’ al lugar abandonado hace 10 años y abrió de a pocos la trocha, trabajó durante el día y regresó a dormir a San Carlos o a Medellín.
Nadie en casa lo apoyó: primos, yernos y familiares muertos, dos desplazamientos que trajeron pobreza y humillación. Años de zozobra y de guerra. Lo de menos era la finca, sus cafetales, bestias y alegrías perdidas. Regresar era despertar los recuerdos y lidiar con ellos todas las noches.
Luis Eduardo García, 67 años, manos nudosas, machete y linterna al cinto, decidió retornar a su finca en San Carlos, oriente de Antioquia, pese a las advertencias de sus ocho hijos y de su propia esposa, quien no lo quiso acompañar a levantar lo que otros usurparon y entregaron al olvido.
Lo primero que encontró en la casa, cubierta por las ramas, fue su sombrero que estaba esperándolo para comenzar el jornal. Poco le quedaba de aguadeño porque curtido, empolvado y doblado en sus puntas se convirtió en un bicorne -como el de Napoleón- pero al estilo campesino.
Durante varios meses no tuvo ninguna compañía en la finca. «Ni siquiera un perro con quien conversar ni un radiecito porque no tenía energía». Pasaba semanas sin hablar con nadie y, en las noches, enfrentaba sus miedos cuando apagaba las velas y no había ningún guardián que latiera y avisara -como en otras épocas- que algo o alguien se acercaba.
Su primera compañía fueron las gallinas que, según él, le alegaban con su cacareo todos los días. Luego regresó la luz. La yuca, el plátano, los árboles frutales, el maíz y el fríjol también volvieron, de a pocos, gracias a su trabajo. «Cuando haya harta comidita yo me voy para allá», le dijo su esposa. ‘Don Luis’, como le dicen en el pueblo en memoria de un pasado que nunca volverá, ya completó un año de haber retornado a su finca.
Cicatrices de una violencia que no se olvida
– ¿Don Luis, y cómo van las guaguas?
– Eso por hay de vez en cuando se ven y siempre hay varias grandes como pa’ la cacería en estos días. ¿Y usted al final dónde está, vecina?
– Yo me quedé en Medellín, yo por aquí no vuelvo. Oiga, ¿y sí es cierto que por aquí andan desapareciendo gente? Es que a mí me han dicho muchos que San Carlos es una bomba de tiempo.
– Por aquí la gente se desaparece cuando se pone a jugar ‘escondidijo’. Respondió Luis con una sonrisa burlona que dejó ver sus calzas de amalgama.
Hoy un sábado en el parque de San Carlos hace olvidar la guerra allí librada: vendedores de rifas con sus megáfonos, casas con las puertas abiertas, trabajadores de la panela organizándola para distribuirla. Sin embargo, basta con rodear la iglesia principal y caminar media cuadra para encontrar que ni siquiera en lo más superficial, las fachadas del pueblo, se ha borrado la huella de la violencia.
Aún permanecen en algunas de ellas letreros tímidamente borrados de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y de las ACCU (Autodefensas de Córdoba y Urabá), dos de los siete grupos ilegales que, según el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), actuaron los últimos 30 años en este municipio.
Escuchar a las personas del pueblo es darse cuenta de que nadie estuvo a salvo mientras la violencia arrasó con todo. En el reciente informe de la CNRR sobre San Carlos no lograron determinar el número preciso de asesinados en las últimas tres décadas, aunque identificaron al menos 33 masacres, 156 desapariciones forzadas y 78 víctimas de minas antipersonal. Otro de los datos rescatados en el informe habla de 219 personas que murieron en masacres entre 1998 y 2005.
«Este mango y esta ceiba del parque han sido testigos de tanto dolor, de tantas muertes, de las ocasiones en las que sonaron las campanas porque estaban enterrando a la gente. Hoy es un momento sublime de la memoria, para vivir con tranquilidad el presente y ayudar a construir el futuro», dijo la concejala Pastora Mira, una de las líderes del proceso de retorno y reconciliación en San Carlos.
Bajar al pueblo para vender y para huir
«Había días que uno bajaba al pueblo y se encontraba dos, ocho y hasta diez muertos. Hubo un día que se juntaron más de 15», dijo Luis, quien llegó tarde el pasado sábado 26 de noviembre a la ceremonia de inauguración del Jardín de la Memoria, monumento en el parque de San Carlos que recordará a quienes murieron, desaparecieron, sufrieron algún tipo de violación a su honra y a aquellos que resistieron la violencia sin renunciar a su tierra.
Llegó embarrado, sin desayunar y tras hora y media de camino a pie. Era uno de las cientos de víctimas que se congregaron en el parque a recordar lo sucedido y a terminar simbólicamente el proceso entre las actuales alcaldías de San Carlos y Medellín, en el que ambas municipalidades impulsaron el retorno y sostenimiento de las personas, cerca de nueve mil que volvieron en los últimos años.
La ciudad que a Luis le dio la espalda durante su primer desplazamiento en los noventas, contribuyó a su regreso a la finca. «Salimos de por aquí por miedo a los que estaban llegando a la zona. Llegamos a Altos de Oriente, cerquita de Santa Elena, y construí una casa a la que le hice huerta de papas, maíz y fríjol. Los que me vendieron resultaron ser de la guerrilla. Un día llegó gente de la Alcaldía y nos sacó de allá, perdí como ocho millones de pesos».
Después de la estafa, el regreso a la finca en San Carlos y el segundo desplazamiento, sus hijos consiguieron trabajo en Medellín. Luis no logró adecuarse a la ciudad y siempre mantuvo el anhelo de regresar. «Quisiera volver a tener la finca como la tenía, pero las fuerzas no me dan». Ninguno de los hijos regresará a trabajar con él, aunque desde la distancia son quienes los sostienen. «Ayer una hija me llamó y me ‘vació’: que no tenía nada que estar haciendo por aquí, que me fuera para Medellín que allá entre todos veíamos cómo vivir».
Su esposa se va por temporadas para la capital. Él cada ocho días baja al pueblo a conseguir la comida que le falte o a llevar el plátano o la verdura que logra cosechar. La Alianza Medellín-San Carlos hizo unas mejoras a lo que quedaba de la finca pero resultaron incompletas: «Como la casa está tan lejos y es tan difícil el acceso de los materiales, no alcanzó el presupuesto. La mejora era de dos alcobas pero eso nada más quedó revocado por dentro y en obra negra, el agua se mete por las tejas de eternit. Yo voy a insistir a ver si me terminan el trabajo».
De la finca de Luis no volverán a salir las 15 cargas de panela como sucedía en otros tiempos. Los 20 mil palos de café los mató la roya, del potrero no queda sino la herrumbre y tampoco hay marranos ni piscos como en el pasado. La casa que admiraban en la vereda Cañaveral es hoy un recuerdo a diario cultivado por él.
La memoria y los recuerdos son construidos por todos los sancarlitanos. Muchos de ellos escribieron o dibujaron su historia; otros decidieron regresar, rehacer su vida y perdonar sin olvido. Sin embargo, aún faltan personas por retornar. Como dice Pastora Mira, «las campanas, que tantas veces han sonado, están esperando el sepelio de los desaparecidos», aquellos que aún no descansan y esperan ser encontrados bajo las minas, que aún faltan por explotar.
«Que los baños sean públicos»: Luis Eduardo García
«Yo quiero hacer una denuncia aprovechando que usted es de la prensa. Un día yo venía para San Carlos de Medellín y tenía el pasaje justo pero estaba que me reventaba de ganas de ir al baño. Fui, pero valía 700 pesos entrar. Me fui para atrás de la terminal, para los baños de los conductores, pero un celador no me quiso dejar entrar. Yo le dije que si no me dejaba me tenía que orinar detrás de alguna llanta. Él respondió que si lo hacía llamaba a un policía para que me metiera a la cárcel. Yo lo hice y no me hizo nada. Sé que hay una ley que dice que en lugares públicos debe haber baños públicos entonces quiero criticar eso y pedir que cumplan la ley».