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En tiempo de pobreza y fraternidad

Fuentes: Rebelión [Imagen: Hoguera de San Juan, Barcelona, 1939. Créditos: SLA]

Este texto forma parte del dossier ‘Derecho a la vivienda‘ de la revista Jueces para la Democracia. Información y Debate (n. 104, julio 2022, pp. 87-88) editado por Juezas y Jueces para la Democracia.


Mercedes servía. Lo venía haciendo casi desde niña. En el pueblo, en Caspe, en Huesca, en Barcelona. Apenas había podido ir a la escuela. Francisco tampoco. Trabajaba en la construcción, luego en los talleres de RENFE. Pero seguía teniendo alma de jornalero, de cuidador de tierra y animales. Lo que siempre quiso hacer. Se murió con ese deseo, con esa alma desgarrada.

Se conocían de Peralta, un pueblo de secano pegado a Los Monegros, pero se juntaron en Barcelona. Mercedes era viuda. Se había casado muy joven (y muy enamorada) con un músico del pueblo que murió de tuberculosis poco después de la guerra. Tuvieron una niña, Marta, mi hermana. Veintidós años tenía Mercedes cuando dio a luz por primera vez.

Tuvieron que emigrar, los dos. No había trabajo. La guerra había dejado su alargada sombra de dolor, destrucción y muertos. Volvían a mandar los que habían mandado. La sequía que azotó el pueblo durante años acabo de rematarles.

Vivieron realquilados hasta que, con ahorros de años de durísimo trabajo, fueron comprando un pequeño piso (45 metros cuadrados) en un casi barrio, una zona industrial (con fábricas contaminantes, una de azufre) en la que faltaba de todo: asfalto en las calles, centros de salud, parques, limpieza, escuelas públicas (solo academias de piso, carísimas para sus bolsillos). Componían el paisaje muchas casas bajas hechas como se podía y con pésimas condiciones de habitabilidad. En una de ellas vivía uno de mis amigos de adolescencia, Ricardo. Trabajó desde los 14 años en una fábrica de pinturas industriales. Su salud se resintió.

En ese piso del que hablaba (tres habitaciones muy pequeñas, una cocina más pequeña aún, un aseo diminuto, un lavadero sin ducha) nací yo. Mercedes tenía 33 años cuando me tuvo. No fue un parto fácil. Ella sola frente al mundo, algunas vecinas y una comadrona. Eramos cinco en total en casa. Mis padres, mi hermana, yo y un sobrino de mi padre, Paco. Buscaba trabajo y no le fue fácil independizarse. Durante años dormí en la habitación de mis padres.

En la escalera, seis pisos en total, nosotros vivíamos en el principal 3ª, vivían familias trabajadoras, algunas con personas muy mayores. De aquí y de allá. Más de la mitad recién llegadas a Cataluña, huyendo de la miseria y con algunas tragedias políticas en la mochila. Nos llevábamos bien, con alguna discusión vecinal sin importancia. En la verbena de Sant Joan y en otros días festivos nos juntábamos en la calle, se bajaban las sillas de la casa de cada cual y compartíamos conversación, cena y petardos. Para nosotros, los niños, días inolvidables.

Mercedes se levantaba muy pronto, antes de las 4. Limpiaba una fábrica de electrodomésticos (capital italiano) que estaba cerca de casa, de 4:30 a 8 de la mañana. Luego, de 8 a 14, trabajada en la cadena fabril, colocando puertas a los frigoríficos. La jornada continuaba para ella: arreglando nuestra vivienda y cuidando de mí. Fui un niño débil, enfermizo.

Francisco trabaja en los talleres de Sant Andreu (a una hora de camino: metro y largo paseo) de 6 a 14. Por las tardes, iba arreglando las cosas de casa (¡era un manitas autodidacta!) y, durante años, tuvo que trabajar por las tardes en un taller de reparación de coches. Con lo que entraba en casa, solo teníamos para cenar, así fue durante años, sopas de pan y bacalao, entonces muy barato.

El barraquismo no estaba muy lejos de casa. En La Perona, en el cementerio viejo de Poble Nou, en el Camp de la Bota. Higinio Polo ha calculado que en 1957 (yo tenía entonces tres años) se contabilizaron en Barcelona casi trece mil barracas. En ellas malvivían “más de cien mil personas, soportando la pobreza y sacudiendo su soledad de maltratados con la dignidad y la ayuda mutua en aquellos años de infamia” (Cerca de las barracas de la playa, las del Camp de la Bota, habían asesinado al abuelo cenetista de mi madre. Mayo de 1939, por “rebelión militar”. Como tantos otros, unos 2 mil se calcula. No se habló nunca en casa de ello. ¿Por miedo, por resignación, por desconocimiento?).

¿Qué representaba para ellos nuestro piso? Un refugio, un lugar para protegerse de un mundo que era “grande y terrible” para ellos. Para mí, un espacio donde conseguí habitación propia a partir de los 11 años. Allí leí, poco después, a Neruda, a Hernández, a Nazim Hikmet.

Mi madre falleció en el verano de 1991, mi padre medio año después. Durante meses fui todas las semanas a cuidar su casa, nuestra casa. Regalé los muebles a unos amigos que estaban necesitados de todo. Pero, finalmente, por cansancio y por la tristeza que sentía al visitarla, la vendí, la mal vendí.

Fue un error, un error que siempre me he reprochado. Debería haberla conservado. Como un santuario. En honor de mis padres, de nuestros vecinos, de todas las gentes de aquel barrio que fue deteriorándose aún más con el tiempo. Nos quedamos muy pocos vecinos, los demás se fueron a La Verneda. Cerraron tiendas, bares, servicios básicos, el quiosco.

Fue, ciertamente, un tiempo de silencio, de mucha pobreza, de persecución, pero también de resistencia, de esperanza y de mucha solidaridad y fraternidad. De apoyo mutuo, solían decir mis tíos anarquistas cuando venían a visitarnos desde su piso cercano a las barracas de La Perona.

La Perona en los años ochenta. Créditos: Esteve Lucerón (UPIFC), 2010

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.