«El Gobierno dice que los campesinos iniciaron la violencia. Los campesinos dicen que fue el gobierno. En Francia intelectuales de todas las corrientes, después de haber investigado, dicen que los campesinos tienen la razón (…) Sabemos que la similitud del desembarco de los ‘marines’ en Santo Domingo con los desembarcos del ejército colombiano, dirigidos por […]
«El Gobierno dice que los campesinos iniciaron la violencia. Los campesinos dicen que fue el gobierno. En Francia intelectuales de todas las corrientes, después de haber investigado, dicen que los campesinos tienen la razón (…) Sabemos que la similitud del desembarco de los ‘marines’ en Santo Domingo con los desembarcos del ejército colombiano, dirigidos por la misión militar norteamericana en las ‘repúblicas independientes’. Estos desembarcos continuarán. Ayer, en Río Chiquito, mañana Sumapaz, pasado mañana el Ariari y los Llanos. El ejército empieza con la acción cívico militar y acaba con los bombardeos, empieza sacando muelas y acaba metiendo bala. Los campesinos ya saben que los militares llevan una mano adelante con el pan y otra atrás con el puñal. La ‘república dependiente’ de Colombia seguirá obedeciendo a los norteamericanos para que destruya a sangre y fuego las otras repúblicas de colombianos independientes. Así lo ha decretado la Cámara norteamericana. Nuestros campesinos, ya saben a que atenerse. Ya saben para qué se tienen que preparar. Ellos no se lanzan a una aventura pero no rehuyen la lucha.» (Camilo Torres, Frente Unido, 7 de Octubre de 1965. Re-publicado en «Cristianismo y Revolución» Ed. Era, 1972, 2ª ed., pp. 541-544)
Desde el día 12 hasta el 15 de Agosto se juntaron en Barrancabermeja (Santander) entre 20.000 y 30.000 delegados y representantes de una infinidad de movimientos populares, campesinos, indígenas y afrocolombianos, a discutir la apuesta de los sectores populares ante la agudización del conflicto social y armado. Este encuentro, convocado por iniciativa de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC), reviste la mayor importancia y marca un importante punto de inflexión política en el país por varias razones.
Primero que nada, porque el tema de la solución política al conflicto social y armado vuelve a instalarse en la agenda política del país. Si bien podrá decirse que tal cosa no ha ocurrido aún de manera hegemónica ante la «opinión pública», sí se ha instalado de manera decidida en el movimiento popular, y de manera creciente en otros sectores sociales, que se han dado cita para discutir soluciones de fondo y de carácter estructural que se encuentran en la base del conflicto. La vía militar como solución única se ha ido agotando, por una parte, ante la reactivación de la conflictividad social en varias franjas del pueblo, y por otra parte, por una creciente capacidad de respuesta militar de la insurgencia a la enorme presión militar impuesta desde la implementación del Plan Colombia, demostrando una vez más la capacidad de la insurgencia de readecuar tácticas y dar golpes al establecimiento. En definitiva, es cada vez más evidente, desde fines del período de gobierno de Uribe, el límite de una respuesta puramente militar a un conflicto que, ante todo, tienes hondas raíces sociales. Lo cual no significa que la oligarquía renuncie a la victoria militar directa (tipo Sri Lanka) o indirecta (desmovilización tipo M-19 o Guatemala); de hecho, mientras Santos habla de su disposición al diálogo, pone condiciones imposibles a la vez que profundiza la guerra, los bombardeos indiscriminados sobre comunidades enteras, como recientemente ocurrió en la vereda de Chaparral, Tolima, y pone precio sobre la cabeza de los comandantes insurgentes en la mejor tradición del Lejano Oeste. El evidente agotamiento de una solución militar solamente significa, desde el punto de la oligarquía, que ésta buscará abrir, en paralelo, ciertos procesos políticos que buscarán más bien la cooptación de sectores populares para así imposibilitar la consolidación de un bloque popular que incorpore a todos los sectores sociales subalternos y oprimidos que pueda, en un determinado momento, materializarse en un eventual proceso de negociación política y en la movilización para presionar este escenario.
Segundo, porque se reafirma el carácter fundamentalmente agrario del conflicto social y armado. Por más que la oligarquía trate de tender cortinas de humo que desvirtúen la naturaleza del conflicto asociándolo a delincuencia común o formas de neo-bandolerismo, o «narcotizándolo» en el tratamiento mediático, los movimientos populares reafirman el íntimo vínculo existente entre el problema de la «tierra» y del «territorio» (este último concepto usado fundamentalmente para expresar la dimensión de soberanía y autodeterminación que incorporan los actores afrocolombianos e indígenas) con el conflicto, así como la lucha de amplios sectores populares con un determinado modelo económico-social de «desarrollo» expresado hoy en día en el Plan de Desarrollo Nacional y de Desarrollo Rural. Esto vuelve el debate sobre la solución del conflicto al punto clave en el cual la oligarquía se ha mostrado completamente inflexible en seis décadas: la reforma agraria. Pese a que es indudable que el conflicto se ha vuelto crecientemente complejo, no creemos que una solución política pueda ignorar este tema ni postergarlo para un incierto futuro. La solución al problema del latifundio y de un modelo de explotación ligado al gran capital agroexportador y agroindustrial, así como a la explotación intensiva de los recursos naturales, mineros y energéticos (con los problemas derivados de la expropiación violenta del campesinado por medio del terror, la violencia y el desplazamiento forzoso), así como las propuestas para una reforma agraria que han venido siendo elaboradas por organizaciones campesinas y comunidades indígenas y afrodescendientes, constituyen la solución a la raíz del conflicto. Soluciones como las que se han buscado en procesos de desmovilización (que no de negociación) previos, que tocan solamente aspectos superestructurales, como meros cambios jurídico-constitucionales o cuotas de participación en el Estado oligárquico-paramilitar, solamente pueden allanar el camino para nuevos ciclos de violencia ya que son por definición acuerdos excluyentes.
Tercero, en este sentido, es importante leer el rechazo de los asistentes al encuentro a las actuales políticas gubernamentales en lo relativo a la ley de víctimas y ‘restitución de tierras’, porque mientras en el discurso se plantean como respuesta histórica a las demandas del campesinado, no son más que una manera de ignorarlas, en una tradición propia del «despotismo ilustrado», para así legalizar el despojo, garantizar el blanqueamiento de cara del actual modelo económico que seguirá intacto, y bloquear institucionalmente cualquier debate serio sobre la reforma agraria. Este pronunciamiento es aún más importante, porque ante toda la presión que ha puesto el actual gobierno para cooptar a sectores del movimiento popular (tarea en la cual han tenido indudable éxito con ciertos movimientos indígenas y sindicales, o al menos con sus elementos superestructurales, que hoy representan el triste rol de correa de transmisión de la «buena voluntad» del gobierno), vemos que se perfila con claridad un sector del movimiento popular que reclama su derecho a la autonomía, a desarrollar sus propios procesos de elaboración política de forma independiente (en un sentido tanto político como de clase), de ser actor en derecho propio y no subordinado al Estado sofocante que ha pretendido criminalizar y aniquilar a todo movimiento social que se posicione frente o en contra a él. Aún cuando muchos dirigentes opten por la cooptación y el colaboracionismo de clase con la oligarquía paramilitar, las bases no necesariamente los siguen en ese camino. Y eso, tomando en cuenta todos los horrores de la guerra sucia, significa mucho.
Cuarto, porque el movimiento popular reunido en Barrancabermeja ha tenido la claridad de plantear el problema de la paz y la solución al conflicto en términos inequívocos al Estado, que, mientras se deshace exigiendo condiciones imposibles a la insurgencia, no ha sido capaz de hacer un sólo gesto de buena voluntad hacia una solución política, demostrando que apuesta indudablemente a una solución militar y a una paz de «vencedores y vencidos», pese a la retórica un tanto menos beligerante, si se le compara al gobierno anterior, de Uribe Vélez. Las formulitas cursis y complicadas de Santos de que «las llaves de la paz no están tiradas, pero la puerta está cerrada y solamente yo puedo abrirla» deben ser rechazadas de manera inequívoca. La presión fundamental por una salida política debe ser exigida al Estado, pues el Estado es el que inició la guerra sucia contra el conjunto del pueblo, y es quien la mantiene, mediante el modelo de «desarrollo» por despojo violento, mediante los tentáculos paramilitares que sofocan cualquier manifestación de oposición y mediante la guerra como modo normal de funcionamiento de la economía. Exigir temas como el cese «bilateral» al fuego es de la mayor trascendencia, pues abandona ese odioso unilateralismo en el que había caído el discurso «humanitario» en Colombia, incluidas las epístolas de Colombianas y Colombianos por la Paz que recientemente solamente ponían exigencias a la insurgencia, obviando que hay dos partes en este conflicto.
Quinto, porque el manifiesto del encuentro demuestra la comprensión de que la solución política, debido a la naturaleza fundamentalmente social, más que armada, del conflicto colombiano, no pasa solamente por el diálogo entre las partes involucradas en la contienda militar. Sin una participación decidida del conjunto del pueblo, con su multiplicidad de resistencias y expresiones orgánicas, no se podrá superar de raíz el conflicto. Quienes quieren reducir el conflicto a la negociación entre los llamados «actores armados», desconocen la naturaleza del conflicto y por lo mismo, carecen de visión para resolverlo. Sin embargo, creemos necesario insistir en que la línea divisoria no es entre «armados», por un lado, y «civiles», por otro. Esta dicotomía, en realidad, es engañosa y ha sido un legado muy pesado de la oenegización de los movimientos populares colombianos y la incorporación de discursos «civilistas» que pretenden imponer conceptos de neutralidad o «fuego cruzado» que obscurecen la real naturaleza social del conflicto y la extracción de quienes participan directa o indirectamente en él. Es necesario reconocer que existen intereses muy claros de clase en el conflicto, y que con todas las contradicciones internas que se puedan presentar en el bloque popular, sea por cuestiones políticas o tácticas, éste representa un grupo claramente definido frente al bloque en el poder. En el bloque popular existen tradiciones de resistencia y lucha popular diversas, que van desde la insurgencia hasta las formas de resistencia no violentas. Es importante no permitir que las diferencias tácticas se impongan como un muro frente a la identificación del interés común y la construcción de un proyecto político alternativo colectivo, que represente de la mejor manera posible, en sus términos generales, los intereses históricos del bloque popular y subalterno. Esto no significa, insistimos, desconocer las diferencias internas o aún las querellas intestinas que ciertamente existen y que son legítimas, sino que comprender que, ante un bloque en el poder que tiene sus intereses claramente definidos más allá de diferencias formales o tácticas, la división en el seno del pueblo irá en detrimento de todos los sectores populares.
Sin lugar a dudas, el encuentro representó un importante paso adelante para el movimiento popular, sobretodo a la luz de los indudables intentos de cooptación del gobierno así como de los intentos por desvirtuar su carácter por parte de ciertos sectores políticos y de los medios, mediante una serie de declaraciones audaces hechas con anterioridad al encuentro.
Sin embargo, sabemos que la ruta hacia la resolución política del conflicto es ardua, pues la oligarquía carece de voluntad política y de generosidad para aceptar las soluciones de raíz que permitan superarlo. Ahí surgen una serie de interrogantes para ir explorando el camino hacia el diálogo político sobre la relación entre las formas de resistencia, cómo construir este proyecto alternativo colectivo, qué tan radicales y profundos serán los cambios en la estructura política en el entendido que Colombia no cambiará de un plumazo, etc. Pero este encuentro ha sido, indudablemente, un paso hacia la materialización de ese espacio amplio de convergencia en la lucha, en la resistencia y en la construcción de una sociedad más humana que se precisa para que el futuro sonría a las nuevas generaciones de colombianos y colombianas.
Dejamos como anexo, el Manifiesto del encuentro así como el marco para una ley agraria alternativa de las organizaciones campesinas. Esperamos que ambos sirvan de insumo al debate que en estos momentos dan los sectores populares, al calor de las luchas, de la rearticulación del movimiento popular y de la maduración de iniciativas políticas con perspectivas de transformación social.
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