Federico Engels fue el gran colaborador de Marx, desde obras tempranas anteriores a «El Manifiesto», como «La Sagrada Familia» y «La ideología alemana» hasta «El Capital», que terminó de editar y publicar a la muerte de su “socio”.
No siempre se le da la importancia debida, y suele quedar algo relegado. A la sombra del genio indiscutible de su amigo, es frecuente que no se aprecie en la medida justa su gran talento. Engels tiene algo de mala prensa, a menudo se lo relaciona con las expresiones más economicistas y deterministas del marxismo clásico. Recuerdo, para hacer una referencia argentina, a Rodolfo Mondolfo, que caratulaba a Marx como “humanista realista” y le atribuía sólo a Engels el “materialismo dialéctico”, según él una ideología mecanicista y antihumanista. Otros también separaron a Marx de Engels para endilgarle a este último todos los planteos con real o supuesta herencia positivista y mecanicista.
Queremos rescatar aquí algunos pasajes del Antidühring, obra de Engels publicada en 1878, todavía en vida de Marx, y que éste revisó e incluso al parecer escribió una sección. Nos centraremos en el tratamiento que hace de los socialistas llamados “utópicos”, el Conde de Saint Simon, Charles Fourier y Robert Owen, comentarios que están concentrados en la tercera parte del libro, titulada “Socialismo”.
F.E. dedica a los socialistas utópicos la primera sección de la parte dedicada al socialismo, a la que titula “esbozo histórico” antes de otra titulada “esbozo teórico”. De esa forma queda implícita la apreciación de que no podía comprenderse el pensamiento socialista sin fijar primero la atención sobre su génesis, remontándose al menos hasta los precursores cercanos. No pone el acento sólo en la ruptura que introducen los fundadores del marxismo, sino que señala la continuidad, la existencia de una tradición que precede al genio de Tréveris.
Para evaluar la obra de los socialistas premarxistas, Engels parte de apreciaciones críticas sobre el pensamiento desarrollado por la intelectualidad burguesa, a través de la comprobación de los resultados de la Ilustración, el pensamiento más caracterizado de la clase que había llegado al poder con sus grandes revoluciones: “Los filósofos franceses del siglo XVIII, los que abrieron el camino a la revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente”. (Este y los demás pasajes entrecomillados están tomados de Anti-dühring, en la edición castellana de Editorial Cartago, Buenos Aires, 1973.)
Según F.E. cuando la revolución francesa puso en ejecución esa sociedad de supuesta racionalidad, resultó que las nuevas instituciones eran más racionales que las antiguas pero para nada “absolutamente” racionales La burguesía terminó refugiándose “…bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de conquistas.” “…comparadas con las brillantes promesas de los enciclopedistas, las instituciones sociales y políticas instauradas por ‘el triunfo de la razón’ resultaron ser unas tristes y desengañadoras caricaturas”.
A juicio de Engels sólo faltaban los hombres que pusiesen de relieve este desengaño y esos hombres surgieron en los primeros años del siglo XIX, ya que Saint Simon, Fourier y Owen publicaron obras importantes por entonces, a comenzar por el primero, que publicó sus Cartas ginebrinas, en 1802.
El autor va a desenvolver un tratamiento sobre los “utópicos” lleno de respeto y signado por la elevada valoración de su pensamiento y acción: “Ya los utopistas habían sabido comprender cabalmente las consecuencias de la división del trabajo, el deterioro, por una parte, del obrero, y por otra, del trabajo mismo, reducido a la repetición monótona y mecánica del mismo acto durante toda la vida.”
Acerca de Saint Simon-le reconoce “…el concebir la revolución francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos era, para 1802 (año de publicación de Cartas ginebrinas) un descubrimiento verdaderamente genial”. En 1816, el noble francés ya expresa la idea de la abolición del Estado con “…la transformación del gobierno político sobre los hombres en la administración sobre las cosas y la dirección de los procesos de producción”.
F.E. destaca que tanto Fourier como Owen proclaman la abolición del antagonismo entre la ciudad y el campo como la primera condición fundamental para abolir en general el viejo régimen de división del trabajo. Ambos propician la distribución de los habitantes del país en grupos de mil seiscientos a tres mil individuos; cada grupo habitará en un palacio gigantesco, situado en el centro de su distrito y llevará una economía doméstica común “…ambos mantienen la exigencia de que los individuos cambien con la mayor frecuencia posible de ocupación y, consiguientemente, que la educación de la juventud debe encaminarse hacia la mayor universalidad técnica que sea posible. Ambos entienden que el hombre debe desarrollarse universalmente, practicando sus actividades de un modo universal, y que el trabajo debe recobrar el estímulo atractivo que le ha hecho perder la división, principalmente por medio de los cambios.” La alienación producida por el encierro de por vida en un trabajo sin creatividad ni variantes, suscitaba ya la crítica de los socialistas tempranos.
Apunta en Fourier “la crítica ingeniosa de las condiciones sociales existentes (… pone en descubierto la miseria material y moral del mundo burgués y su contraste con las promesas fascinantes del siglo anterior”. Incluso marca su capacidad para la ironía y la sátira sobre las terribles condiciones generadas por el capitalismo. Y también señala su afirmación sobre la centralidad de la emancipación de las mujeres para el socialismo, escribe “todavía es más magistral en él la crítica de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa.”
A Owen lo enaltece sobre todo por sus realizaciones prácticas, primero su fábrica modelo de New Lanarck, en la que colocó a los trabajadores en condiciones más humanas de vida, limitó la jornada de trabajo y puso énfasis en la educación de la joven generación, incorporando los niños a la escuela a partir de los dos años. Señala Engels que Owen no se queda en esa versión “humanizada” de la explotación capitalista, sino que sostiene que las nuevas y gigantescas fuerzas productivas debían ser “la base de una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente para el bienestar colectivo, como propiedad colectiva de todos los miembros de la sociedad.” “Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de los obreros, van asociados al nombre de Owen”, afirma, al tiempo que destaca que fue en parte fruto de los esfuerzos del británico la ley de 1819 que limitó por primera vez el trabajo de mujeres y niños en las fábricas. F.E. valora la iniciativa para la formación de cooperativas de consumo y producción, “como medida de transición hacia una organización social enteramente comunista…” “…un primer paso hacia una transformación más radical de la sociedad”. Incluso destaca su iniciativa de crear “bonos de trabajo” como alternativa al sistema monetario: “…no son más que una forma de transición hacia la completa comunidad y el disfrute libre de los recursos sociales.”
Es de lamentar que Engels no haya incluido en su racconto sobre los precursores a la obra de Flora Tristán. Su trabajo, posterior a la de los tres integrantes del canon “utópico”, ya apuntaba a la asunción de un rol liberador por la propia clase obrera, a diferencia de sus predecesores. También hubiera podido recoger los certeros apuntes que la francesa hizo sobre los trabajadores, trabajadoras y pobres de Inglaterra en Paseos por Londres, anterior a la obra de F.E. sobre la clase obrera en Inglaterra.
A la hora de hacer un balance, F.E. lo formula en términos muy favorables a los tres grandes autores que analiza, y vuelve sobre la idea de que sus falencias no se debieron a yerros propios sino a las limitaciones del tiempo en el que les tocó vivir y reflexionar:
“Los utopistas (…) eran utopistas porque en una época en que la producción capitalista estaba tan poco desarrollada no podían ser otra cosa. Estaban obligados a sacar de su intelecto los elementos de una nueva sociedad, porque en la propia sociedad existente esos elementos no se manifestaban todavía de un modo evidente para todos; para esbozar los trazos fundamentales de su nuevo edificio, se vieron limitados a apelar a la razón, porque no podían apelar a la historia contemporánea.”. El todavía incipiente desarrollo de la gran industria (sobre todo en Francia) hizo que “…a la inmadurez de la producción capitalista y del proletariado como clase, correspondió la inmadurez de sus teorías.”
El enfoque engelsiano acerca de Saint-Simon, Fourier y Owen tiene entre otros méritos el de ubicarlos en la tradición socialista como dignos representantes de una época y darles un lugar merecido como tempranos críticos de la explotación de los trabajadores y de las condiciones deplorables de vida y de trabajo, a la vez que como cuestionadores del pensamiento de raíz ilustrada, que había prometido un mundo racional para desembocar en un universo caótico e injusto en el que la irracionalidad y la injusticia brotaban por todas partes.
El planteo de la revolución social, del papel activo del proletariado como emancipador de toda la humanidad, tendría que esperar a los pensadores socialistas que actuaron sobre el piso de un capitalismo más desarrollado, y pudieron ser sagaces testigos de la revolución de 1848 y de las posteriores intervenciones de la clase obrera en el curso de los acontecimientos.
Un siglo y medio después, seguimos habitando el reino de la necesidad, de la explotación del hombre por el hombre, de la mujer por el varón y la destrucción de la naturaleza por el ansia de ganancias del capital. Los sueños de emancipación de los utopistas, a los que luego Marx y Engels elevaron a un nuevo estadio de rigor y fundamentación, nos siguen interpelando, incluso con fuerza creciente.