Nace la Marcha Patriótica del pueblo Colombiano, una gran victoria sobre la muerte y el horror, un salto cultural de la izquierda latinoamericana. Bogotá es una ciudad hermosa pero desarticulada totalmente por las torpezas interesadas (un gran negociado que terminó con la gobernación del Polo Democrático y un grupo de funcionarios presos por corrupción) de […]
Nace la Marcha Patriótica del pueblo Colombiano, una gran victoria sobre la muerte y el horror, un salto cultural de la izquierda latinoamericana.
Bogotá es una ciudad hermosa pero desarticulada totalmente por las torpezas interesadas (un gran negociado que terminó con la gobernación del Polo Democrático y un grupo de funcionarios presos por corrupción) de quienes debían reparar avenidas y plazas.
Cuesta moverse de un lado para otro y no es fácil cruzarla al medio día.
Y además es una ciudad ocupada militarmente. Así como lo digo: policías armados con fusiles de grueso calibre, armas de asalto y uniformes de esos que uno veía en las Tortugas Ninjas y que también usan las tropas especiales de Santiago de Chile, de Buenos Aires o Asunción, que en eso no hay muchas diferencias. Pero aquí son todos, y están ocupando todos los espacios con la convicción de quien se siente dueño de la democracia, del gobierno, de la situación.
Es que cincuenta años de conflicto social y armado no dejan de modelar casi cada uno de los aspectos de la vida humana de este gran país. De pronto uno comprende que Gabriel García Márquez y Botero no hicieron más que recrear artísticamente una realidad desconcertante, desmesurada, agobiante a veces, loca de la mejor locura -esa que animó al Che o a Ho Chi Minh- otras.
En los últimos años, la derecha colombiana, el stablishment, el bloque de poder tan articulado económica, cultural, política y militarmente con los yankees (acaba de entrar en vigencia el TLC que prepararon por años y que legitima la subordinación colonial del país hacia el Imperio) no dejo de lograr victorias: golpeó una y otra vez los intentos de establecer una negociación política con la insurgencia, frustró varias veces liberaciones unilaterales de las FARC y asesinó a una serie de Comandantes históricos de esa fuerza, Alfonso Cano, Raúl Reyes, el Mono Jojoy, creando una imagen triunfalista que se completó con el cambio de presidente: Santos, el político liberal dueño de grandes medios de comunicación y de un apellido ilustre reemplazando al impresentable Uribe, paramilitar y narcotraficante. Santos hablando de derechos humanos, promoviendo leyes de reparación y de devolución de tierras (hay cinco millones de campesinos desplazados por el conflicto al que le arrebataron las tierras), sumándose al Unasur y mostrándose amigo de los gobiernos progresistas de la región que le regalaron la secretaría del espacio de articulación regional más potente.
Para los observadores «objetivos» de derecha y de izquierda, para los analistas de los servicios de inteligencia y de las Cancillerías no había dudas: las Farc estaban desarticuladas y en proceso de extinción y la sociedad civil colombiana había entrado en un dialogo virtuoso con Santos del que iría conformándose la sociedad post conflicto que daría patente de democrático al gobierno colombiano.
Y de repente, cuando nadie de estos sectores lo esperaba, pero organizado pacientemente por años, nacida de cada gota de sangre derramada y de cada metro de tierra arrebatada, surge un movimiento de confluencia de procesos de resistencia múltiples: del movimiento estudiantil que frenó la reforma educativa y se unió por encima de sectarismos y divisiones históricas; del movimiento campesino que resurge y resiste a pesar de los millones de desplazados y de los miles de desaparecidos y asesinados (al comenzar el congreso de Marcha Patriótica se denunció la desaparición forzada de Hernán Díaz, dirigente campesino del Putumayo, abocado a organizar la delegación), del espacio de la cultura y el arte que se niega a corromper por la moda dominante, de los barrios y territorios y de la izquierda orgánica que estaba en el Polo y otros que hasta ahora se negaban a toda forma de lucha política abierta; y todo estos sectores mostrando un cambio cultural colosal (al que habrá que volver en otras notas) donde el posibilismo, el vanguardismo, la construcción desde los referentes y el espacio estatal, están seriamente dañados y dan lugar a nuevos valores culturales más cercanos a la unidad de las izquierdas, la pluralidad entendida como fortaleza, el antiimperialismo como ideología del cambio y una mirada atenta a la correlación de fuerzas nacional y regional.
Y de pronto, cuando nadie lo esperaba, ochenta mil compañeros invaden Bogotá pacíficamente y caminan por las calles, pasan por medio de los miles de policías militarizados, desoyen las provocaciones que todo el día afirma por la tele y la radio que el Comandante Iván Márquez, del secretariado de las Farc, viene marchando con los campesinos, no se dejan arredrar por las descalificaciones de la presidenta del Polo que los ningunea, no se dejan afectar por las diferencias que tienen entre sí y caminan. Bajan de la montaña y suben por los ríos, cruzan Colombia de norte a sur y de oeste a este, y llegan a la hora señalada al punto exacto: a las dos de la tarde a la Plaza Bolívar, frente a la casa de Gobierno para encontrarse y abrazarse, para levantar los puños y volver a decir que ni un minuto de silencio por los compañeros muertos por el enemigo y toda una vida de lucha para vengarlos y para sentarse a comer el platillo de comida y de pronto saltar de alegría porque está hablando una mujer, una negra, una como ellos que les habla en el mismo idioma de ellos que les dice que ya está, que ya llegaron y que nada va a ser igual en Colombia. Y les creen porque a Piedad Córdoba hay que creerle. Basta mirarle a los ojos para creerle. Basta ver sus ojos flameando de ardor cuando denuncia un asesinato para creerle. Basta verle en medio de la selva, rodeada de militares y gringos, liberando retenidos para creerle. Basta verle hablar con cada militante de igual a igual para creerle.
Ese mismo día, de tardecita, Santos cambió el ministro de Interior. Puede ser que sea casualidad. O puede que no.
Al otro día, la Junta Patriótica de la Marcha, empezó a trabajar para seguir construyendo la gran fuerza que imponga la paz y abra las puertas de una historia que ha estado cerrada más de cincuenta años. Demasiado tiempo, demasiado, hasta para un país donde la soledad dura cien años y las guerrillas cuarenta.
Es el tiempo de la paz y el cambio revolucionario.
Cierto que faltará tiempo para eso, pero la Marcha Patriótica ha puesto al pueblo Colombiano en marcha y nadie lo va a detener.
Ya no.
Ya no.
Ya no.
Toda la información veraz sobre la Marcha Patriótica en http://www.marchapatriotica.
cronicasdelnuevosiglo.
(*) José Ernesto Schulman es militante por los derechos humanos, secretario de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, escritor, educador popular, integrante del Partido Comunista y miembro de su Comité Central
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