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Entre la excepción y el caos

Fuentes: Madrilonia

 Y, sin embargo, los políticos, los Padres de la Patria, los ideólogos,  los sabelotodo, tienen que estar a cada paso amenazando con el Caos, y adoctrinando así a su gente, a sus mujeres, a sus niños. Agustín García Calvo ¿Es posible hoy en día distinguir qué es normal y qué no lo es? Ya sabemos […]

 Y, sin embargo, los políticos, los Padres de la Patria, los ideólogos,  los sabelotodo, tienen que estar a cada paso amenazando con el Caos, y adoctrinando así a su gente, a sus mujeres, a sus niños.

Agustín García Calvo

¿Es posible hoy en día distinguir qué es normal y qué no lo es? Ya sabemos lo que dicen los gobiernos: todo lo que está sucediendo se debe a que vivimos tiempos de excepción, tiempos de urgencias y de crisis en los que no se puede hacer otra cosa, en los que sólo hay una salida. Ese es el principio: hacer que parezca necesario. Así ningún derecho queda garantizado, y aquello que ayer mismo parecía intocable puede barrerse de un plumazo en nombre de cualquier urgencia miserable, de la que nadie se acordará mañana. Es también un modelo de ciudadanía: el náufrago que ya ha renunciado a nadar hacia la orilla y dedica todos sus esfuerzos a intentar mantener la cabeza fuera del agua para seguir respirando.

No se trata sólo de afirmar que con la crisis la excepción se ha hecho la norma. En el fondo, se trata de distinguir algo más profundo, y es que estamos perdiendo (o mejor: hay un esfuerzo consciente y sistemático de arrebatarnos) los fundamentos para poder distinguir entre una y otra. Desde hace meses, el gobierno se empeña en difuminar las fronteras entre los dos órdenes, entre la norma y la excepción, de modo que ya nadie sepa con certeza cuáles son los límites de las cosas, que su figura quede desdibujada, que nada se dé por supuesto y por tanto ya nada nos sorprenda. Lo que se busca es normalizar la excepción: hacer que sedimente, hundir el suelo de lo que hasta hace muy poco llamábamos realidad. Para ello los abusos, los excesos y los dobles juegos del lenguaje -ya sea en la plaza de Neptuno o en las amenazas al proceso catalán- pesan tanto como la reforma del código penal. En esa zona gris entre la norma y la excepción, entre la ley y su contrario, el gobierno espera tener las manos libres para hacer y deshacer a su antojo. Pero es difícil que la operación les salga bien.

En la Teología Política, Carl Schmitt explica que «no hay norma que pueda aplicarse sobre el caos. Para que un orden legal tenga sentido, tiene que existir una situación normal». Según Schmitt, la norma define, codifica, normaliza, pero no puede trabajar en el vacío; su material es una situación a la que debe dar forma, sobre la que tiene que agarrar para poder ejercer su presión, para ordenarla,  significarla y gestionarla. Cuando ese vínculo entre norma y situación amenaza con romperse, dice Schmitt, el soberano ha de intervenir: decide entonces que la normalidad no existe, que vivimos por tanto un tiempo de excepción; eso le permite suspender las leyes y desfigurar los límites de su poder. La clave es que para ser tal, el soberano tiene que mantener el control sobre la situación: tiene que poder definirla, tiene que determinar si es normal o no lo es; en palabras de Schmitt, el soberano ha de «producir y garantizar la situación en su totalidad». Y ese es precisamente el principal problema del gobierno. La situación se le ha ido de las manos; ya no puede producirla, y a duras penas es capaz de garantizarla.

De hecho, el gobierno se encuentra hoy en día en una posición insostenible, atrapado entre dos abismos que es incapaz de sortear. Por un lado, no es él quien decide sobre la excepción: la decisión le viene impuesta de fuera, y el gobierno no es más que un testaferro, un ejecutor, el instrumento de una voluntad ajena. Hobbes lo explicaba en el Leviatán: «aquellas provincias que están sometidas a la democracia de otra commonwealth no están gobernadas de manera democrática, sino monárquicamente». Es la troika quien ha producido la situación de excepción; en su condición de súbdito, el gobierno se ve obligado a traducir decisiones que no son suyas, y para ello fuerza la realidad a martillazos para hacerla encajar en los procesos de ajuste exigidos por Bruselas. Pero ya sabemos que no lo hará. En Grecia, el último informe presupuestario prevé que la deuda pública del país equivalga a un 189% del PIB a finales de 2013; cuando se aprobó el último «rescate», hace tan solo ocho meses, la proyección era de un 167%. En otras palabras: todo el «sacrificio» del pueblo griego sólo logra que el problema empeore a velocidad monstruosa. ¿Por qué se insiste entonces en estos planes de suicidio asistido? Por una razón sencilla, y es que las recetas de la troika no buscan solucionar los problemas de los estados del sur. No se trata de que el sur de Europa «salga de la crisis», sino de que pague la factura de la especulación financiera de la banca del norte, igual que los desahuciados son quienes pagan la estafa de la burbuja inmobiliaria. Se trata de expropiar la mayor cantidad de riqueza posible antes de que el barco se hunda, y de reconfigurar en el camino el paisaje de después de la batalla: privatizaciones, voladura de los sistemas públicos de salud y educación, desmantelamiento del derecho laboral, producción de una mano de obra pobre, privada de derechos, con la que producir a precio de saldo. El objetivo de la excepción no es restaurar la vieja normalidad, sino inventar una nueva.

Pero la troika sabe perfectamente que el juego que plantea es peligroso, y ese es precisamente el segundo abismo que restringe la acción del gobierno: la posibilidad de que no se pueda garantizar por el tiempo suficiente esa situación de excepción, que la ira popular se haga imposible de contener y que el tablero salte por aires antes de tiempo. Por eso lo advierten ellos mismos en cada ronda de negociaciones: la alternativa al rescate es el «caos». Y el problema, desde el punto de vista del gobierno, se resume en lo que decía la frase de Schmitt: «no hay norma que pueda aplicarse al caos». La norma requiere de la existencia de un medio homogéneo, de una situación estable, susceptible de ser ordenada, y el caos supone todo lo contrario: el caos es aquello que no se puede gobernar, que no se puede normalizar, y que por tanto desafía la autoridad del soberano. No es casualidad que, desde sus orígenes en la Grecia clásica, uno de los argumentos recurrentes de los críticos de la democracia haya consistido precisamente en asociarla con el caos. La democracia es caótica porque es compleja, inestable, heterogénea, imprevisible, porque no se pude codificar ni ordenar de antemano. La democracia resiste a la norma, porque desafía los órdenes con los que se define desde arriba la situación de un pueblo. Esa es la alternativa a la excepción soberana de la troika: que el caos de la democracia se alce frente a ella y acabe por imponerse.

Eso está sucediendo en el sur de Europa: la situación se ha vuelto revolucionaria, porque es excepcional y caótica a la vez. Las escenas de los parlamentos blindados, protegidos por escudos y barreras policiales de ese mismo pueblo al que dicen representar, demuestran que la norma ha caído en un delirio, en una psicosis alucinatoria, que ha perdido su vínculo con la situación política de lo real. La norma ya no codifica la situación, sino que intenta forzarla y reprimirla para que no la desborde. Mientras tanto, la distancia entre legalidad y legitimidad, entre norma y sentido, no deja de aumentar, de politizarse, de hacerse fecunda. Por eso la excepción no puede normalizarse: el gobierno puede parapetarse tras las leyes y las fuerzas antidisturbios, puede rodear de vallas el congreso, pero está perdiendo la capacidad de designar, de decidir sobre el nombre y el ritmo de las cosas. El hecho de que el régimen se haya vuelto sobre sí mismo para atacar a aquellos de cuya energía, riqueza y fuerza se alimenta como un parásito da una idea de hasta qué punto no sabe lo que hace. Atrapados entre la excepción y el caos, los gobiernos del sur no esperan otra cosa que la hora que los vea caer. Del otro lado, el desafío es a la vez mayúsculo y urgente: el caos ha de organizarse.

Fuente: http://madrilonia.org/2012/11/entre-la-excepcion-y-el-caos/