El derecho a la educación tiene una sustancia material fundamental que es la universalidad necesaria para todos sus procesos. En la enseñanza, el aprendizaje y las diferentes formas de circulación del saber. De la universalidad emana la interdisciplinariedad, el dialogo de saberes, el reconocimiento de los otros y la comprensión del mundo y su complejidad […]
El derecho a la educación tiene una sustancia material fundamental que es la universalidad necesaria para todos sus procesos. En la enseñanza, el aprendizaje y las diferentes formas de circulación del saber. De la universalidad emana la interdisciplinariedad, el dialogo de saberes, el reconocimiento de los otros y la comprensión del mundo y su complejidad mas allá de cada particular forma de explicar o justificar la existencia propia, que a veces cae en planos de pretendidas purezas mas cercanas a la caverna, que a la academia. Pero valga aclarar que universalidad en la construcción de paz no significa que todo vale, sobre todo para evitar una falsa igualdad que les pida abrir sus puertas para hacer apología del nazismo, el fascismo, el negacionismo o la exaltación del crimen (distinto al delito político o la rebelión) y de criminales como Popeye (morboso youtuber vendiendo su historia mafiosa y criminal) o Mancuso que sembró de terror una Universidad pública llegando a controlar al Consejo Superior y a sus directivas o al benefactor Don Berna o a los consejos de los 12 apóstoles de Santiago.
La razón del diálogo en, por y para la construcción de paz, se asienta en la invocación al derecho humano a la educación del que se desprenden las normas constitucionales del servicio publico, la autonomía y las libertades (enseñanza, catedra, investigación, asociación, expresión, otras) que se completan con el principio de responsabilidad para formar y actuar con sentido critico y científico en la perspectiva de vivir en una democracia real, alejados del temor y las humillaciones. De ahí que ninguna universidad (ni entidad del sistema educativo) sea publica o privada, puede permitirse la promoción de verdades a medias que tiendan a engañar, polarizar o discriminar a nadie por pensamiento, etnia, sexo, conciencia, posición social o región de procedencia, aun declarándose por ejemplo religiosa, militar o agnóstica. Pero tampoco puede permitir que sobre la razón y la argumentación científica y ética prevalezca la llamada posverdad que con eficiente manejo de las pasiones, emociones y necesidades humanas de grupos colocados en desventaja son controlados por expertos en manipulación que falsean la verdad y aumentan el riesgo para promover violencias.
Los promotores de la censura hacen un uso amañado, consciente y perverso del plural donde debe estar el singular y viceversa. Las FARC, fueron una organización política militar insurgente alzada en armas contra el estado (no contra la sociedad) durante cinco décadas y su existencia política dependía en buena medida de su accionar y capacidad militar depositada en un ejercito del pueblo (EP) preparado para la guerra. La FARC, en cambio no tiene el plural de las armas, ya no son FARC-EP, si no solamente FARC, en singular, por tratarse de un movimiento político. Se mantiene su carácter colectivo pero el plural (S) que le daban las armas ya no existe, como tampoco las llamadas disidencias, que teóricamente no lo son (no se puede estar en desacuerdo con lo que ya no existe). Podrán ser grupos delincuenciales o si lo demuestran insurgentes de nuevo tipo, con otra doctrina, y perspectiva pero en ningún caso herederos del pasado insurgente. Hablar de disidencias es mantener vigente la doctrina de la seguridad nacional que ha producido daños incalculables sobre la vida y la dignidad, pero a la vez una muestra de la necesidad que tiene el estado de tener un enemigo interno para resolver su incapacidad para sacarse de adentro el espíritu mafioso y guerrerista. La diferencia entre el plural que ya es pasado y el singular naciente es esencial para evitar cruzar la línea entre lo real (Político) y lo imaginado (Político-Militar) para mantener odio, discriminación y censura. Mientras no sea entendida y atendida esta diferencia -que es de fondo- por funcionarios y directivos universitarios, tendera a posicionarse el negacionismo cuya estrategia no es buscar justicia como anuncia, si no venganza y clientelizacion de la paz para obtener favorabilidad de votos a su favor.
Las universidades en este transito del fin de la guerra a la construcción de paz, igual que el sistema de justicia ordinaria (jurídico) que debe abrir paso a la Justicia especial (juridico-politica) tienen la obligación de sacar de todos sus procesos y actuaciones el espíritu de guerra todavía presente en las políticas, reglas y practicas académicas, administrativas y logísticas (por ejemplo el modelo de vigilancia del tipo celaduría fue cambiado por el de seguridad policial en las puertas de ingreso a los claustros) y entrar de manera colectiva en el modo de la paz. Preparase para trabajar en, por, para y sobre la paz, requiere capacitación y comprensión en todos sus estamentos y niveles para aclarararse a sí mismas que el principal beneficiario de la vida sin guerra y en paz es el país entero y no los excombatientes como tratan de señalar los promotores de la distorsión de los acuerdos.
Hay que resaltar en todo caso, que las Universidades e IES publicas (y también numerosas privadas), han abierto sus puertas al debate y permitido oír otras voces y a la vez han empezado a acompañar y proteger la esperanza de las mayorías que quieren, necesitan y exigen la paz como su derecho y valor humano. Es momento para que aparte de las universidades otras formas organizativas como las iglesias (que con su doctrina debilitan derechos) también abran sus puertas a otras voces y reconozcan que todos los seres humanos tienen derecho a realizar los mismos derechos en presente y sin obstáculos. Es hora también para que soldados y policías, empiecen a reconocerse en sus propios derechos y libertades, a entender los limites del poder que se excedieron en nombre de la guerra y a reclamar por su dignidad. Igualmente colegios e instituciones de educación, sin excepción, sean publicas o privadas, laicas o religiosas, militares o civiles, tienen que asumir la obligación constitucional de hacer pedagogía de paz, incorporar propuestas formativas, renovar acciones curriculares y trabajar para entender porque la guerra no puede volver a ocurrir.
Las instituciones y entidades inteligentes saben el valor de escuchar de primera fuente a sus victimas, excombatientes y ojala empresarios, políticos, financiadores de la guerra y por supuesto a los gestores de paz y los actores de la ciencia, la cultura y la academia, para que la construcción del relato colectivo y del país plural en paz y tolerancia sirva para explicar y entender la verdad de lo ocurrido. Un buen ejemplo de una verdad revelada en este corto tiempo sin guerra es, que no era cierto, que en las universidades publicas se formaran guerrilleros o le sirvieran al terrorismo.
La educación es parte de la realidad material, sobre la que se forja la justicia y se aprende y enseña a respetar y admirar al otro, en cambio de odiarlo y despreciarlo, pero ello exige pensar de manera critica y actuar con una perspectiva de praxis transformadora, comprometida con los derechos. El cumplimiento de los acuerdos compromete a las instituciones y a la sociedad y exige trabajar en su implementación en todos sus apartes, pero además recuperar la memoria histórica y construir la verdad como un derecho consignado en la ley de tierras y de victimas y contribuir con pedagogías de paz, sin perder de vista que impedirla, negarla u obstaculizarla, resulta contrario al espíritu del librepensamiento, del pluralismo y del derecho humano a vivir en paz, con miras a la creación de una sociedad de derechos con democracia participativa, incluyente, justa y soberana.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.