He oído contar, no sé cuánto tiene de cierto, que José Alfredo Jiménez se encontró en una ocasión a Chavela Vargas sola en la mesa de un bar. Ella lloraba y bebía tequila. «Chavela», le dijo, «¿por qué lloras?». «No sé», respondió ella. «Pues lloro contigo», dijo el primero, y se sentó con ella a […]
He oído contar, no sé cuánto tiene de cierto, que José Alfredo Jiménez se encontró en una ocasión a Chavela Vargas sola en la mesa de un bar. Ella lloraba y bebía tequila. «Chavela», le dijo, «¿por qué lloras?». «No sé», respondió ella. «Pues lloro contigo», dijo el primero, y se sentó con ella a la mesa, se sirvió tequila y se puso a llorar. Así estaban los dos cuando les vio una bella actriz (¿tal vez María Félix?). «José, Chavela», les dijo al acercarse, «¿por qué lloran?». «No sabemos», dijeron. «Pues lloro con ustedes». Y allí se sentaron los tres a beber tequila y llorar.
Siempre que pienso en esta historia acabo rumiando las mismas dos conclusiones. La primera es que estos tres personajes, y no personas porque esta historia es ya leyenda más que anécdota, no lloran juntos para consolarse porque para ellos el llanto es ya, como el tequila, una fuente de alivio y no de pesar. La segunda, igualmente atada al núcleo trágico y romántico que los tres comparten, es que desaprovecharon, llorando y bebiendo, una ocasión única para hacer arte. Imaginar los resultados de esa colaboración es, por supuesto, ignorar la naturaleza de quienes la podrían haber llevado a cabo.
Ahora imaginen a Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, bebiendo tequila y llorando, como Chavela, en la mesa de un bar. En el bar de Tirso, para ser más exactos. E imaginen que por la puerta no entran José Alfredo Jiménez y María Félix, sino Quentin Tarantino. Y pongan en sus bocas el mismo diálogo.
Igual que en el caso precedente, no llorarían juntos para consolarse. Pero a diferencia del caso anterior, imaginarles aprovechando la ocasión para hacer arte no es hacer de ellos lo que no son.
Digo todo esto porque me parece que es una de las pocas formas posibles de trazar una órbita a una distancia apropiada (ni tan lejos que no se ve, ni tan cerca que no se comprende) de ese astro desconocido, planeta vagabundo y estrella brillante a un mismo tiempo, que es la obra de teatro «Un cuento para adultos… pero un cuento al fin y al cabo». Esa es la obra que Tarantino y Chespirito habrían escrito, entre lágrimas y lingotazos de tequila, en el ambiente pensado por Cuerda.
El mérito de Yassin Serawan, autor y director de la obra, es representarse ese encuentro en su cabeza y dar sentido al resultado sobre el papel y el escenario. El mérito del elenco de actores que dirige es ser capaces de hacer carne, hueso, verbo y movimiento a un coro de personajes insólitos.
Como El Chavo del 8, este «Cuento para adultos» es puro neorrealismo en clave de humor, pura alquimia de lo incompatible; es humor desde la inmundicia, es dar cabida a la risa sin dejar de apuntar a la miseria. Además, como Pulp Fiction, es relato coral, diálogo ágil, violencia y carne cruda. Y, como en Amanece, que no es poco, hay surrealismo y ternura; hay una auténtica traducción, y no una mera importación, de recursos del cine al teatro (se sustituyen los objetos por gestos y las localizaciones por elementos neutros) y de otras geografías a España; hay, empleando la expresión de Mariátegui en clave artística, creación heroica.
Estrenada el 30 de Mayo en la Sala Mirador (Madrid), donde seguirá en escena hasta finales de Junio, «Cuento para adultos» nos presenta, es todo lo que podemos decir, la relación problemática entre Beethoven, un huérfano con pocas luces y costumbres higiénicamente cuestionables, y Estrellita, su compañera de piso. Él la ama y ella le odia. En torno a ellos se teje una red de casualidades, acontecimientos, tragedias y encuentros sostenida por un abanico de personajes pintorescos tales como un ferretero con pulsiones filosóficas, una monja heroinómana, un pianista hipocondriaco, un camello en pijama, o un médico que se identificaría más con Billy Elliot que con el Doctor House.
Y en esta trama, en este «Cuento para adultos», hasta el tequila y el llanto tienen reservados un papel. Incluso hay en el trato de la muerte, menos solemne de lo que uno espera pero igualmente místico, algo que remite inequívocamente a México, tierra de la Santa Muerte, de las calaveritas, de las compañías de autobús que tienen por lema «Antes muertos que llegar tarde»…
La obra no es, en cierto modo, más que un encadenamiento de sobremesas en las que, de dos en dos, los personajes comparten tequila y lágrimas ante la presencia, ora espectral ora palpable, de la muerte. Saben que no «vivirán felices y comerán perdices» porque la felicidad es ahora una marca registrada y porque el kilo de pechuga de pollo sale mucho más barato. Ellos no lloran juntos para consolarse porque no hay consuelo capaz de poner por sí mismo final a la miseria. Lloran juntos para para afirmar, desde la tragedia y desde la risa, la dignidad esencial de lo indigno, para levantar acta de las circunstancias que lo hacen posible.
Y al terminar la obra uno irremediablemente se pregunta si el telón ha de cerrarse con «Claro de luna» de Beethoven o con «El último trago» de Chavela Vargas.
Blog del autor: http://fairandfoul.wordpress.com/
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