SIDA (síndrome de inmunodeficiencia adquirido): síndrome -conjunto de síntomas y manifestaciones varios donde pueden aparecer diferentes enfermedades e infecciones oportunistas- que afecta el sistema inmunológico tornándolo deficiente, adquirido a partir del contagio por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). La definición es clara; no admite mayores dudas ni cuestionamientos. De acuerdo a nuestros actuales parámetros […]
SIDA (síndrome de inmunodeficiencia adquirido): síndrome -conjunto de síntomas y manifestaciones varios donde pueden aparecer diferentes enfermedades e infecciones oportunistas- que afecta el sistema inmunológico tornándolo deficiente, adquirido a partir del contagio por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH).
La definición es clara; no admite mayores dudas ni cuestionamientos. De acuerdo a nuestros actuales parámetros epistemológicos, podemos decir sin temor a equivocarnos que conlleva todas las características de una práctica científica si no neutra (nada es neutro), al menos rigurosa: es válida universalmente y no se presta a manipulaciones.
Esta enfermedad ha producido 65 millones de infectados en los últimos 20 años, cobrando 28 millones de vidas. Diariamente alrededor de 3.000 personas en el mundo contraen el virus de inmunodeficiencia humana. En términos sanitarios estamos ante una gravísima pandemia cuya tendencia es, de momento, seguir ampliándose. Con las perspectivas actuales, la pandemia está matando 3 millones de personas anualmente.
Aunque se sabe muy claramente qué es el SIDA, los responsables de las distintas instancias encargadas de velar por la salud (gobiernos y agencias internacionales) no han podido generar los instrumentos y políticas necesarias para revertir la situación. En algunos puntos del globo incluso, como en el África Subsahariana, el grado de infección llega a casi la mitad de la población total de algunos países.
Según estimaciones realistas de diversos expertos en la materia, serían necesarios 7 mil millones de dólares para poder revertir esta calamidad sanitaria; pero los presupuestos destinados por los países desarrollados rondan los 5 mil millones. Y el problema continúa creciendo.
Terrorismo : aquí es más difícil precisar una definición. O, al menos, una definición con similares características de rigurosidad. De hecho se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan de encontrar una versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados Unidos de América en su Informe anual «Tendencias del Terrorismo Mundial 2002» -publicado en abril del año 2003-, antes de definirlo comienza diciendo que «la maldad del terrorismo siguió azotando al mundo en 2002, desde Bali hasta Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados alentadores», con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el terrorismo es intrínsecamente malo. Acto seguido lo caracteriza diciendo que « se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna» .
Debe contextualizarse esa definición en el momento mismo en que aparece: es durante la primera presidencia de George Bush hijo, en medio de la avanzada de la ultra derecha republicana cuando había comenzado la estrategia de guerras preventivas luego de los atentados contra el Centro Mundial de Comercio y el Pentágono, en el 2001.
El entonces presidente proclamó en el 2003 el día 11 de septiembre -día de la caída de las Torres Gemelas- como Día del Patriota (también propuso establecer esa fecha como Día Mundial de Lucha contra el Terrorismo, pero la idea no prosperó) y dijo que Estados Unidos «no se cansará, no titubeará y no fracasará en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les llevaremos la justicia a ellos».
De acuerdo a datos suministrados por el gobierno federal de Washington, el terrorismo ha matado en el mundo, entre 1996 y el 2001, a 24.429 personas (la misma cantidad que contrae el VIH en 8 días). Lo curioso es que para combatir este flagelo sanitario, el Ejecutivo estadounidense solicitó al Congreso en el ejercicio presupuestario de ese año la cantidad de 3.000 millones de dólares (de los que el Legislativo aprobó sólo 1.000), mientras que para mantener la lucha contra el terrorismo solicitó casi 30 veces más: 87.000 millones.
Algunos años después, el Presidente de Estados Unidos (y Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, que al mismo tiempo es, aunque suene contradictorio, comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas del planeta), presentó el 1 de febrero el presupuesto militar para el ejercicio fiscal 2011. La lucha contra el terrorismo es prioritaria, similar a lo que acontecía tiempo atrás con la administración republicana. Se trata, según diferentes agencias de noticias, del plan de gastos más elevado de la historia: 708.000 millones de dólares. Nunca antes se había previsto gastar tanto para alimentar la maquinaria bélica de la gran potencia y, naturalmente, las cuentas bancarias del complejo militar-industrial que la alienta. ¿Es realmente prioritaria esa inversión en armamentos cada vez más sofisticados que la salud de los infectados con el VIH?
La lucha contra el siempre mal definido y excesivamente amplio «terrorismo» (concepto que da para todo, por supuesto), cruzada absoluta en la que la clase dirigente estadounidense está empeñada a fondo para seguir manteniendo su hegemonía mundial independientemente de la administración de turno -republicana o demócrata- puede llevar a cometer cualquier tipo de disparate… o de injusticia. Por ejemplo: encontrar vínculos entre las pandillas juveniles centroamericanas y las fuerzas de Al Qaeda (¿preparando el desembarco de los marines en esa región para «proteger» a su población?; región, por cierto, increíblemente rica en biodiversidad), o a ver bases de los «fundamentalistas islámicos» en la caribeña isla de Margarita, perteneciente a Venezuela (casualmente la reserva de petróleo más grande del mundo. ¿Invasión a la vista también?), o a descubrir escuelas coránicas de los «terroristas» sucesores de Osama Bin Laden en la triple frontera paraguayo-argentino-brasileña donde, de hecho, se encuentra una de las bases militares estadounidenses más poderosas de las que tiene establecidas en Latinoamérica, casualmente donde se ubica el Acuífero Guaraní, la segunda reserva de agua dulce subterránea más grande del orbe.
O hay un error en los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas estadounidenses se equivoca, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana en el siempre confuso e impreciso «terrorismo» que en la pandemia de SIDA que mata a diario infinitamente más gente. O, mucho más crudamente: son unos descarados delincuentes. ¿Será que la lucha infinita contra el terrorismo tiene como causa final… arrebatar esos recursos: petróleo, agua dulce, biodiversidad? Hoy día el principal flujo de terrorismo internacional viene de los pueblos musulmanes de Medio Oriente donde -¡oh, casualidad!- se encuentran las principales fuentes de oro negro que utiliza el mundo. ¿Son estos pueblos realmente la verdadera amenaza a la paz mundial? Difícil creerlo, ¿verdad? ¿Por qué los misiles nucleares que posee Corea del Norte, o los que podrían desarrollar Irán eventualmente, son un «atentado» a la Humanidad, mientras que los 6.000 que tiene emplazados el gobierno de Estados Unidos son una garantía para la paz?
Un artefacto explosivo detonado por un «terrorista» en un lugar público (aunque… ¿existen realmente los «terroristas»?, ¿quiénes son?) puede matar población civil no combatiente, lo cual es éticamente criticable. ¿Pero qué otra cosa son las intervenciones militares sobre la población civil en, por ejemplo, un bombardeo de los que las potencias occidentales, y más aún el gobierno de Estados Unidos, han realizado cantidades industriales durante todo el siglo pasado y lo que va del presente? ¿No constituyen esas acciones actos terroristas entonces? ¿Qué fueron sino eso las dos bombas atómicas lanzadas contra población civil desarmada en Japón para finalizar la Segunda Guerra Mundial? La guerra bacteriológica -de la que el VIH sería uno de sus resultados, premeditado o casual, habrá que investigarlo alguna vez- ¿acaso no es terrorismo? Es decir, siguiendo la misma imprecisa definición de arriba: ¿no es un « acto violento, degradante e intimidatorio, aplicado sin reserva o preocupación moral alguna » ? Si de crear terror se trata, las potencias occidentales con Estados Unidos a la cabeza son especialistas, aunque nadie las siente en el banquillo de los acusados.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.