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Niños de la calle

Entre victimarios y víctimas

Fuentes: Rebelión

En el Primer Mundo se discute sobre la calidad de vida; en el Tercer Mundo sobre su posibilidad. Situando el problema Desde la década de los ’50 en los países latinoamericanos se vive un proceso de acelerado despoblamiento del campo y crecimiento desmedido y desorganizado de sus ciudades principales. Muchas de sus capitales, de hecho, […]

En el Primer Mundo se discute sobre la calidad de vida; en el Tercer Mundo sobre su posibilidad.

Situando el problema

Desde la década de los ’50 en los países latinoamericanos se vive un proceso de acelerado despoblamiento del campo y crecimiento desmedido y desorganizado de sus ciudades principales. Muchas de sus capitales, de hecho, están entre las ciudades más pobladas del mundo. Pero pobladas por gente desesperada, que llega a estas enormes urbes para instalarse muchas veces en condiciones infrahumanas. Se calcula que una cuarta parte de la gente que habita ciudades de la región lo hace en asentamientos precarios: favelas, villas miseria, tugurios.

La población escapa a la pobreza, y en muchos casos también a las guerras crónicas, de las áreas rurales. El resultado de todo esto son megápolis desproporcionadas sin planificación urbanística plagadas de barrios mal llamados «marginales».

Sumado a este proceso de éxodo interno tenemos las políticas neoliberales que desde los años ’80 («la década perdida» según la CEPAL) empobrecieron más las ya estructuralmente pobres economías de la región. Hoy cada niño que nace en Latinoamérica ya sufre la condena de tener sobre sí una deuda de 2.500 dólares con los organismos financieros internacionales (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). Deuda, obviamente, que repercute en una falta crónica de servicios básicos, en falta de oportunidades, en un futuro ya bastante trazado (y no de los más promisorios precisamente).

Como consecuencia de estas políticas de «ajuste estructural», como dicen los tecnócratas, se dio un aumento de la miseria de los siempre pobres sectores agrarios y un aumento de la migración hacia las ya saturadas capitales. Ningún país de la región, aunque a veces se muestren números promisorios en la macroeconomía, resolvió los problemas crónicos de las grandes mayorías. La pobreza real ha aumentado estos últimos años, haciendo más grande la distancia entre ricos y pobres. Los asentamientos precarios van albergando cada vez más gente, casi tanta gente como los barrios formales. Pareciera que hay un proceso de exclusión donde el sistema expulsa, hace «sobrar» población. Pero si la «gente sobra», esto sólo puede darse en la lógica económico-social dominante, nunca en términos humanos concretos. La gente está allí y tiene derecho a vivir (junto a otros derechos que le aseguran una vida digna y con calidad). Uno de cada dos nacimientos en el mundo tiene lugar en un barrio «marginal» (¿o marginalizado?) del antes llamado Tercer Mundo. Y, por lo pronto, hay 4 nacimientos por segundo.

El problema, valga aclararlo, no está en el aumento constante de bocas a alimentar. Alimentos hay, y de sobra. Se calcula que la humanidad dispone entre un 40 a 50% más de los alimentos necesarios para nutrirse. Si hay hambre, ello obedece a razones enteramente modificables. No hay designios naturales ni divinos en eso.

Donde más golpea la pobreza, por cierto, es en la infancia.

El círculo maldito de la pobreza

Niños nacidos en la pobreza, niños de barrios marginalizados, niños que, desde el inicio, para la lógica dominante «sobran». No los esperará entonces, seguramente, un mundo de rosas. Si uno de estos niños tiene suerte y no muere de alguna enfermedad previsible o por inanición, trabajará desde muy pequeño. Quizá termine la escuela primaria, pero probablemente no. Casi con seguridad no asistirá a la escuela media; mucho menos a la Universidad (en Latinoamérica eso sigue siendo aún un lujo). Se criará como pueda: pocos juguetes, mucha violencia, poco cuidado paterno (padres que trabajan fuera de la casa como constante); seguramente se criará junto a muchos hermanos: seis, ocho, diez. Esto en el campo, donde se necesitan muchos brazos para las faenas agrícolas, es parte de la cultura cotidiana; pero en un asentamiento precario en medio de una gran ciudad es ante todo un problema. Su trabajo será en las calles, no bajo la supervisión de sus padres. Trabajo, por otro lado, siempre descalificado, muy poco remunerado, siempre en situación de riesgo social: la violencia, la transgresión, las drogas estarán muy cerca. Esto se potencia en el caso de las niñas.

Pero dicho sea de paso: ese trabajo mal remunerado y en condiciones peligrosas aporta no menos del 20% del ingreso familiar de muchos países de la región. Es decir que sin ese trabajo -que, por supuesto, hipoteca el futuro de niñas y niños- los hogares serían más pobres de lo que son.

La pobreza de donde provienen estas niñas y niños no se concibe sólo en términos de ingreso monetario, siempre escaso por cierto. También lo es en cuanto a recursos en general para afrontar la vida, en conocimientos, en experiencias. Las familias «reproductoras» de niños que van a trabajar, o en algunos casos vivir, a las calles son en general numerosas, con dinámicas violentas, con antecedentes de alcoholismo, en algunos casos promiscuas, a veces con historias delincuenciales. Pero todo ello no por una cuestión de «dejadez», de «vicio moral». Es el síntoma de una descomposición social creciente de un sistema que, en vez de integrar gente, la expulsa. El «ejército de desocupados» del que hablaban los clásicos del materialismo histórico en el siglo XIX sigue absolutamente vigente. El capitalismo neoliberal usa ese ejército de forma cada vez más inmisericorde.

Todo este nivel de descomposición social es más fácil que se de en un grupo marginado económica y socialmente (los que «sobran») antes que en los sectores integrados. Lo dramático es que la población «sobrante» aumenta, y por ende sus niños, que son quienes terminan poblando las calles.

En cualquier ciudad latinoamericana vemos como algo común ejércitos de niños deambulando por las calles. Desde muy tempranas edades, sucios, harapientos, a veces con su bolsita de inhalante en la mano, estos niños y niñas ya forman parte del paisaje cotidiano: menores de edad que venden cualquier baratija, lustran zapatos, lavan automóviles, mendigan o simplemente roban, y pasan sus días en parques, mercados o terminales de autobuses haciendo nada.

El fenómeno es relativamente nuevo, de las últimas décadas; pero lo peor es que está en franca expansión. Se estima que en todo el mundo hay 150 millones de niños que trabajan o viven en las calles. ¿Por qué? ¿Cuál es la verdadera historia de los niños de la calle?

La calle atrapa

Establecidos en las calles es muy fácil que algunos se perpetúen allí. Y cuando esto sucede, cuando se cortan los vínculos con las familias de origen, la inercia lleva a que sea muy difícil salir de ese ámbito. Callejización, consumo de drogas y transgresión van de la mano. «Para una innumerable cantidad de niños y jóvenes latinoamericanos la invitación al consumo es una invitación al delito. La televisión te hace agua la boca y la policía te echa de la mesa», reflexionaba sobre esto Eduardo Galeano. Un niño finalmente se queda a vivir en la calle porque escapa así a un infierno diario de violencia, desatención, escasez material. Recordemos que pobreza no es sólo falta de dinero efectivo; es también falta de posibilidades para el desarrollo, desatención, violencia. Lo que, casualmente, se encontrará ante todo en los grupos más sumergidos, en las «poblaciones excedentes».

Son varias las instituciones que se ocupan del problema de los niños de la calle: las públicas («centros de reorientación de menores», en general reformatorios o cárceles) con una propuesta más punitiva y en dependencia de dictámenes legales; las no gubernamentales con proyectos de corte humanitario o caritativo, muchas veces ligadas a iglesias.

Más allá de buenas intenciones y diversidad de metodologías, el impacto de sus acciones es relativo; por supuesto que una atención puntual en un caso, o un apoyo concreto para la sobrevivencia, puede ser mucho. Y ni hablar de algún niño rescatado de esta situación y reubicado en otra perspectiva. Ello es encomiable. De todos modos el fenómeno en su conjunto no se termina, por el contrario crece.

El supuesto «amor» de la caridad religiosa no alcanza. «Amar» incondicionalmente a un niño paria es, finalmente, un engaño. ¿A título de qué amar tanto? Un proyecto humano no se puede construir a base de caridad, porque ello ratifica la diferencia: uno que tiene y puede dar a un necesitado de todo. Eso no es un modelo sostenible. Además, y valga enfatizarlo, muchas, muchísimas veces, esta filantropía desinteresada, este «amor» incondicional de activistas caritativos que «se quitan el pan de la boca para dárselo a estos niños menesterosos» encubre acciones perversas: tanto aman a los niños de la calle que… muchos casos terminan en violaciones.

Niños de la calle: ¿victimarios o víctimas? ¿Qué hacer entonces?

 

No debe olvidarse que esos mismos niños y jóvenes deben procurarse algún sustento, y lo más a la mano al respecto termina siendo, irremediablemente, el hurto. Una cadena, un reloj, una cartera, un equipo de sonido de un vehículo pasan a ser el alimento cotidiano de estos parias. (A propósito: ¿cuántas veces nos enteramos de reducidores de estos objetos robados que caen detenidos?). En tal sentido, en tanto transgresores, son victimarios.

De ningún modo se pude justificar una conducta transgresora; en el marco de las sociedades capitalistas donde el fenómeno de la niñez callejizada tiene lugar, no se puede premiar el atentado contra la propiedad privada. Robar una billetera a un transeúnte es un acto delictivo, estamos claros. Pero hay que partir por reconocer que la problemática concierne a todos. Cada niño durmiendo en una plaza o con su bolsa de pegamento es el síntoma que indica que algo anda mal en la base; taparse los ojos ante esto no soluciona nada.

Los niños, el eslabón más débil de la cadena, son la esperanza de un futuro distinto; también los de la calle (convengamos en que la Historia aún no ha terminado, y si lo que vemos hoy día es un aumento de la pobreza, aún caben las esperanzas de «otro mundo posible»). Estigmatizarlos no servirá para contribuir a algo nuevo. «La continuada marginación económica y social de los más pobres está privando a un número creciente de niños y niñas del tipo de infancia que le permitirá convertirse en parte de las soluciones de mañana, en vez de pasar a engrosar los problemas. El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas» (UNICEF). Los niños de la calle, en tal sentido, son las víctimas de un sistema, quizá las más golpeadas.

Ahora bien: más allá de bienintencionadas declaraciones, correctas en sí mismas, está más que claro que el problema de niñas y niños en la calle no se puede solucionar independientemente del entorno que los crea, de las condiciones por las que surgen. Aunque mágicamente se les hiciera desaparecer a todos hoy, mañana seguro habrá más, porque el chorro que los produce no se ha cerrado. Son un síntoma. Y para curar un síntoma hay que ir a las causas.

Son victimarios en tanto roban por la calle, eso está fuera de discusión. Pero ¿acaso el sistema económico-político-social que los crea no es un atentado a la vida, una afrenta a la humanidad? Que sea legal, que las políticas neoliberales y capitalistas en general sean legales, que todo ello sea la legalidad estatuida, no significa que sea justa. «La ley es lo que conviene al más fuerte», enseñaba Trasímaco de Calcedonia hace dos mil quinientos años. Y tenía razón. Se trata, entonces, de crear otro marco general donde no haya fuertes que se tragan a los débiles.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.