Acostumbrados a mantener una relación armónica con el ambiente – y cada vez más conscientes de esta necesidad- los campesinos pueden cuidar nuestras reservas naturales, cuando además se habla de la «reconstrucción del campo» y de la paz sostenible de Colombia. ¿Cómo llegaron allí? En las últimas semanas ha cobrado vigencia el debate sobre la […]
Acostumbrados a mantener una relación armónica con el ambiente – y cada vez más conscientes de esta necesidad- los campesinos pueden cuidar nuestras reservas naturales, cuando además se habla de la «reconstrucción del campo» y de la paz sostenible de Colombia.
¿Cómo llegaron allí?
En las últimas semanas ha cobrado vigencia el debate sobre la posibilidad de que campesinos y campesinas que actualmente viven en las zonas declaradas Parques Nacionales Naturales permanezcan allí para ayudar a la conservación y a la sostenibilidad ambiental.
Esta propuesta ha estado rodeada por la desinformación y el nerviosismo de las autoridades nacionales. Por eso es necesario reflexionar más seriamente sobre nuestro ordenamiento territorial y ambiental, y sobre las apuestas de largo plazo que implica el punto 1 del Acuerdo de La Habana: avanzar hacia una «reforma rural integral»
Don Adolfo, un campesino que vive en la zona que en 1964 fue declarada Parque Isla de Salamanca le escribió a Julia Miranda, directora de Parques Nacionales Naturales, buscando una solución a su problema que: «En el año de 1941 comenzaron a llegar a las riberas del caño Clarín Viejo las primeras familias que, viendo la posibilidad de sustentarse mediante la pesca y la agricultura en esas tierras fértiles, comenzaron a armar ranchos para quedarse. Uno de nuestros compañeros llegó en el año 1947 y aún conserva la esperanza de ser reubicado o dejado donde está, en terrenos que en estos momentos son de su propiedad, pero desafortunadamente son un parque nacional».
Por su parte muchos de las y los campesinos que fueron desplazados por grupos paramilitares en el Nudo de Paramillo hace 20 años, se enteraron que la zona que colonizaron fue declarada Parque en 1977 sólo cuando iniciaron los trámites para la restitución de sus predios: «no se les puede devolver la tierra, está en zona de Parques», les contestaron escuetamente.
La colonización del sur del país, orientada por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA) y la Caja Agraria, promovió la llegada de campesinos y de vacas a los departamentos de Putumayo y Caquetá, incluyendo al Parque Nacional Natural La Paya, declarado como tal en 1984.
Don José, colono de 82 años, cuenta que uno de los caminos que se incrusta en las montañas caucanas que hoy conforman el Parque Munchique, fue hecho por el mismísimo general Rafael Uribe Uribe, y que desde entonces las familias colonas que llegaron con él siguen habitando esa región. La apertura de carreteras propició la llegada de campesinos a gran parte de la zona que hoy hace parte del Parque El Cocuy y la actividad petrolera hizo lo propio en áreas que hoy conforman el Parque Catatumbo-Barí.
El número total de las familias que viven en parques podría superar los veinte mil.
Están los que llegaron después de la resolución ejecutiva que declaraba la zona como área protegida. Algunos se demoraron mucho en saber esta noticia pues se tardaron años en nombrar el personal que pudiera hacer una presencia institucional «efectiva» en esas áreas. Y están los que sabían que llegaban a un área protegida, pero que como estaban huyendo de la violencia o buscando un futuro digno para sus familias que solo podía ser asegurado por cultivos ilícitos se adentraron a las selvas y bosques a buscar la subsistencia.
Campesinos y parques
Las cifras del Censo Nacional Agropecuario indican que en la actualidad hay dentro de los parques naturales 17.634 unidades productoras agropecuarias (UPA) es decir, predios donde se desarrollan actividades productivas. De estas unidades productoras dependen por lo menos las 22.300 personas que viven de las actividades agropecuarias. Pero el número total de las familias que viven en parques podría superar los veinte mil.
Como se sabe, las comunidades étnicas tienen un régimen especial para su permanencia en estas áreas, aunque no existan grandes diferencias entre sus sistemas productivos y los de los campesinos. Quienes hicieron estas normas consideraron que no había incompatibilidad entre la conservación del área y las comunidades étnicas, pero se olvidaron de los campesinos mestizos.
Estos mismos campesinos mestizos están en el centro del Acuerdo de La Habana, y llevan más de medio siglo viviendo al margen del país urbano, sin garantías mínimas para sus derechos fundamentales.
Esos campesinos son quienes en realidad se han encargado de la mucha o la poca conservación ambiental que ha existido en muchas zonas del país. Las normas ambientales que a menudo se atribuyen erróneamente solo a las FARC como parte de sus ejercicios de control militar son una muestra de ello. Por ejemplo en la región de El Pato, zona de reserva campesina, las normas de convivencia de la Asociación Municipal de Colonos se han constituido en una suerte de código civil, con su respectivo capítulo ambiental.
Las normas ideadas por los propios campesinos plasman de una manera práctica la manera como el control social de la comunidad sirve para proteger el ambiente y cerrar la frontera agropecuaria. Por ejemplo, como dice un apartado de estas normas: «cada junta nombrará un comité ecológico que salvaguarde los bosques, las aguas, la fauna y queda prohibida la cacería de animales, la pesca con fines comerciales, la tala de bosques nativos. También queda totalmente prohibida la tala y rocerías cerca a los nacederos de aguas. La violación de estas normas ecológicas acarrea el decomiso de las armas de fuego utilizadas para la cacería y el pago de una multa».
La zona de reserva campesina de El Pato-Balsillas es una experiencia exitosa de cierre de frontera y protección de la parte del Parque Nacional Natural Los Picachos que colinda con ella. Normas similares han surgido, entre otras, en regiones del Meta, el Magdalena Medio, Caquetá y Putumayo, construidas a partir del sentir cotidiano de los campesinos.
Una nueva visión de la tierra
El Acuerdo de La Habana no solo es una oportunidad para avanzar hacia la reforma rural integral, sino además para reconocer y dignificar a miles de campesinos, indígenas y afrodescendientes.
La oportunidad que brinda el desarrollo de los puntos 1 y 4 del Acuerdo exige que los funcionarios públicos se permitan comprender y creer que en Colombia es posible tener instituciones centradas en los territorios. En su calidad de servidores públicos, ellos deben entender que para solucionar los conflictos históricos de la conservación ambiental es necesario oír a quienes nunca han sido oídos y comprender que, así como los pueblos étnicos, los campesinos pueden conservar su entorno.
En últimas se trata de garantizar que las alternativas equilibradas entre ambiente, bienestar y buen vivir tengan en cuenta que el campesinado en Colombia ha contribuido a conservar el ambiente en su vida cotidiana, sin obviar que también es necesario transformar y reconvertir muchas prácticas agrícolas para avanzar hacia una conservación sostenible.
Ya se vence el plazo para que le presidente Santos ejerza las facultades extraordinarias referentes al desarrollo o «implementación legislativa» del Acuerdo del Colón. Las disputas surgidas en el seno de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación (CSIVI) por el intento de desarrollar parte del contenido normativo, en especial del punto 1 del Acuerdo, son un indicador lamentable de la falta de voluntad de paz y del camino tortuoso que le espera al cumplimiento del Acuerdo en los próximos años.
El rechazo de sectores poderosos a la propuesta alternativa de la Ley de Tierras y la resistencia de las directivas de Parques Nacionales Naturales a la propuesta de la delegación campesina en la Mesa Nacional de Concertación para solucionar este problema son la prueba de que hace falta mucho para trasformar este país y dignificar a las comunidades rurales, firmar un acuerdo y 52 años de guerra, al parecer no son suficientes.
Hay que cambiar los imaginarios de una gran parte de los funcionarios públicos que se apegan a normas redactadas de espaldas a la realidad rural y se niegan a aceptar la invitación que les formula el Acuerdo de La Habana para cambiar las prácticas centralizadas de las instituciones estatales y construir una verdadera paz territorial.
Si los campesinos que han construido estos territorios han querido armonizar la conservación del ambiente con sus prácticas cotidianas en medio de la guerra, ¿no es esta la posibilidad de que el Estado se integre a las regiones e invierta, ya no en operativos militares, sino en ambiente, bienestar y buen vivir?