Responder esa pregunta, o al menos formularla, es clave para entender los permanentes desafíos cotidianos ―culturales, cognitivos, afectivos y del sentido común― que significa el binomio revolución/contrarrevolución, con todos los contenidos que se le pueden sumar.
Cuento acá algunas breves historias de todos los días en Cuba e intento una mirada más allá de la crónica misma. También pretendo situarme en el desafío cotidiano, político, de proyectos país que se disputan. Cualquiera de estas historias pudo (o puede) ser escrita ayer, hoy y quizás mañana.
Son parte de los puntos menos observados de Cuba, en sus dilemas y en las consecuencias micro que entraña el proceso de reformas en curso en la Isla. Dentro de este, en particular, el acelerado proceso de privatización, el cual asienta estructuras, visiones del mundo y naturalizaciones de valores y actitudes no afines al proyecto de justicia, soberanía y dignidad que significa la Revolución cubana.
Estas cinco historias van desde los contenidos vívidos de la inclusión hasta la solidaridad como valor social, y pasan por el lugar de la propiedad y la posesión frente a los bienes comunes, así como las nociones de justicia y prosperidad que se disputan en la Isla.
Todas estas lecturas hacen parte del libro ¿Hacia dónde va Cuba? Proyecto, política y cotidianidad producido por la Editorial Caminos, del Centro Memorial Martin Luther King, en el año 2019.
Cada una de estas pequeñas partes de la realidad cubana y sus dilemas contribuye a mirar más de cerca el desafío cotidiano que supone producir una sociedad inclusiva, justa, soberana y liberadora, en medio de una realidad cada vez más centrada en el egoísmo, la acumulación individual, la pobreza material y espiritual. Asunto complicado si se asume el grado de naturalización creciente de esa realidad como toda realidad posible.
Valga entonces anotar como tesis central de estas páginas que: o el socialismo se disputa en la vida cotidiana, en los referentes, valores y estructuras que lo soportan o no será una vía eficiente para superar al orden social capitalista que también disputa espacios y avanza al interior de la sociedad cubana. Desafío que va desde diferenciar a un ser humano de un consumidor, hasta prever una educación en el amor y la cooperación.
Algunos datos no son actuales (los precios del café, la mención a la «reforma constitucional», por ejemplo), aun así, decidí dejarlos pues no afectan la lógica, esencia e intención de mostrar estos procesos, los que sí son profundamente actuales y en algunos casos agravados con el reciente impulso a los procesos privatizadores que vive el país.
¿Derecho de admisión o de discriminación?
Una tarde, después de recoger a mi hijo en la escuela, fuimos a una cafetería «particular» de las que pululan en los barrios habaneros. Mientras esperábamos por el servicio, entró otra persona a hacer su pedido. Colocó un peso en el mostrador y dijo: Un café. Era un hombre sucio y desarreglado, como su ropa. Llevaba un saco lleno de desusos.
La muchacha se prestaba a servirle una pequeña taza cuando, salido de no sé qué lugar, apareció un hombre increpando a aquel que quería un café. Le espetó un racimo de improperios y lo botó del lugar.
—Esto es mío y aquí entra el que me da la gana, gritaba casi en convulsión.
La persona que quería un café, y que tenía el peso para comprarlo, se marchó sin alzar la voz. La empleada permanecía atónita, al tiempo que asintió con la cabeza ante el reclamo del dueño exaltado para que evitara que «gente así» entrara al lugar.
De los presentes, unos miraban al lado como si nada pasara. Para otros era «obvio» que un tipo sucio no debe entrar en una cafetería. Además, «el dueño decide» lo que pasa en su negocio.
Mi hijo me preguntó por qué habían botado a ese hombre. La respuesta, salida de mi indignación, fue que hay personas que al acumular un poco de recursos y al ser «dueñas» de algo creen estar por encima de otros seres humanos y se arrogan el derecho de admisión, perdón, de discriminación.
¡Cuánto hubiera deseado que ese fuera, además de extremo, un episodio aislado! Pero no es así. En otros sitios anuncian que el lugar está lleno cuando algunas personas que desean entrar no cumplen los «requisitos» (no declarados) para tales sitios. La manera de vestir, «el porte», si llega en carro o no, el color de la piel, «la clase», el «tipo» y la posible solvencia frente a los precios del lugar son algunos requisitos incuestionables.
Ambos ejemplos se solapan en un sinnúmero de justificaciones.
Pero hay lugares donde el asunto está al desnudo. Estos declaran en la entrada que: se reservan el derecho de admisión. Claro, puesto a ver, es una manera más decente de decir: —Esto es mío y aquí entra el que me da la gana. Por supuesto, tienen a su favor que las personas están avisadas de que pueden no ser admitidas, perdón, que pueden ser discriminadas.
La discriminación no es cuestión de datos. Es, sobre todo, cuestión de actitud, de orden y prácticas sobre los derechos. Pareciera que algunos y algunas comprenden la prosperidad, el desenvolvimiento económico y la buena gestión también desde la discriminación. Hay quienes, de manera conciliadora, la asumen como una lastimosa e inevitable necesidad.
En cualquier tipo de sociedad es un sinsentido pretender el control del pensamiento. Pero sí pueden ordenarse socialmente los límites en los que el pensamiento se realiza.
Una persona puede pensar que otra, con determinadas características, no debe entrar a algún lugar. Pero, ¿es legal tener en un espacio de servicio, público o privado, un anuncio que consagre el derecho de admisión, perdón, de discriminación?
Esos carteles que pueden ser vistos en La Habana, ¿acaso serán el preludio de una realidad más perversa?, ¿acaso serán un tanteo para ir luego más lejos? Por ejemplo, para decir: en esta playa no entran negros, esta escuela es para blancos, aquí no entran homosexuales, los sin tierra vayan a otro lugar; si no eres blanca, joven, delgada y sin hijo, ni vengas.
No es delirio altruista lo que genera esta preocupación. Todos esos planteos, maneras de pensar, laten de modo descarnado en zonas de nuestra vida cotidiana. Claro, no hay vida social sin orden. El asunto está en cuál es el carácter de ese orden. Por ejemplo, es anticonstitucional discriminar a cualquier ciudadano por motivos lesivos a la dignidad humana. En la Carta Magna se especifica, al menos para los espacios públicos, que todo ciudadano tiene derecho a ser atendido en todos los restaurantes y demás establecimientos de servicios.
¿Acaso la propiedad privada y la eficiencia económica que le atañe implica otra relación con ese derecho? ¿Acaso la libertad de lo privado lo es también de discriminación lesiva a la dignidad humana? Sería deseable que la reforma constitucional venidera —ojalá constituyente— consagre el derecho de cada ciudadana y ciudadano a ser atendido en restaurantes y demás establecimientos de servicio, también para los espacios privados.
Miremos el asunto desde otra perspectiva. ¿Todas las personas pueden ser admitidas en espacios públicos y privados?
¿Algunas merecen ser discriminadas? La distinción de inicio es que la discriminación es lesiva cuando se enfoca en el origen o atributos simbólicos de las personas.
Sin embargo, la discriminación es positiva cuando se enfoca en conductas lesivas a la dignidad de las personas.
Por ejemplo, no es lesivo ser negra/o, homosexual, pobre, mujer, oriental, gorda/o, discapacitada/o, religiosa/o. Por tanto, esos atributos no son discriminables.
Sin embargo, la conducta racista, homofóbica, explotadora de cualquier signo, machista, acosadora de otras personas, sobre todo de las mujeres, la violencia agresora, el fundamentalismo y las estructuras de la pobreza son lesivas a la dignidad, por tanto, son discriminables.
La reacción ante estos carteles que declaran el derecho de admisión, perdón, de discriminación, no debería ser quitarlos. En su lugar, una opción pudiera ser reescribirlos, ser más conscientes y consecuentes y decir: En este lugar nos reservamos el derecho de discriminación.
Claro, ya las dueñas y los dueños decidirán y declararán a quién o a qué discriminan. En cualquier caso, la ley tendrá su posición al respecto. La gente decidirá si mira para el lado, si se siente cómoda o si se indigna. Las personas empleadas acatarán el contenido del cartel o se resistirán. Un hombre en harapos podrá, o no, tomarse un café. Mi hijo me preguntará si discriminar es justo y yo le responderé: —Depende…
El juego de educar en el amor y la libertad
Una niña juega a ser maestra. Delante de algunas muñecas y de un par de amigos, gesticula con un puntero improvisado. Vocifera que algo está mal y exige repetir la lección. Cerca, mamá y papá sonríen con orgullo.
Así lo muestra la televisión. La educación es un acto político permanente. La niña que juega a ser maestra ensaya, a través de su conducta, valores. Está siendo educada y también educa.
La sociedad es un complejo y amplio sistema educativo que produce, reitera y naturaliza un tipo de orden, de relaciones y de funciones sociales. La sociedad es la matriz de su propio sistema educativo, compuesto por muchas instituciones, entre las cuales la familia, la escuela, la comunidad y los medios de comunicación son las más robustas.
Pero la escuela enseña a niños y niñas a «portarse bien», a aprender las lecciones y a respetar a sus maestras y maestros. Para ello es respaldada por familiares que comparten ese sentido y lo refuerzan, y por la comunidad barrial, eclesial o de otra índole, que premia a quienes responden a ese patrón y castiga a quienes no. En este ciclo se naturaliza que las cosas son así porque no podrían funcionar de otro modo.
La escuela tradicional, de la que Cuba no se ha desprendido esencialmente, castra la creatividad innata, el ansia de descubrir como método natural de aprendizaje. Mutila el juego, la alegría y el goce como forma de apropiarse de la realidad. El constante proceso de error-acierto, espiral del conocimiento humano, no está entre las esencias pedagógicas más extendidas.
Esta escuela es un «parqueadero de niños y niñas», quienes deberían llevar al colegio solo la cabeza porque el resto del cuerpo es un estorbo: «Bajen la cabeza», «no miren para atrás», «no se rían», «hoy no tienen receso», «van a ir para la escuela de conducta», «no saben nada», «todo lo hacen mal». Frases que, multiplicables en contenido y forma, son una letanía indetenible.
La escuela tradicional es un tedio. Su función es fabricar obediencia y reprimir rebeldías. Es un lugar en el que la riqueza de lo diferente se empobrece en la homogeneización. Donde la diversidad es un dato y no un recurso para el aprendizaje. Donde todas y todos tienen que aprender lo mismo y al mismo tiempo. Allí las identidades se diluyen en un rango entre 60 y 100 puntos, y en el juicio dicotómico bruto-inteligente.
Una escuela que no forma en los valores que proclama. La solidaridad, el compañerismo, la cooperación, el respeto al diferente, la aceptación y la ética no germinan dentro de un orden escolar de obediencia, de autoridad parcelada, del temor como recurso y la desatención a la experiencia de vida como fuente de aprendizaje.
Por otra parte, esta es una escuela que evalúa resultados y no procesos. En la que aprender es reproducir reglas ortográficas, fórmulas matemáticas y datos históricos que, por lo general, sirven bien poco por su desconexión de la vida cotidiana. Una escuela que adiestra en las preguntas y las respuestas y desactiva la propensión al porqué con la que las y los infantes reconocen el mundo.
Esta escuela tampoco se centra en educar las relaciones humanas desde el diálogo, el disenso, el pensamiento crítico, la mediación de conflictos y la búsqueda de consensos; ni en el significado y concreción de la vida en comunidad, por lo que individualiza el saber y no condiciona su construcción colectiva.
Así se obvia que la democracia, el poder y la justicia se aprenden en la práctica cotidiana, y que la escuela debe contribuir a que se ensaye la toma de decisiones, la elección y la gestación de alternativas, individual y colectivamente.
Escuela tradicional en la que el orden y la disciplina no dan sitio a la ternura. No se prioriza enseñar a expresar las emociones ni a gestionarlas. Tampoco se constituye en sentido educativo el cuidado de la felicidad y la alegría que genera la autoestima. Escuela donde no se apuesta por la responsabilidad que implica aprender a manejar la conducta.
Lo anterior no niega que cada septiembre traiga felicidad al abrirse las puertas escolares en cada rincón cubano. Las niñas y los niños, con toda la ansiedad colocada en el pupitre, encuentran un stock de materiales que les espera y un colectivo de maestras que les acompañarán. Realidad posible por el principio político de que los apuros económicos no nieguen al sistema escolar su carácter universal y gratuito. Condición que tenemos que defender con las manos y con el alma.
Pero debemos ir más allá. Hemos de apostar por una revolución pedagógica que haga más pleno y sostenible el espíritu liberador de la Revolución. Una revolución que supere lo ya logrado, que lo enriquezca, que corra los límites una vez más.
Un sistema de educación que contribuya a producir ciudadanos y ciudadanas sostenedores de la república con todos y para el bien de todos. Sistema cuya función sea educar en y para la libertad, la democracia y la felicidad. Para el cual la relación libertad, ternura y comunidad sea un principio constituyente.
Aspiremos a que la niña que juega a ser maestra sienta que podemos vivir sin saber logaritmos, pero no sin saber relacionarnos con los otros y las otras; que estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas. Que es más libre la persona con capacidad de comprender que aquella que solo acumula información. Y que invite a la pedagogía del placer en el proceso de descubrir la verdad.
Comprendamos que la solidaridad, la aceptación, la cooperación, la humildad y el amor, como hábitos de vida, son aprendizajes que exigen su propia estructura social para reproducirse. Aspiremos, entonces, a un sistema de educación que asuma la escuela, la familia, la comunidad y los medios de comunicación como espacios de creación de la vida plena, digna y tierna que ha de sustentar la sociedad humana. Llamémosle socialismo, Reino de Dios o como nos parezca. Espacios educativos donde se explaye el precepto de que se educa en el amor amando y en la libertad liberando.
Está planteado un dilema
Una anciana se encarga del agua en su edificio. Quita y pone el motor, recoge dinero entre los vecinos si hay alguna avería y gestiona lo necesario cuando la cisterna se contamina. Vive en uno de esos edificios del Vedado que la gente conoce como capitalista por la fecha y la calidad de su construcción. En una ocasión pidió a los vecinos regular el consumo de agua pues habría afectaciones.
Una inquilina, quien compró uno de los apartamentos para alquilarlo, le dijo rotundamente que no podía pedirle a los turistas que ahorren agua porque eso le afecta el negocio.
No muy lejos, en la misma barriada, un arrendador de habitaciones entró en conflicto con los vecinos que viven encima de su casa porque molestan el descanso de los extranjeros. El juego de los niños, el ir y venir cotidiano, el paso por áreas comunes de ambas viviendas atenta contra la estabilidad del negocio. En el momento álgido del conflicto, el arrendador planteó como alternativa a los vecinos que se mudaran o le vendieran la casa.
En el mismo Vedado, es notoria la compra y remodelación de casas añejas. Algunas personas, sobre todo mayores, son tentadas a vender y se desplazan a zonas menos favorecidas. En lugar de los antiguos propietarios se asientan personas «prósperas».
No es un secreto que la renta de habitaciones es uno de los negocios más lucrativos. Esta actividad económica genera encadenamientos con otras labores: jardinería, trabajo doméstico, venta de productos diversos, transporte, albañilería, carpintería de todo tipo. También es fuente de importante contribución fiscal. En no pocos casos se establecen redes entre arrendadores que posibilita un acceso más estable a clientes y potencia el incremento del confort y la calidad del servicio, así como la estética de los barrios.
Al interior de este grupo existen prácticas y tarifas generalmente compartidas y se conforma una suerte de identidad social y clasista que, en ocasiones, implica que otras personas sobran.
¿Existirá un punto medio para esta tensión? ¿La anciana del edificio, los vecinos sin recursos y los que venden porque no les queda más remedio son daños colaterales de la prosperidad de unos pocos? ¿Estas contradicciones quedan fuera de lo atendible para la actualización del modelo? ¿La solución vendrá de las fuerzas autorreguladoras del mercado, o serán paleadas por el efecto derrame? ¿La función del Estado se reducirá a asistir a las personas más desfavorecidas?
Frente a este fenómeno tenemos básicamente dos variables: a) el derecho a la prosperidad mediante la venta de un servicio de calidad; b) el derecho a una convivencia digna para quienes no son prósperos. La relación entre ambas no se da de manera natural y espontánea. Dependerá siempre de las decisiones políticas, de los cuerpos legales que las respalden y de la toma de conciencia de quienes se implican en esa relación.
Este asunto es una manifestación más de la tensión permanente entre el control social que garantice un orden justo y digno y la maximización de la ganancia que tiende a subordinar la realidad social, natural y humana. Más específicamente, devela la contradicción entre el acceso a una vivienda digna como derecho y la mercantilización de este como solución.
Por otra parte, el acceso y disfrute de la vivienda es uno de los datos más críticos dentro de la creciente desigualdad que signa nuestra realidad. La solución asumida hace algunos años fue convertir la vivienda en una mercancía realizable para quien pueda compararla, o una inversión de capital para quien pueda rentarla.
En paralelo, el Estado mantiene, por un lado, magros programas asistencialistas para responder a las situaciones extremas y, para las que no lo son, pretende facilitar soluciones por esfuerzo propio. Por otro lado, potencia el desarrollo inmobiliario con elevados estándares que benefician a una minoría, sobre todo foránea. Lo llamativo es que no se incluyeron soluciones comunitarias o cooperativas para el problema de la vivienda. El cuerpo de soluciones vigente es de matriz individual y mercantil.
Añádase el debate sobre el retorno de la hipoteca, por ahora solo para la segunda vivienda de descanso prevista por la ley. Este dato me resulta alarmante por el entendido de que la hipoteca es la forma más perversa de mercantilización del derecho a la vivienda y la subordinación de este a la maximización de las ganancias y la acumulación.
Usted podrá corregir estas líneas con ejemplos de personas que arriendan sus viviendas y respetan la convivencia con sus vecinos, usted puede ser una de ellas. Yo puedo sumar varios nombres a esa lista. Usted podrá apostar porque la ley regule esta relación. Yo creo que es un paliativo necesario que puede adelantar un tramo de justicia, pero no será solución suficiente. Usted podrá argumentar que la gente quiere su propia casa, no fórmulas de propiedad común.
Yo coincido con el diagnóstico, pero no lo asumo ni como condición natural ni como inamovible. Por más contradicción moral que pueda causar, el agua es un bien común hasta que no afecte mi negocio. Los vecinos son buenas personas hasta que no comprometan mis ganancias. El derecho a una vivienda adecuada se constriñe a mi posibilidad de comprarla. Ojalá todos puedan tener una casa y una convivencia dignas, pero al final la solución de otros no es un problema mío.
El punto no es que unas personas sean egoístas y de mala leche y otras solidarias y conciliadoras. No se reduce a una cuestión de opción personal, aunque también lo es. No basta que la ley medie ante las desigualdades. El tema es más profundo, refiere a un patrón de prosperidad tendiente a la maximización de la ganancia como fuerza constitutiva de la realidad que, al mismo tiempo, pulsa contra todo lo que lo obstaculice, inclusive contra los derechos de otros seres humanos. Patrón que encasilla la prosperidad en la acumulación material individual e impugna cualquier alternativa comunitaria.
¿Estas particularidades se atenderán en una nueva regulación sobre los edificios múltiples? ¿La prosperidad podrá florecer sin comprometer el derecho de terceros? ¿Quiénes y dónde definen y controlan las soluciones frente a esta tensión? ¿Qué institución protege a las víctimas de la prosperidad excluyente? El dilema está planteado. ¿Usted qué opina?
Una cosa es robar y otra cosa es robar
Días atrás estuve en una cola. Esta vez a la puerta del mercadito de un Cupet. Era entrada la mañana y se suponía que estuviera abierto. Para ser más exacto, abierto al público. La gente que allí trabaja ajetreaba dentro, pero no estaban despachando. Era hora del arqueo (recuento) de caja.
Los comentarios en la cola iban y venían, y un tema se encimaba en el otro. Uno en particular me motivó. Se decía que hubo un robo en ese lugar hace unos días y por eso cerraban a distintas horas para hacer el arqueo.
Una de las personas que, como yo, esperaba para entrar, sentenció de manera tajante: —Eso no pasa en el capitalismo; ahí el dueño te bota si te coge robando. Sentencia que dio paso a variados ejemplos. Un familiar tal, en tal lugar, me contó tal cosa. Yo estuve en la tienda tal, en tal lugar y vi tal cosa. Cada uno de esos tales reforzaba, engrandecía, sublimaba y reafirmaba que: ahí el dueño te bota si te coge robando.
Me hubiera gustado preguntar, claro que solo como justificación para conversar mientras esperaba que terminaran el arqueo de caja, ¿qué pasa en esos lugares tales cuando el dueño capitalista le roba al que puede ser botado?, ¿lo pueden botar a él también?
Claro, lo pueden botar o cerrarle el negocio, que es lo mismo, si no paga los impuestos, si vende o almacena productos ilegales, si no está en buen estado de conservación lo que oferta, entre otras cosas. Todas esas son también maneras de robar.
Sí, pero ese es un bota’o desde afuera. Me refería a si la gente que trabaja en el lugar y no son dueños pueden botar al dueño si descubren que este roba. Me pareció una pregunta tonta de inicio, pues, ¿cómo puede robar si él es el dueño?
Mis respuestas demoraban en ser claras. Decidí entrarle al asunto por otro costado. En un negocio tal en un lugar tal, similar en tamaño y personal al de un Cupet, donde hay un dueño y son decenas de empleados y empleadas quienes cargan, cuidan, despachan, venden, anuncian y muchas cosas más que se hacen en tales lugares, ¿de qué forma podría robarles el dueño si él prácticamente no toca las mercancías? Por el contrario, es obvio que en el bolsillo, en la mochila o en el abrigo de las personas empleadas se puede ir una mercancía cualquiera de más, incluyendo dinero.
Al final del día, de la semana o del mes, cada cual recibe un pago por lo que trabaja. Sin embargo, las cuentas siempre son más abultadas para el dueño. Cuando digo más abultadas es en relación a la suma de cada una de las personas empleadas. Claro, eso es natural, el dueño gana más. Sí, pero, ¿cómo es que gana más si él solo no puede realizar el trabajo de decenas de personas?
Ya en este punto de la reflexión, al que llegué comparativamente de manera más lenta que la aparición de otras opiniones resurgidas en la cola, supuse que esa también es una manera de robar. Entonces, ¿por qué los empleados no botan al dueño que les roba parte de su contribución en la generación de beneficios? Debe ser que no queda tan claro que eso también es robar.
He sabido de lugares donde, por ejemplo, el contrato de trabajo es por ocho horas y se trabajan doce; sin embargo, el salario que reciben es por ocho. También los hay donde no existe ese problema pues no hay contratos.
Me pregunto, ¿quién se queda con los beneficios producidos en esas horas de más? ¿El dueño? De ser así, ¿eso no es robar?
Ah, pero también sé que en otros lugares se trabaja ocho horas, respetando el contrato, donde en las primeras seis ya has trabajado en relación al pago salarial que te correspondería por ocho. ¿Y las otras dos horas a dónde van? ¿Eso no es robar también?
Entonces creo que una cosa es robar y otra cosa es robar. Un robo es cuando un empleado o empleada, sea en el capitalismo o en el Cupet, se apropia indebidamente de una mercancía, sea esta dinero o no. Otro robo es cuando el salario que se recibe a cambio de una cantidad de trabajo sea menor a la cantidad de trabajo realizado. Casos en que la diferencia va a otro bolsillo menos laborioso o a una administración autoritaria.
Pero, ¿qué tal si le damos vuelta a la comprensión sobre este asunto?, ¿qué tal si en realidad las empleadas y empleados que roban están redistribuyendo las ganancias, sin conciencia de ello, aunque sea de forma distorsionada, irregular, individualista, egoísta y con daño a terceros; pero al fin una manera de complementar ingresos en relación a lo que aportan con su trabajo?
Qué tal si se entendiera que la gente roba, también, porque es robada de manera permanente en estructuras productivas de bandidaje, desigualdad, autoritarismo, despilfarro o ineficiencia. Las que se basan en relaciones salariales donde empleadas y empleados son cada vez más una mercancía y cada vez menos ciudadanos y ciudadanas del proceso productivo. Estructuras que lastran la capacidad de lectura crítica de la realidad y que se naturalizan en sentencias tales como: en el capitalismo el dueño te bota si te coge robando.
Visto más a fondo, estas estructuras no solo potencian robo de ganancia y conciencia, sino de justicia, de derechos, de vida y dignidad. Roban también la historia al contar que el problema está en los asalariados y no en las estructuras salariales injustas.
De entenderse así, la respuesta pudiera encaminarse a transformar esas estructuras, no a botar a los asalariados ni exculpar a los capitalistas.
Si las personas del Cupet y de las tiendas tales en los lugares tales participaran democráticamente en la redistribución de las ganancias que ayudan a crear con su trabajo, robar sería otra cosa.
Cuba, el tornado y la política
En Cuba la solidaridad se concretó. Mucha gente optó por hacer, dar y estar frente a los destrozos dejados por el tornado que golpeó varios municipios habaneros en 2019. Las experiencias, anécdotas y reflexiones sobrevenidas, al tiempo que están llenas de escombros, dramas y virtudes humanas, recuperación y solidaridad, nos invitan a leer con hondura y discernimiento a Cuba, su sociedad, su gente y las maneras de hacer política.
Estos días nos dejan algunas lecciones importantes, a saber: los problemas dramáticos del pueblo empujan a la unidad como solución; Estado y sociedad no tienen fronteras nítidas cuando se prioriza acompañar y proteger a la gente que, angustiada, maldice las ausencias y dilaciones, al tiempo que bendice las cercanías afectivas y materiales, vengan de donde vengan; la pregunta ¿y tú qué has hecho? es un buen antídoto contra las/os cronistas de desastres; la prioridad del protagonismo personal o del control estatal hacen igual daño a la solidaridad colectiva; el problema no es quién sí o quién no, dónde sí o dónde no, cuando se trata de resarcir a la gente más jodida; un presenciaso soluciona y humaniza más que un tuitazo; la realidad está en los barrios y no en Facebook; la sensibilidad individual y colectiva pueden mucho cuando activan la autogestión para ser útil y servir.
Este episodio, sobre todo, nos deja una pregunta trascendente: ¿por qué no hacemos cotidiano lo que ahora parece una excepción? Por ejemplo, la preocupación constante por las personas que viven en situación de pobreza —las más afectadas por eventos naturales y sociales—; el hábito de compartir lo que tenemos sin que medie una relación mercantil; el rescate del trabajo voluntario en la comunidad, sin más interés que ayudar a quien lo necesita y sin más beneficio que el bienestar que genera servir a los demás.
Podemos hacer cotidiano, también, que los límites entre el Estado y la sociedad se diluyan. Poner en común los intereses, coordinar esfuerzos y reconocer que la sociedad civil legitima su riqueza en la solidaridad y el empeño colectivo.
Además, podemos, entre todas y todos, diseñar un modelo que, al desterrar los recelos mutuos naturalice, potencie y enriquezca la articulación entre el Estado y la sociedad. Un modelo que parta de comprender que la solidaridad, la creatividad y las alternativas comunitarias, culturales y económicas, tienen muchos caminos posibles fuera de la mercantilización y la centralización castrantes.
La buena gente cubana trasluce lo mejor para afrontar este desastre. No perdamos el impulso y reconstruyámoslo todo, mejor que como estaba antes, incluyendo las maneras de hacer política, para que el bien común sea, cotidianamente, una preocupación de todos y todas.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/es-cotidiano-el-desaf%C3%ADo-pol%C3%ADtico-cubano-ed185fdd20a7
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