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¿Es el dolor prepolítico?

Fuentes: Rebelión

Estamos obligados a conmovernos públicamente. Esa es al menos una de las impresiones que refuerza la tragedia de Charlie Hebdo. Y quienes cuestionan estos hechos con radicalidad y mirada crítica están de antemano condenados a la ilegitimidad. De lo que se trata aquí es de plañir. De plañir en público y a coro. De ir […]

Estamos obligados a conmovernos públicamente. Esa es al menos una de las impresiones que refuerza la tragedia de Charlie Hebdo. Y quienes cuestionan estos hechos con radicalidad y mirada crítica están de antemano condenados a la ilegitimidad.

De lo que se trata aquí es de plañir. De plañir en público y a coro. De ir con la normalidad. Occidente se ha encargado de apropiarse de lo político cooptando el dolor de multitud de tragedias con el propósito de imponer agendas unilaterales. La agenda del dolor, la agenda del llanto, la agenda de la indignación, la agenda del feminismo, la agenda de la tristeza*. Además de arrancar de lo prepolítico al dolor, a la indignación, a la risa, y producir así una nueva turba de marginales. La de quienes no se conmueven políticamente, o no se ríen, o no se indignan, o no aplauden. La de quienes cuestionan antes de aplaudir, gemir o carcajearse.

Hemos perdido la capacidad de ser críticos y discernir los hechos políticos con espíritu acucioso. Expoliados por la necesidad de pertenecer -al grupo, a la tribu, a los clubes de intelectuales-, nos hemos convertido en viles repetidores de las consignas de los grandes rotativos. Hay que gustar a los otros. Hay que pertenecer para ser. Hay que llevar la representación a sus últimas consecuencias antes de desentonar de los berridos de la manada. Y la manada, ¡oh tristeza!, no hace sino buscar en los otros su anuencia.

Si nuestra sociedad no se ha entregado a disentir con más denuedo, a cuestionar ni a sublevarse, es porque ha recibido demasiados refuerzos que la animan a lo contrario. A asentir, aceptar, convalidar, conceder, consensuar, despojarse. Hemos llevado demasiado lejos nuestra manía democrática, nuestro gusto por la normalidad, nuestra propensión a la anemia. Y si sumamos a este disciplinamiento la multitud de pifias lógicas que nos delinean -no es verosímil cuestionar los móviles de una tragedia y al mismo tiempo conmoverse-, la nuestra se convierte en el desenlace fatídico y predecible de un cuento cruel.

Nosotros, la pequeña burguesía, hemos olvidado cómo ser libres. Hacemos de nuestras inclinaciones prepolíticas -la risa, el dolor, el llanto, la indignación- motor de nuestra normalidad política. Pero al hacerlo, nos hemos asegurado de no dejar ningún cabo suelto. Y lo hemos hecho con absoluto método. La normalidad política social es la suma de la normalidad prepolítica de los individuos aislados.

No hay cabida para lo anómalo. Ya estamos listos para realizar una simpática viñeta sobre los hechos de Charlie Hebdo y carcajearnos. Y que nadie pregunte nada.

*Aunque bien podría leerse, la agenda siria, la agenda libia, la agenda palestina, la agenda OTAN, la agenda Ayotzinapa. Y en cuanto al feminismo, me refiero concretamente al feminismo ordenado por la ONU. Un feminismo, otra vez, normalizante, homogéneo, correcto, disciplinario, facturado con su clásico espíritu de gendarmería.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.