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¡Es la equidistancia, estúpidos!

Fuentes: Rebelión

Ayer por la mañana me encontré a las puertas del Parlament con un buen periodista. De los que investigan; le dejen hacerlo sus jefes o no. Hacía un par de años que no nos veíamos, así que pronto hablamos de los errores más o menos reversibles de Ciudadanos y de Podemos. Él los atribuía bien […]

Ayer por la mañana me encontré a las puertas del Parlament con un buen periodista. De los que investigan; le dejen hacerlo sus jefes o no. Hacía un par de años que no nos veíamos, así que pronto hablamos de los errores más o menos reversibles de Ciudadanos y de Podemos. Él los atribuía bien al desconocimiento del campo de batalla político, bien a la juvenil arrogancia de los líderes respectivos; lo que, en parda lectura real-política, viene a ser lo mismo. Digo, y luego vuelvo a ello: en parda lectura.

Como es un buen periodista, me sorprendieron (sólo) dos cosas: que le pareciera que un gobierno de Unidos Podemos en solitario sería perjudicial (frente a esto uno siempre está obligado a preguntar: ¿perjudicial para quién? La «ciudadanía» o la «gente» no es nadie o es poca; hay que concretar según sexo, clase, nación, barrio, localidad, provincia, comunidad, poseedor, vendedor, desposeído, comprador, rentista, arrendador…), y que dijera que Ciudadanos, para competir electoralmente con el PP, se «derechizó» al dar el salto a la política de ámbito estatal (él no diría «estatal» porque se cuenta entre quienes, desde que empezó la cosa del institucional-procesismo catalán, replican con la nacionalidad de España; yo me cuento entre los ateos que, para el caso, maldicen en ambas lenguas el mismo Estado y las mismas Autonomías, la misma tierra corrupta y beata que nos parió).

Digo que me sorprendieron porque tales afirmaciones no son sino consecuencia de ese periodismo de declaraciones que él combate con piezas de análisis que ante todo pretenden una buena fundamentación. Pero ojo, que lo anterior incluye al peor periodismo de declaraciones: el de las declaraciones de los propios periodistas y tertulianos propagandistas de los principales medios de comunicación. Cuando el mensaje se sobresimplifica, la falacia y la descalificación sustituyen al argumento y a las buenas razones a favor o en contra. Me sorprende, pues, que este acreditadísimo periodista (podemos dar fe de ello) se sienta cómodo entre discursos pre-diseñados vaya usted a saber por qué consejo o consejos de administración. Claro, si uno no vive en Marte, la sorpresa respecto de dobles varas de medir o de meras contradicciones antropológicas es relativa o más bien ni siquiera lo es. Pero lo que me interesa destacar no es ni su posición (de Ciudadanos dejamos de hablar muy pronto, así que los adjetivos empezaron a caer del lado de uno de los dos «nuevos» líderes) ni por supuesto su condición, sino el hecho de que él tiene una posición (valga la redundancia conceptual: como todos): es un aventajado «buscador de verdad» que sin embargo quiere reproducir un relato mientras, al mismo tiempo y por volver al asunto, le molesta el relato impugnatorio de Unidos Podemos (o, en esto, más bien de los «nuevos» líderes de Podemos; de Izquierda Unida ni habla y yo me muerdo la lengua). En su caso, además, se posiciona desde la más pura abstracción: se empeña en seguir hablando del fallido pacto PSOE-Podemos sin mencionar el neoliberalismo de Ciudadanos (por algo será que la abstracción y la posición suelen ir juntas) ni la simpar equidistancia de un Pedro Sánchez, líder «socialista y obrero», que miraba (y sigue mirando) «a izquierda y a derecha». Sí, «socialista y obrero».

Nuestra conversación dio para mucho más y, a decir verdad, en todo este tiempo se ha escrito de todo y para todos. Así que me limitaré a consignar que su «realismo político» está bien aprendido y está bien que lo haya aprendido así; pero tiene que quedar claro que es «su» realismo, con «sus» verdades concretas y «sus» abstracciones más o menos deliberadas. Digo esto porque todavía hay quien estima que lo de los «relatos» y la «posverdad» es cosa «nueva»: con franqueza, me parece que no podría uno ser más ajeno a las sucesivas construcciones históricas de hegemonía (relato prometeico, bíblico, del «oscuro» medievo que además sólo vale para Europa, «re-nacentista», siglo «de las luces», del «progreso»…) ni, por cierto, estar más instalado en la «posverdad» (relato tenazmente «post»-moderno y precisamente por ello muy moderno). Es natural que en nuestro cerebro ordenemos la información que nos llega o a la que propendemos según los compartimentos que nos hemos ido formando, etcétera. Por eso, a veces un diálogo es un permanente ir tanteando el significado de los significantes que emplea el otro y que emplea el uno. La objetividad es un horizonte que, por definición, nunca se alcanza pero que tampoco nos hace inconmensurables: por el camino podemos entendernos, y podemos saber de qué hablamos por el contexto, por lo que nos rodea. Ese contexto, sin embargo, es algo más que la mera ampliación del texto; es una toma de partido, es el lugar al que uno tiene que haber decidido ir. Aclaremos esto: no soy partidario del relativismo moral (que además considero zafio), pero sí del transparente e inequívoco reconocimiento de que, cuando hablo, hablo desde una ubicación, con tradición o tradiciones encontradas, con una biografía atravesada de mil modos y un largo etcétera que me recuerda que hablo desde una perspectiva (por supuesto material, muy material) y no de otra.

Sólo cuando uno toma partido puede combatir seriamente la simplificación extrema, la falaz argumentación económico-social y política; sólo cuando uno toma partido puede decir que los relatos son eso, relatos: ni Ciudadanos fue nunca socialdemócrata ni Podemos pretende otra cosa que un socialdemocratismo que, para cuadrar bien su círculo, tendría nada menos que ahuyentar el espantajo de las terceras vías sin por lo demás alterar el control privado de los medios que un colectivo, una comunidad, una sociedad… emplea para producir lo que, quien ostenta y se lucra en razón de dicho control, decide que hay que producir. Vamos, sin decir ni mu ante la persistente propiedad privada de los medios de producción; santo grial que se puede beber con autonomía de la lucha política o sin ella, pero santo grial de las relaciones sociales en una sociedad que no va a dejar de ser capitalista por mucho que impugnemos su «relato» con otro «relato».

Es evidente que lo que acabo de decir sobre Podemos hay que encuadrarlo debidamente en su propio contexto, en la coyuntura histórica europea, en su propia real-política, etcétera. Y es asimismo obvio que un tipo de revolución permanente será también el ir ajustando el sentido y la referencia de lo que se va diciendo. Por el bien de la comprensión. De igual modo, me parecería estupendo, y coincido con mi colega periodista plenamente en esto, que la prensa volviera a dirigirse de manera abierta a su condición de «nicho», de facción, de «partido» en el sentido amplio (decimonónico) de la palabra. Pero entonces, y puestos a dar lecturas real-políticas de lo que ocurre, no podemos confundir a estas alturas lo abstracto con lo concreto: si criticamos a Pablo Iglesias por arrogante (y combatimos así la eventualidad de verlo presidente), ¿lo hacemos porque frunza el ceño cuando le contradicen (a veces con sobrada habilidad) en sus propios programas de televisión, porque en los inicios de su partido haya realizado defensas demasiado cerradas (con o sin razones detrás) de las críticas a sus compañeros, o lo hacemos porque, novato como era, debiera haberse subalternizado al PSOE tras el 20-D? Si es lo primero, para el caso no interesa lo más mínimo. Si es lo segundo, como principalmente sugería mi interlocutor, entonces nos hallamos ante la recurrente voluntad de consenso con la que, hoy, se recubre de manera doblemente abstracta el poder: un consenso económico que asegure la reproducción del sistema de mercado capitalista y un consenso político con el que la democracia representativa se ha pretendido blindar durante años incluso de las demandas de participación de los ciudadanos no propietarios.

Si denunciar lo anterior implica arrogancia, bienvenida sea (como la arrogancia que los ávidos delegados de Dios atribuían a sus siervos demasiado preguntones). No hay que perder más tiempo en esto, ni siquiera para pretender «caer bien» (dicho sea sin menoscabo de que, para mí, tienen mayor proyección Antonio Maíllo o Pablo Bustinduy, por citar a dos de los coaligados). Lo que hay que hacer es justamente eso, actuar: desde las instituciones y desde la calle. Lucha política y económica frente a quienes, ostentando el poder, invocan el consenso como recurso para el sostenimiento de su orden, para ganar el consentimiento de quienes podrían oponerse a su realidad pertinaz. Éste es, por lo demás, el sentido de la frase tan toscamente sacada de contexto: el cielo de los subalternos no se gana por consenso, se gana por asalto. Ésa es la impugnación del «relato» que va más allá de anteponerle otro «relato».

Pero mi buen periodista, cronista parlamentario muchísimo más hábil que yo en las cosas de la práctica política, me habló de «colonización interior», y me puso como ejemplo el modo en que ERC está parasitando poco a poco a la antigua CiU y ganando posiciones sin desgastarse. La analogía con lo que pudo haber hecho Podemos ante el PSOE tras el 20-D es sin duda interesante. Sin embargo, se me ocurre que la coalición catalanista puede justificarse con naturalidad ante un electorado que por un lado debe de estar ya acostumbrado, como el del PSOE, a las permanentes políticas de derechas de ERC (podríamos hablar de muchas privatizaciones en su haber, pero la de la sanidad catalana es especialmente grave) y, por otro y principalmente en la coyuntura actual, ha aprendido con la docilidad de un monaguillo a dejar todo su pensamiento más o menos crítico guardado en un rinconcito a la espera de un mañana redentor. Poca gente hay en Cataluña, muy poca, que viva de forma innatural la coalición JxSí. Lo que debería haber escandalizado a más de uno es la aquiescencia suicida (no digo para sus diputados) con la que siguen acogiendo desde la CUP el sacramento del «sí, quiero». Me parece, en cualquier caso, que transponer esta experiencia a la eventual concesión de Podemos al pacto PSOE-C’s tras el 20-D no es riguroso: el propósito con el que nace Podemos no coincide con el propósito establecido y enquistado en el «viejo» PSOE.

Y ése es el verdadero problema, que no dieron (ni dan) los números. Pero aquí, de nuevo, no vale con parapetarse en la equidistancia. No es lo mismo el votante de clase baja asalariada que se acompleja medio indignado ante el autosatisfecho socio del club de tenis, que el autosatisfecho socio del club de tenis que se ofende con la sola presencia del votante de clase baja asalariada. No querer pedir permiso en tal situación no es ni soberbia ni vanidad (pecadillos muy queridos de la clerecía), es un pedacito de dignidad con el que se recupera la autoestima (tan odiada, por cierto, del maniqueo Agustín de Hipona, uno de los antecedentes intelectuales de lo que hoy seguimos llamando «realismo político»). No es lo mismo Errejón que Iglesias, no; esperar que el PSOE, refrito de Ciudadanos con regeneración democrática de postín, se digne a llamarte que llamarlo dignamente tú. Como no es lo mismo Unidos Podemos haciendo un relato de la Transición que el relato de la Transición hablando por boca del rey; ni es lo mismo la astracanada de una CUP sumisa con la Generalitat que el veto permanente al que somete a Barcelona en Comú; ni es lo mismo un referéndum pactado que cualquier otra cosa que se nos ocurra; ni es lo mismo un redomado franquista que un oportunista burgués catalán (aunque también aquí hay franquistas), como tampoco es lo mismo, ya puestos, Paul Preston exagerando las víctimas de la represión del dictador Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios, que la infumable octavilla de Pérez-Reverte.

Como se comprenderá por los ejemplos anteriores, la toma de partido no lo hace a uno riguroso. Pero si uno quiere ser riguroso tiene que empezar por admitir que ha tomado partido. No por la verdad, como alguna vez se ha dicho con una lírica que según quien la gaste asusta y según quién, ennoblece, sino por una verdad concreta (que, guste o no, es siempre mucho más honesta). Aquí es donde empiezan los problemas para el adorador (declarado o no) de relatos: hay que ser muy cínico para admitir felizmente que la verdad que defiendes deja fuera a dos tercios de la población; y hay que ser muy torpe para no admitir que lo que defiendes tiene que ver con una verdad muy concreta que sólo suscribirá quien comprenda que defiendes su verdad: la del barrio, localidad, provincia o Comunidad, la del poseedor, vendedor, desposeído, comprador, rentista, o arrendador, etc. Hay que tener mucho cuidado porque seguimos estando, en Cataluña y en el resto del Estado, entre ambos contextos, y no siempre queda claro qué partido hemos tomado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.