Planteaba Marc Ferro, en su libro «La Gran Guerra, Primera Guerra Mundial», que Dios debió de pasarlo muy mal durante dicha contienda. Tanto que sus atributos clásicos divinos de suma inteligencia, voluntad, bondad y omnipotencia, hubo que sustituirlos por uno solo: el de suma perplejidad. Porque ¿qué partido debía tomar su augusta divinidad, a favor […]
Planteaba Marc Ferro, en su libro «La Gran Guerra, Primera Guerra Mundial», que Dios debió de pasarlo muy mal durante dicha contienda. Tanto que sus atributos clásicos divinos de suma inteligencia, voluntad, bondad y omnipotencia, hubo que sustituirlos por uno solo: el de suma perplejidad. Porque ¿qué partido debía tomar su augusta divinidad, a favor de los alemanes o de los france- ses, que le rezaban a la misma hora y con las mismas preces: «Señor, ayúdanos a machacar a nuestros enemigos»? Ni que decir tiene que esta suma perplejidad no abrió la boca ni antes ni durante, ni después del parto bélico. Los que sí hablaron fueron los vencedores, quienes, obviamente, además de darle las gracias a este perplejo Dios, consideraron, aunque ningún emisario del cielo les dijera nada, que había estado de su parte. Para-dójicamente, y a nivel oficial de los estados confesionales o laicos, Dios siempre ha estado del lado de los vencedores. De tal modo, que no sólo la violencia ha funcionado como fundadora y conservadora del derecho, como dice Walter Benjamin, sino que, además, ha determinado de qué lado poderoso ha estado siempre Dios. Este providencialismo barato, rayano en el más cachondo de los conductismos, tiene, lamentablemente, efectos la mar de grotescos. España, por poner un ejemplo, tendría que ser considerada como la nación más despreciada por la omnipotencia divina, porque desde 1898 se la han dado por todos los lados. Claro que, a remediar esta intrínseca intimidad entre Dios y guerra, vino Franco y puso a los rojos ateos en su sitio, como perfectamente señalaron la mayoría de los obispos en 1936. De todo ello se deduce que la idea de Dios es tan manipulable como un trozo de plastilina. De ahí que nos asista la duda razonable de que una cosa así no puede existir, o, en el mejor de los casos, si existe tiene que andar escondido de vergüenza en algún agujero negro del espacio. Porque si existiera, hace tiempo que, dadas las burradas de los hombres, habría manifestado que dejaran de usar su nombre. Por eso, se dice a veces que el azar es el seudónimo que utiliza Dios para no pasar vergüenza. Pero ni así. Para colmo, quienes más han utilizado este ariel trascendente como justificación de sus barbaries han sido los hombres de fe. Pero a Dios no le tiene que hacer mucha gracia que la gente considere que sin él la compasión es imposible de practicar. Porque, si no, ¿para qué narices los creó a su imagen y semejanza? Que el hombre lo convierta en coartada para responsabilizar al hombre del mal en el mundo, porque no responder moralmente a los padecimientos del prójimo constituye un pecado ante DiosŠ tampoco es muy convincente. Porque, entonces, Dios no sería la solución, sino el problema. Y, ahora, con motivo del cónclave, esa antigualla medieval que ha logrado sobrevivir al Antiguo Régimen, se vuelve a hablar de Dios, aunque bajo la rúbrica del Espíritu Santo. Lo más llamativo de esta tercera persona de la santísima trinidad es su representación gráfica en forma de palomo o de paloma, que nunca ha estado claro el clavicordio de la columba en cuestión. Tampoco hemos sabido nunca si se trata de una paloma doméstica, mensajera, paloma de toca, rizada, palomariega, silvestre, brava, torcaz, tripolina, zorita y real, que de todo hay en el columbario (de columba, en latín, paloma). La verdad es que tiene gracia por arrobas que una paloma, dada la simplicidad que tradicionalmente se le adjudica, se le llame: «tercera persona de la santísima trinidad, consubstancial al padre y al hijo, y de su mis- ma naturaleza, procediendo de ambos como de un solo principio». ¿Fácil de entender, eh? También cuesta más de un esguince cerebral que un pichón, encarnación clásica de la sencillez por no decir de la estulticia, sea considerado como «el alma de la iglesia, a quien gobierna, ilustra y santifica, dirige las definiciones de los pontífices y los concilios, sostiene la jerarquía eclesiástica, vivifica el cuerpo de la iglesia y asiste a cada miem- bro con las gracias necesarias para su recto fun- cionamiento». Porque si algo ha dado la Iglesia al mundo es una teología enrevesada e ininteligible, además de «casuistera». La verdad, parece mentira que sea dicha paloma la inspiradora de los discursos teologales. No quedan ahí las abundantísimas cualidades del Palomo Santo. Además de lo dicho, los frutos de este volátil Paráclito consolador, abogado, defensor, en griego son «caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad». Lo de la castidad y la continencia tiene, ciertamente, una finísima retranca. Porque si hay una institución donde la pederastia ha campado a sus anchas ha sido entre los predios curiles, de los que no se han librado ni obispos ni cardenales. Es evidente que la línea directa entre el Espíritu Santo y ciertos sacerdotes, en especial norteamericanos, se ha cortado de manera tan brusca como radical. Para terminar, recordaré que los dones del Espíritu Santo siempre fueron siete: «entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza y temor». Cuatro referidos a la inteligencia y tres a la voluntad. Yo no sé, si como dice el obispo Sebastián, el cónclave es la manifestación de la presencia de Jesús resucitado. Si lo chamulla el púrpuras de Pamplona, seguro que lo es. Más difíciles cosas hemos oído decir sobre este espíritu, nada menos que dejar embarazada a una virgen. Un gesto bastante feo, desde luego, e incompatible con las cualidades, como modestia, continencia y castidad, que le atribuye la teología dogmática eclesial. Nunca, desde luego, una paloma produjo tantos bienes, copulativos e interdisciplinares ellos. Y es que, como decía Pablo de Tarso: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables». Así es. Aunque ya se dice que el Espíritu Santo trabaja todo el año y en los cónclaves se co-ge vacaciones. Y, bueno, caso de que haga una excepción, seguro que los romanos no podrán dormir debido a los arrullos metafísicos del santo pichón, porque trabajo, desde luego, no le ha de faltar para meter en cintura a tan ilustres prendas. En fin, felices zureos. –