Lo cierto es que a pesar de las molestias causadas durante estos días a los usuarios -puertas cerradas en los metros, estaciones clausuradas, presencia policial en las boleterías, trayectos más largos-, en la calle lo que más se puede ver es apoyo a los jóvenes. Esta aparente contradicción es sencilla: para la gran mayoría de […]
Lo cierto es que a pesar de las molestias causadas durante estos días a los usuarios -puertas cerradas en los metros, estaciones clausuradas, presencia policial en las boleterías, trayectos más largos-, en la calle lo que más se puede ver es apoyo a los jóvenes. Esta aparente contradicción es sencilla: para la gran mayoría de quienes usamos el metro, las protestas no sólo son lógicas, sino legítimas.
Si algo nos dejó la jornada del 18 de octubre fue el retorno de la política material a primera línea, luego de la revuelta protagonizada por cientos de trabajadores y sus familias durante las últimas 48 horas.
Sin duda no estaba en el análisis de nadie que el alza del precio del transporte capitalino podía generar una respuesta de este calibre por parte de la población, sobre todo de sus segmentos más precarizados, un estallido que dejó a la izquierda desorientada y al gobierno totalmente incapaz de responder a los hechos.
Lo demuestra el comportamiento errático que tuvo durante los últimos días: pasó de minimizar las evasiones como cosa de los estudiantes secundarios, a invocar la Ley de Seguridad Interior del Estado, y terminó decretando Estado de Emergencia, sin dar una sola respuesta a la exigencia de la población: dar pie atrás al alza, y reformar el sistema de transporte colectivo y su financiamiento.
Que la desigualdad es un flagelo estructural en Chile no es novedad para nadie, pero desde la dictadura que no se veía algo como lo que sucedió anoche: si el 2011 había una movilización que contaba con organismos de masas que ejercían una orientación clara, y se luchaba por un programa específico, en esta oportunidad más allá de revertir el alza es difícil identificar elementos más concretos fuera de la rabia contra la desigualdad, lo que ha hecho más difícil que algún espacio ejerza una conducción política.
El saldo es duro: más de 300 detenidos, decenas de carabineros heridos, cientos de barricadas en la ciudad, 49 estaciones de metro y muchos buses dañados, miles de personas que se manifestaron y mucha incertidumbre sobre lo que pasará los próximos días.
En este minuto los medios de comunicación muestran cómo las Fuerzas Armadas dan cuenta de una noche relativamente tranquila y sin enfrentamientos, y el gobierno ha insistido en su relato central: las manifestaciones son hechos delictuales, y el problema central radica en una materia de seguridad pública, acusando de criminales a quienes salieron a protestar.
Pero lo cierto es que durante toda la jornada las manifestaciones contaron con altos grados de legitimidad entre la población, a pesar de la violencia que se iba extendiendo: cuando se suspendió el servicio de Metro, miles de personas recorrieron la Alameda buscando tomar micro pero no hubo expresiones de rabia contra las protestas, aunque si barricadas y protestas contra la presencia policial.
La duda central es ¿cómo llegamos a un estallido social de esta envergadura, si nadie lo vio venir?
Todo comenzó con las imágenes de multitudes de estudiantes secundarios evadiendo el pasaje en el Metro de Santiago luego de que un «comité de expertos» tomara la decisión, de igual forma como lo venía haciendo durante los últimos años. Esta vez, sin embargo, la medida generó mayor malestar, posiblemente porque al cruzar la barrera de los 800 pesos en el Metro se acercó peligrosamente a los mil pesos.
Los estudiantes llevaban varios meses protagonizando fuertes manifestaciones, muchas terminando en violencia y represión en el Instituto Nacional y otros establecimientos, pero en el momento en el que decidieron centrar sus acciones en el alza, pusieron el dedo en la llaga: miles de chilenos se identificaron con el creciente costo de la vida.
La gente relacionó el alza del transporte con los anunciados aumentos en las cuentas de la luz, con la discusión por la jornada de 40 hrs., con los bajos sueldos y las pensiones miserables, y dotó de legitimidad a la evasión poniendo al gobierno en una posición incómoda.
Es verdad que a simple vista un alza de 20 pesos no parece ser gran cosa, pero ha servido -como otras veces en la historia de nuestro país- como hito que hace estallar las tensiones acumuladas desde hace tiempo en nuestra estructura social.
En un país donde cientos de miles de familias trabajadoras deben vivir con el sueldo mínimo, donde la salud y la educación son un privilegio de unos cuantos, y los adultos mayores viven en su mayoría con pensiones de hambre, el precio del transporte capitalino se transformó en la excusa para expresar la demanda por condiciones de vida dignas.
La respuesta del gobierno fue la clásica: en un intento por evadir su responsabilidad política buscó reducirlo a un asunto de seguridad pública -igual que ante las demandas de comunidades mapuche- acusando de delincuentes a los estudiantes, y más grave aún utilizando a los trabajadores de Metro como carne de cañón y a Carabineros -una vez más- como guardia de korps de los intereses del empresariado microbusero.
En esa posición ha sido secundado por un alto número de personalidades del progresismo liberal, que miran con horror cómo cientos de estudiantes secundarios ejercen la «acción directa» de forma mayoritariamente no violenta.
Desde opinólogos de la derecha más dura clamando por sacar a los militares a la calle, a dirigentes demócratacristianos que niegan que las masivas manifestaciones sean actos de desobediencia civil, pasando por parlamentarios que buscan multas y trabajo comunitario para evasores, el establishment político -el «Bloque en el Poder»- se ha movilizado de forma desesperada para intentar controlar a las masas que reclaman revertir el alza.
Lo cierto es que a pesar de las molestias causadas durante estos días a los usuarios -puertas cerradas en los metros, estaciones clausuradas, presencia policial en las boleterías, trayectos más largos-, en la calle lo que más se puede ver es apoyo a los jóvenes. Esta aparente contradicción es sencilla: para la gran mayoría de quienes usamos el metro, las protestas no sólo son lógicas, sino legítimas.
Cómo puede ser eso posible, reclaman desde redes sociales quienes se han levantado como defensores de la moral y las «buenas formas» de expresar las diferencias, que se esté justificando el delito. Un posible punto de inflexión fue cuando el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, sugirió que los trabajadores se levantaran más temprano para tomar el metro en horario valle, en lo que fue interpretado por muchos como una falta de respeto y una desconexión total con la realidad cotidiana de los chilenos.
Todo el que se ha levantado a tomar micro a las 6 y media de la mañana sabe que el transporte colectivo ya pasa lleno a esas horas; toda trabajadora o trabajador que debe ir a dejar a sus hijos al colegio antes de irse al trabajo sabe que las palabras del ministro demuestran que no sabe de lo que está hablando.
El «levántese más temprano» es un dicho violento cuando uno ya debe levantarse temprano para abordar un carro de metro o una micro llena cuando aún no sale el sol, para perder una hora o más diariamente en el trayecto de la casa al trabajo y de regreso.
¿Bajo qué óptica podemos entonces entender el conflicto que se vive en el transporte de Santiago? Es simple: lo que hemos vivido durante toda esta semana es sencillamente una muestra concreta de la lucha de clases.
Tenemos por un lado a un conjunto de fuerzas políticas y sociales que defienden un status quo que golpea a los sectores más empobrecidos de la sociedad, y por el otro, a quienes se levantan para reclamar en contra de este ataque a sus condiciones de vida, no sólo por el alza en concreto, sino en contra un panorama general en el que la precarización de la vida es pan de cada día.
Es así como frente a los millonarios perdonazos a empresas como La Polar o Johnson’s, a la evidencia concreta de que el Presidente de la República ha evadido impuestos a través de «empresas zombies», su sociedad en paraísos fiscales, o el no pago de contribuciones por sus propiedades, y otros bullados casos de beneficios para quienes realizan robos «de cuello y corbata» sin consecuencias ante la justicia, tenemos una dura represión contra quienes protestan por el alza del transporte.
Esta situación es lógica si entendemos que, tal como llevan mucho tiempo denunciando los empleados de Metro de Santiago, del pasaje que cobran sólo 490 pesos quedan en la compañía de propiedad estatal, mientras que el resto del boleto termina subvencionando a las empresas de micros para asegurarle su margen de ganancia a los empresarios.
Precisamente la reacción de los trabajadores de Metro, a través de sus organizaciones sindicales, ha sido una señal potente de cómo la realidad material unifica los intereses de las y los trabajadores y sus familias en un momento que puede ser clave, incluso en momentos de máxima tensión.
El Sindicato Unificado de la empresa aseguró que entienden las evasiones como «un efecto social producto de las continuas alzas en la tarifa, alzas que son definidas por un panel de expertos que oculta la responsabilidad política del gobierno en la gestión del transporte público como un derecho de la sociedad», y emplazaron al gobierno a abordar el conflicto políticamente, buscando soluciones de fondo y en virtud de la seguridad de los trabajadores y los intereses de los usuarios.
En la misma línea el sindicato de guardias de metro, junto con rechazar las agresiones puntuales que han ocurrido, se sumó a la posición del Sindicato Unificado y recordó que los trabajadores no tienen ninguna responsabilidad en el alza.
Al final del día, la discusión no tiene que ver con la violencia, que si bien muchos chilenos rechazan, también comprenden y así han debido mostrarlo incluso los medios de comunicación, ni con el carácter de la evasión -desobediencia civil, protesta o delincuencia- sino con el Estado que tenemos y el modelo de gestión que tiene de lo público. El modelo actual no sólo tiene a Metro contra la pared, sino que también a los hospitales públicos sin insumos y con cada vez peores condiciones de trabajo, y a los colegios públicos en eterno conflicto por la precarización de la educación.
Las estaciones de metro destruidas y los daños provocados por las protestas son muestras de cómo la rabia se abre camino cuando el sistema político es incapaz de canalizarla, y cuando un segmento amplio de la población toma la decisión de dejar de aguantar los privilegios que disfruta una minoría. La respuesta entonces no puede ser la represión, porque las condiciones estructurales que permitieron la revuelta continúan ahí, aunque el gobierno, por los intereses de clase que representa, difícilmente podrá dar los pasos necesarios para superar la crisis.
http://www.revistarosa.cl/2019/10/19/evasion-en-el-metro-es-la-lucha-de-clases-estupido/