Uno de los valores que tenemos asumidos en el capitalismo consiste en imponer lo que pudiéramos denominar como una sanción contra los agentes que hayan causado cualquier daño a otros agentes, o bien no hayan respetado sus derechos. Es decir, se supone que existe un agente (un particular, una organización o una empresa, una Institución, […]
Uno de los valores que tenemos asumidos en el capitalismo consiste en imponer lo que pudiéramos denominar como una sanción contra los agentes que hayan causado cualquier daño a otros agentes, o bien no hayan respetado sus derechos. Es decir, se supone que existe un agente (un particular, una organización o una empresa, una Institución, o directamente el Estado) que ha vulnerado los derechos de otro agente, y que, como reparación de ello, el sistema le impone al primero una sanción, multa o canon, consistente típicamente en una cantidad monetaria que el sistema entiende (desde su punto de vista capitalista) que está destinado a resarcir los posibles daños causados. Normalmente, quien impone la sanción o multa suele ser un tribunal de justicia, al cual se ha apelado debidamente para denunciar, y en su caso reclamar, la indemnización correspondiente. Bajo un sistema que legitima el dinero como elemento fundamental para la consecución de la riqueza, la sanción capitalista es, en la inmensa mayoría de los casos, el elemento reparador por excelencia. Pero el extendido mantra de «Quien la hace, la paga» está mucho más extendido de lo que sería deseable, no representando en la inmensa mayoría de los casos, como vamos a ver, la solución al problema.
Podemos poner multitud de ejemplos de esta asidua práctica, porque además se aplica a muchos y muy diversos contextos: pueden ponerle una multa a los bancos por algunas de sus miles de prácticas fraudulentas, mafiosas e ilegales (la última, por ejemplo, intentar cobrar doble comisión si un usuario reintegra alguna cantidad desde un cajero externo a su red), o bien pueden imponerle una sanción económica a un grupo de empresas que hayan violado las normas de la libre competencia (como la reciente multa a las compañías petroleras por haber acordado las variaciones de precios del combustible), o pueden imponerse sanciones a determinadas empresas por prácticas fraudulentas (por ejemplo, tenemos el caso actual de la Wolkswagen, que ha trucado su software de control de emisiones en sus vehículos, para que detecten cuándo están siendo sometidos a una prueba), o bien pueden imponerse sanciones en el ámbito internacional, cuando determinados países incumplan acuerdos, normas o tratados de obligado cumplimiento (como le está ocurriendo a nuestro país, que ya ha sido denunciado ante la ONU por diversos asuntos relacionados con la memoria histórica, con la garantía de algunos derechos sobre acceso a servicios públicos, o bien ante su indecente política contra los inmigrantes africanos).
Pero aún podemos ejemplificar más casos, donde el sistema de multas, indemnizaciones o sanciones se aplica, constituyendo claros casos de impotencia del sistema ante el intento de reparación del daño causado. Tenemos casos muy ilustrativos al respecto, como el de los Ayuntamientos que sistemáticamente pagan la multa correspondiente, por continuar ejerciendo prácticas consideradas ilegales, como en algunos casos de maltrato animal…y entonces podríamos preguntarnos: ¿realmente la multa o sanción capitalista cumple su función reparadora del daño? El importe de la cuantía suele ser perfectamente asumible por la Institución, que prefiere, aún a costa de ser multada, continuar practicando su ritual popular, tirando al ave desde el campanario de la Iglesia del pueblo, a sabiendas de que la sanción no afectará en nada. Y si tenemos por ejemplo muy claro que el sistema ha de indemnizar a terceros afectados ante casos de accidente grave o muerte (en este caso la indemnización se concedería a los familiares más directos), no lo tenemos tan claro cuando el sistema ha de compensar con dinero determinados hechos que causaron un efecto demoledor en la población, los animales o la propia naturaleza. Tenemos en la palestra el caso de los afectados por la talidomida, un medicamento de la farmacéutica alemana Grünenthal que muchos médicos recetaron a muchas mujeres embarazadas para controlar sus vómitos, durante las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado, y que provocó el nacimiento de miles de niños y niñas con enormes deformidades. En este caso, además, el caso ha sido aún más injusto, pues se han denegado las indemnizaciones a los afectados de nuestro país, bajo el argumento de la prescripción. Y como dijo uno de los afectados a la puerta del Tribunal Supremo: «Yo no prescribiré hasta que me muera«.
En cualquier caso, el principio de justicia social que pudiéramos denominar como «Te perjudico, pero te indemnizo» no parece estar siempre a la altura, sobre todo cuando se practica al contrario, esto es, siendo el propio ciudadano el que «indemniza», paga una multa en cuestión, al sistema o a su sociedad, para no verse «perjudicado». Quizá el caso más paradigmático de esta práctica, asumida y legitimada socialmente, pero aún injusta, sea el de las denominadas «fianzas judiciales». En efecto, se da cuando un juez entiende que existen indicios de comisión de delitos por parte de un sospechoso, y dictamina para dicha persona un período de prisión preventiva, hasta la celebración del juicio correspondiente, pero dicha entrada en prisión puede evitarse mediante el pago de una determinada cantidad en concepto de «fianza». Nos puede parecer justa en el sentido de que la cantidad a pagar por el supuesto imputado suele ser proporcional a la gravedad de sus delitos, pero en cualquier caso, es evidente de que sólo los que puedan conseguir el dinero para pagar la fianza (directamente o a través de terceros) se verán libres de la cárcel. Los que no puedan pagarla, no podrán evitar la prisión, representando una medida a todas luces injusta y discriminatoria.
Pero indiscutiblemente, donde el sistema de la sanción capitalista se muestra más injusto e impotente es aquél que pudiera responder al principio de que «Quien contamina, paga». Como sabemos, aún nos queda mucho camino por recorrer hasta desarrollar completamente un grado de concienciación social amplio con los problemas de sostenibilidad medioambiental, así como con el desarrollo de políticas de producción, uso, consumo y desecho de nuestros recursos naturales. Y en este medio camino entre la minoritaria conciencia sobre el problema, y la necesidad de desarrollar mecanismos para ir paliando las terribles consecuencias medioambientales de las políticas que se desarrollan, los Gobiernos insisten en recurrir a las compensaciones económicas como medio para enfrentarse a estas malas prácticas. Estas políticas de sanción, multa o canon van penetrando poco a poco en el seno de las comunidades, incluso dentro de los hábitos y costumbres particulares. Muchos las aceptan como moneda de cambio normal, pero estas políticas compensatorias tienen un alto coste, ya que con ellas se aceptan socialmente y se legitiman los daños a los territorios, a la salud, al medio ambiente, a los recursos naturales, e incluso a la vida tradicional de muchas comunidades, entendiendo que estas práticas y estos daños causados se pueden compensar con dinero.
Y así, se abren las puertas a formas de entender la política y las medidas sociales enmarcadas en el dinero como elemento paliador de todos los efectos perniciosos que podamos causar por otras vías, cuando, y más en el caso al que estamos haciendo referencia, ni todo el dinero del mundo podría reparar los terribles e irreversibles daños que le estamos provocando al planeta. Tenemos por tanto que cambiar nuestra filosofía, y tenemos que hacerlo imperiosamente. Hemos de abandonar los puntos de vista centrados en la racionalidad mercantil, tan arraigada en nuestro imaginario colectivo, para entender que los intercambios o compensaciones económicas no van a paliar en ningún caso los graves deterioros causados. En el caso de un accidente o asesinato causado a terceras personas, aunque lógicamente la indemnización no nos devuelva a la vida a nuestros seres queridos, el pago está pensado para paliar determinadas situaciones de carencia derivadas de la ausencia de las personas afectadas. Pero en los casos de daños medioambientales, está claro que el dinero no devolverá la vida a los animales muertos, ni los árboles a los bosques talados, ni limpiará el agua contaminada, ni restablecerá las temperaturas desequilibradas, ni volverá a formar hielo en el mar de que se trate…los efectos ya serán irreversibles, y el pago por haber contaminado no restaurará las condiciones anteriores al daño. Lo que hemos de hacer es diseñar políticas de prevención, e implementar medidas que imposibiliten que dichas situaciones puedan continuar dándose. Si no lo hacemos, más temprano que tarde, el dinero no impedirá la autodestrucción.
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