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El poder es impune

¿Es psicópata?

Fuentes: Rebelión

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Entrevistador: Mrs. Madeleine Albright (Secretaria de Estado de Estados Unidos entre 1997 y 2001): ¿Realmente vale la pena matar a esos millones de bebés sólo para apoyar la política estadounidense contra Irak?

Mrs. Madeleine Albright: Sí, vale la pena.

El ejercicio del poder conlleva siempre una cuota de violencia. En mayor o menor medida, siempre hay imposición, lo cual implica un mandato, una directiva. En definitiva, eso es el poder: la acción de uno sobre otro, logrando una conducta deseada, deseada por quien ejerce ese poder, sobre la voluntad doblegada de quien sufre ese ejercicio. Por tanto, es siempre lineal, autoritario, de una sola vía.

Hay poderes y poderes, existiendo distintas formas de ejercerlo; la violencia, a veces, puede estar claramente presente en su desarrollo, quizá de la manera más descarnada. Pero no siempre es necesaria, no siempre está presente. El poder es una relación entre dos partes, y eso es lo que indefectiblemente se cumple: una de esas partes se impone -por las buenas o por las malas- y la otra se somete.

Sucede que las modalidades que asume el ejercicio del poder cuando se trata de las relaciones entre clases sociales -que no son sino relaciones de explotación económica- muchas veces, cuando no siempre, son crueles. Incluso sanguinarias, atrozmente feroces, dispuestas a mantener esa asimetría a sangre y fuego.

El poder, que es una matriz que rige buena parte de las relaciones interhumanas, siempre es eso mencionado arriba, implicando la subvaloración o discriminación de quien es objeto de la imposición. En otros términos: siempre existe un amo y un esclavo, para usar la figura hegeliana; eso se puede apreciar en las relaciones entre géneros (machismo), entre etnias (racismo), entre grupos etarios (adultocentrismo), entre países (supremacismo del Norte sobre el Sur), entre diversidades sexuales (homofobia), entre distintas procedencias (discriminación de lo rural por lo urbano), entre capacidades físicas y mentales (discriminación de las personas diferentes). En todos estos casos quien ejerce el poder marca una presunta superioridad por el considerado inferior; de modificarse esa relación, el amo pierde presencia, pierde su sitial de honor, pero no hay ninguna pérdida material. Por ello no es imprescindible la apelación a la violencia física descarnada para marcar ese poder. En las relaciones económico-sociales o, dicho de otro modo, en las relaciones entre clases sociales (ricos y pobres, o mejor aún: propietarios de los medios de producción y trabajadores asalariados) ese poder se ejerce siempre con violencia, y ante la posibilidad de un cambio, por mínimo que sea, el amo pierde no solo preeminencia, sino cosas materiales, de las que derivan lujos, esplendores, soberbias. Todo ello evidencia el fenomenal apego que tenemos los humanos a lo material. ¿Quién dijo la tamaña tontera de que “el dinero no hace la felicidad”?

La lucha de clases, de la que hoy el discurso dominante no habla, pretendiendo con ello haberlas hecho desaparecer -¡pero que definitivamente siguen marcando al rojo vivo la marcha de la historia!- ahí están presentes. Si no las hubiera ¿para qué se prepara tanto la clase dominante con un arsenal infinito de armas, y también de mecanismos mediático-ideológicos -que, por cierto, son otro tipo de armas-? En los ejemplos de ejercicio de poder arriba mencionados no hay, necesariamente, violencia física ni un odio visceral que acompaña esa relación. En el poder de la clase dominante, que se trasunta en el poder del Estado como su instrumento de dominación, esa relación se asienta en esas características: visceral odio de clase, desprecio por quien está “debajo”. Allí, de lo que se trata todo el tiempo, minuto a minuto, segundo a segundo, es de mantener dictatorialmente ese poder, esa relación jerárquica. Es decir: no perder los beneficios materiales. A quien osa cuestionar la situación dada -los sindicatos combativos, las izquierdas, los movimientos guerrilleros, la protesta social- los destroza (cooptándolos -pretendiendo convertir a los trabajadores en “colaboradores”-, o aniquilándolos físicamente).

El ejercicio de ese poder de clase es monstruoso, no repara en nada, destruye sin piedad lo que se atreve a cuestionarlo. ¿Y quién lo ejerce, o mejor dicho aún: quién lo viabiliza? Alguien, alguna persona, algún funcionario, eso no importa. Es siempre un representante de la clase dominante -en general alguien que no pertenece orgánicamente a esa clase- preparado profesionalmente para esa tarea. Pero hay un detalle más: quien puede ejercer esas funciones y tomar decisiones como la referida en el epígrafe (descarnadas, completamente despojadas de solidaridad), tiene que tener características muy especiales. En otras palabras: debe ser alguien que no siente la más mínima empatía por el otro, a quien considera solo una “cosa”. ¿Es eso un psicópata?

Según los tratados de Psiquiatría y Psicopatología al uso (la CIE-11 de la Organización Mundial de la Salud y el DSM-5 de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría) puede considerarse que “La psicopatía es un trastorno de personalidad que se caracteriza por una falta de empatía, impulsividad, manipulación y ausencia de remordimiento. Las personas con psicopatía suelen tener problemas en sus relaciones interpersonales y laborales, y a menudo se asocian con conductas delictivas”. Es decir: un sujeto con estas características estructurales de su personalidad no ve en el otro un igual sino un objeto, alguien que le sirve para sus fines, un instrumento. Por eso puede violar, matar, mentir, estafar y cualquier vejamen -que implica un desaforado ejercicio de poder- sin la menor culpa. Es el primado de la impunidad.

La gran mayoría de varones son machistas, pero solo algunos, muy pocos, se permiten violar. Todo el mundo, en algún momento de su vida, puede sentir un profundo odio contra alguien, pero en general muy pocos matan. Y si por fuerza toca matar como soldado en una guerra, eso trae posteriores secuelas psicológicas al volver a la normalidad civil pacífica. Todas y todos, en mayor o menor medida, transgredimos, nos permitimos ciertas “travesuras”, pero reconocemos los límites y los respetamos, teniendo temor a ser castigados si se nos descubre en esa acción transgresora; pero hay quien no tiene límites, escrúpulos, sentido de la ética. ¿Qué diferencia a una gran mayoría de gente -la inmensa mayoría, casi la totalidad del colectivo humano- de quienes se permiten todos estos traspasos de la ley? Justamente eso: el apego a la ley, el reconocimiento de límites. Eso es ser “normal”. Quien no entra en esa categoría termina en la cárcel, o en el loquero. ¿O dirigiendo una gran empresa o como mandatario de un país?

Quienes ejercen el poder en el ámbito de las relaciones sociales, en la arena política, en la toma de grandes decisiones empresariales, deben tener algo de este talante “psicopático”. Gautam Mukunda, investigador sobre el tema de liderazgo, de la Universidad de Harvard, publica en la revista Forbes que: “Las personas con niveles elevados de rasgos psicopáticos no necesitan ser asesinos en serie para ser peligrosas. Un director ejecutivo que miente sin escrúpulos, está puramente motivado por sí mismo y no tiene restricciones éticas, es una receta para el desastre. (Si lo duda, trate de ponerse en contacto con Theranos, Enron o WorldCom). Desafortunadamente, esta peligrosa combinación de rasgos no es poco común en los escalones superiores del mundo corporativo [y de la esfera política, podría agregarse]. De hecho, Babiak y Hare estiman que entre los ejecutivos corporativos, la tasa general de psicópatas es del 3,9%. En general, cuanto más alto se llega en una organización, más frecuentes son los psicópatas. La tasa es mucho más alta entre los directores ejecutivos: de hecho, el consenso entre los investigadores es que los directores ejecutivos tienen casi la misma probabilidad que los presos de ser psicópatas. (Entre los presos, los liberados condicionalmente y los que están en libertad condicional, la tasa es mucho más alta, y un estudio estima que el 25% son psicópatas). Una estimación encontró que el 21% de [los directores ejecutivos estadounidenses tienen] niveles clínicamente elevados de psicopatía.

Diversas expresiones de “poderosos” dejan ver ese desdén por el otro, esa “herramienta” en que se puede convertir a otro semejante, en función de mantener un proyecto de dominación, donde siempre está presente la posesión de bienes materiales sobre la desposesión de ese otro. Los que hablan en los ejemplos adelante citados, curiosamente, no son los dueños del poder, sino sus representantes (políticos de profesión, operadores, directores ejecutivos):

  • Le damos gracias a Dios porque esto [la bomba atómica] haya llegado a nosotros antes que a nuestros enemigos, y rezamos para que Él nos pueda guiar para usarlo según Su forma y Sus propósitos”, Harry Truman.
  • Controla el petróleo y controlarás las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos”, Henri Kissinger. (¡Premio Nobel de la paz!)
  • A veces la guerra está justificada para conseguir la paz”, Barack Obama, cuando recibió el Nobel de la paz en 2009 (sic).
  • Es cierto: mataron a esos seis curas jesuitas en El Salvador. ¡Pero eran comunistas!”, Germán Gargicevich.
  • Los árabes sólo entienden la fuerza, y ahora que tenemos poder, los trataremos como se merecen”, Ariel Sharon.
  • Si la ONU no se alinea con nuestras políticas, la bombardeamos”, John Bolton.
  • Los ricos nacieron para gobernar y los pobres para obedecerlos”, Jorge Urosa Savino.
  • Estos temas son demasiado importantes para dejarlos a los votantes”, Henry Kissinger (declarado paladín de la democracia).
  • ¿Qué significan un par de fanáticos religiosos [refiriéndose a Al Qaeda, creado por la CIA] si eso nos sirvió para derrotar a la Unión Soviética?”, Zbigniew Brzezinsky.
  • Nicolás Maduro puede correr la misma suerte que Mohamed Khadaffi”, Marco Rubio.
  • Fue necesario matar guerrilleros, pero lo hicimos para salvar a la patria del comunismo”, militar latinoamericano.
  • Esos países de mierda” (refiriéndose al Sur global), Donald Trump.
  • Que no salga uno vivo”, Romeo Lucas cuando la quema de la Embajada de España en Guatemala con 37 campesinos dentro.
  • Si las cosas se nos van de la mano, necesitamos un líder militar como Pinochet”, Mike Pompeo, mientras ordenaba a la policía chilena “disparar a los ojos de los manifestantes”.
  • Queda expresamente prohibido formar cualquier sindicato”, contrato de trabajo de un call center latinoamericano, violando las leyes que estipulan la libertad sindical.
  • Necesitamos los McDonnell Douglas [aviones de guerra] para defender a Mc Donald’s”, Condoleezza Rice.
  • Aplicar torturas, chantaje, extorsión y pago de recompensa por enemigos muertos”, Manual de Entrenamiento Militar de la Escuela de las Américas de Estados Unidos.
  • ¡Por supuesto que hay lucha de clases! Yo, por suerte, pertenezco a la clase que va ganando esa guerra”, Warren Buffet.

El poder es impune (se salta las normas sociales sin ninguna culpa ni castigo), tiene todos los rasgos de una personalidad psicópata, avasalla al otro sin miramiento. Si cosas por el estilo, como las arriba citadas, pueden ser dichas “alegremente” (impunemente) por funcionarios públicos, que no son en definitiva los principales beneficiarios de la situación económico-social (son solo sus operadores, empleados a sueldo -¡a muy buenos sueldos, por cierto!-), ¿qué no dirán los verdaderos “amos” en privado? (el grupo Bilderberg, el Club de París, los tomadores de decisiones de Wall Street, los que hablan al oído a los presidentes indicándoles lo que deben hacer, aquellos a quienes no conocemos, pero de quienes sufrimos los efectos: quienes deciden las guerras, por ejemplo, o el precio del petróleo). Por filtraciones, que siempre las hay, se conoce lo que pueden pensar de la humanidad: que hay gente de sobra, entre otras preciosuras.

No queda ninguna duda que el poder en la esfera política (que no es, presentado muy hollywoodensemente muchas veces, solo patrimonio de los tiranos dictadores africanos, latinoamericanos, de países “lejanos” y “exóticos”, sino de “democráticos” personajes muy educados, con doctorados de las más conspicuas universidades, rubios y de ojos celestes, que jamás se mezclan con la “chusma”) se vale de esta actitud psicopática, donde el otro es solo un número, un incidente menor, sin que quede lugar para la solidaridad, para la empatía, para el conmoverse con las injusticias. Felizmente la propuesta socialista -hoy presentada como caduca, pero totalmente válida no obstante- si algo hace es reconocer a la humanidad como hermana, y por tanto, a cada congénere como un igual, no como una cucaracha a la que se puede aplastar impunemente.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.