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Un comentario sugerido por el artículo de Kathryn Crameri "Do Catalans have the “right to decide?"

Escocia, Cataluña y el «derecho» de autodeterminación

Fuentes: Rebelión

Esta es una respuesta a Crameri, Kathryn. 2015. «Do Catalans have «the right to decide»? Secession, legitimacy and democracy in twenty-first century Europe». Global Discourse . http://dx.doi.org/10.1080/ Introducción El artículo de Kathryn Crameri (Crameri, 2015) sobre los dilemas del movimiento catalán por la estatalidad es ilustrativo, en particular para quienes hemos pasado recientemente por la […]

Esta es una respuesta a Crameri, Kathryn. 2015. «Do Catalans have «the right to decide»? Secession, legitimacy and democracy in twenty-first century Europe». Global Discourse . http://dx.doi.org/10.1080/

Introducción

El artículo de Kathryn Crameri (Crameri, 2015) sobre los dilemas del movimiento catalán por la estatalidad es ilustrativo, en particular para quienes hemos pasado recientemente por la experiencia del referéndum sobre la independencia en Escocia. En varios puntos de su artículo contrasta el trato dado a estas dos naciones sin Estado por sus gobiernos centrales y encuentra preferible, por razones democráticas, la actitud de la coalición liderada por los conservadores de David Cameron a la del Partido Popular, igualmente de derechas, de Mariano Rajoy. Cabe entender por qué los partidarios de la independencia de Cataluña utilizan el enfoque del gobierno británico como un medio para criticar al gobierno español y la negativa en redondo del Tribunal Constitucional a concederles un referéndum, pero eso también concede a Cameron demasiado crédito.

Crameri observa que si Cameron estaba «sin duda» más inclinado a reconocer el mandato del Partido Nacional Escocés para celebrar un referéndum porque esperaba que el margen de victoria para el campo del NO fuese considerablemente mayor del que en definitiva fue. Dada la actitud general del Partido Conservador con respecto a la democracia, demostrada recientemente por su creciente recurso a instrumentos reglamentarios para introducir nuevas leyes en vez de tratar de aprobarlas en el Parlamento, probablemente podemos asumir que esa expectativa tenía más peso que los deseos democráticos de los escoceses. Fundamentalmente, Cameron puso como condición para la celebración de la consulta popular que incluyera sólo dos opciones, Sí o No a la independencia, y no -como quería el entonces líder del Partido Nacional Escocés (SNP), Alex Salmond- una tercera opción de Devolución Máxima (‘Devo Max’), que era probablemente el resultado deseado por la mayoría de los escoceses cuando se anunció el referéndum a principios de 2012. El apoyo a la independencia había permanecido relativamente estable en torno al 30 por 100 desde el restablecimiento del Parlamento escocés en 1999, pero no parecía demasiado acuciante ni siquiera para sus partidarios. Dado que Salmond era tan consciente como Cameron de las cifras que auguraban las encuestas, cabe dudar de si SNP creía en realidad que la independencia se podía alcanzar en el referéndum; de ahí el intento de incluir la Devo Max en la papeleta. Es fácil olvidarse de esto ahora, dada la relativa paridad del resultado final.

La diferencia principal entre España y Gran Bretaña, al menos en relación con sus naciones sin Estado, no es la actitud respectiva de los actuales gobernantes, sino más bien sus constituciones y lo que éstas permiten o prohíben. Sin embargo, tampoco reconocen ningún «derecho» de los catalanes o los escoceses (o de los vascos o los galeses) a ejercer la libre determinación hasta el punto de la secesión. La autodeterminación no necesariamente significa, por supuesto, la secesión, sino simplemente el derecho a decidir si ésta se desea o no. Cuando una mayoría de escoceses votaron en 2014 a favor de seguir formando parte del Reino Unido estaban ejerciendo la autodeterminación, pero sólo se les concedió el permiso para hacerlo como resultado de un error de cálculo por parte de la coalición de gobierno, no porque estuvieran en posesión de un derecho.

La experiencia de Crameri con respecto a la situación catalana es claramente mucho mayor que la mía, por lo que este comentario tratará de explorar otras dos cuestiones generales que suscita su exposición. Una -de interés inmediato para los escoceses, los catalanes y cualquier otro grupo nacional que pretenda la autodeterminación- es si existe o puede existir tal derecho fuera de la forma constitucional de los Estados de los que pretenden separarse. Antes de pasar a ese tema, no obstante, puede valer la pena revisar la cuestión previa de qué es exactamente lo que se entiende por «nación» y «nacionalismo», y si las variantes escocesa y catalana son lo suficientemente similares como para compararse siquiera.

Conciencia national, nacionalismo, independencia

Los analistas escoceses del nacionalismo están divididos sobre la cuestión de si Cataluña y Escocia son comparables en absoluto. Keating, que representa probablemente a la mayoría, escribe que (al igual que Quebec) deben ser consideradas juntas, ya que «son los lugares en los que el proceso de «construcción de la nación sin Estado» ha ido más lejos» (Keating, 2001, xv). MacInnes lo rechaza, en parte debido a la diferencia entre las experiencias históricas de Cataluña y Escocia, pero también por lo que considera incapacidad de los académicos para ofrecer una definición de nación generalmente aplicable, y por consiguiente para establecer dónde se encuentran sus límites. En cuanto al factor principal que se supone que tienen en común, su «carencia de Estado», «está claro que el único sentido en el que esas naciones no tienen Estado es que no son Estados independientes por propio derecho» (MacInnes, 2004, 143). El uso del término «único» por MacInnes en esta frase es lo bastante audaz como para inspirar cierto grado de admiración. Es cierto, por supuesto, que los gobiernos autónomos o descentralizados de Escocia, Cataluña y Quebec ejercen algunas de las funciones de los Estados centrales, incluidos aspectos de su aparato represiva como la Policía de Escocia. Pero en Gran Bretaña las autoridades locales también han ejercido sustanciales poderes estatales (aunque eso se ha ido reduciendo cada vez más a lo largo del período neoliberal) y nadie sugirió que, por ejemplo, el Consejo Regional de Strathclyde [Srath Chluaidh] fuera un Estado de pleno derecho. Era más bien un componente territorialmente definido del Estado británico, responsable de algunas de sus funciones clave, como lo son hoy día el Gobierno de Escocia y la Asamblea de Gales (de hecho, uno de los aspectos menos discutidos de los avances del neoliberalismo en Gran Bretaña es la forma en que ha decrecido el poder al nivel local en proporción inversa a su aumento al nivel de las administraciones nacionales descentralizadas). La capacidad para participar como agente en el sistema de Estados internacional no es un accesorio opcional en una lista de poderes domésticos; forma parte de la definición de lo que es un Estado-nación capitalista (Davidson, 2016, 220-235).

MacInnes se sitúa sobre un terreno mucho más firme cuando señala que la razón de por qué ni Escocia ni Cataluña han alcanzado la condición de Estado no es, principalmente, la oposición de los Estados-nación existentes, sino que la mayoría de los escoceses y catalanes no han querido separarse de ellos, a pesar de que ambos grupos tienen una sentido muy desarrollado de su propia nación-idad. Eso ha desconcertado a muchos comentaristas. «El rasgo común más interesante entre Escocia y Cataluña -escribe Greer- es que ninguna de las dos es un Estado pese a que sus credenciales como naciones sean insuperables» (Greer, 2007, 182). Para explicar esta anomalía hay que plantear una serie de definiciones y distinciones.

En primer lugar, ¿qué es una nación? Hay criterios objetivos y subjetivos para responder a esta pregunta. Los primeros, que por lo general recogen una lista de factores como la lengua o el territorio, presentan sin duda una apariencia de rigor científico. Por desgracia, las naciones tienden a surgir en grupos que no cumplen todos los requisitos factoriales, por inconveniente que esto sea para los científicos sociales y políticos; pero decir a los suizos que no son una nación porque carecen de una lengua común, o a los kurdos que no son una nación debido a la falta de un territorio conexo, es poco probable que convenciera a cualquiera de esos grupos (por lo demás muy diferentes). De hecho, la única definición concebible de nación que no conduce inmediatamente a anomalías y excepciones es subjetiva: un grupo de personas que se sienten a sí mismas como colectivamente distintas de otros grupos, por lo general por toda una serie de razones histórico-culturales, aunque no tenga por qué ser así. Las razones pueden ser diferentes caso por caso, pero esa sensación subjetiva de identificación es el único atributo que tienen todos ellos en común. Hobsbawm señaló empero dos problemas en una definición subjetiva de la nación.

Una de ellas es que queda «expuesta a la objeción de que definir una nación por la conciencia de sus miembros de pertenecer a ella es una tautología y sólo proporciona una guía a posteriori de lo que es una nación» (Hobsbawm 1990, 7-8). Pero una definición subjetiva sólo sería tautológica si los miembros del grupo no supieran ya lo que es una nación. El único grupo del que esto no habría sido cierto fue el primero en considerarse una nación, ya que no habría tenido nada contra lo que medirse. Siguiendo a Smith, podemos identificar tres posiciones básicas con respecto al surgimiento histórico de las naciones. La primera es el ‘primordialismo’, que es menos una teoría que la suposición de sentido común de que las naciones han existido siempre a lo largo de la historia. La segunda es el ‘perennialismo’, según el cual las naciones modernas sólo son versiones mayores y más complejas de tipos anteriores de comunidades humanas. La tercera posición es el ‘modernismo’, que sitúa su aparición mucho más recientemente (Smith, 1986, 7-13, 1998, 1-24, 145-169). Para nuestros propósitos, las divisiones dentro de la posición modernista, entre la tradición sociológica clásica (que hace hincapié en la necesidad de que las sociedades logren cohesión durante el proceso de industrialización) y la tradición marxista (que hace hincapié en la aparición del sistema capitalista en el que tiene lugar la industrialización) son menos importantes que su rechazo compartido de todos los intentos ahistóricos de proclamar que las naciones son una parte ineludible de la condición humana. Por supuesto, la «conciencia nacional» tardó tantos siglos en convertirse en la forma dominante de conciencia como tardó el modo de producción capitalista en convertirse en el modo de producción dominante, y lo hizo como consecuencia de este último proceso. Pero una vez que surgió, sobre todo en Inglaterra durante los siglos XVI y XVII, otros grupos pudieron entonces detectarla en sí mismos. En ese sentido es irrelevante que Escocia fuera una de las zonas más atrasadas de Europa y Cataluña una de las más avanzadas en el momento de sus respectivas incorporaciones a Gran Bretaña y España durante la Guerra de Sucesión española: la conciencia nacional es un aspecto ineludible del desarrollo capitalista (Davidson 2016, 67-76, 235-243).

La otra objeción de Hobsbawm es que el subjetivismo «puede conducir a los incautos a extremos de voluntarismo que sugieren que todo lo que se necesita para ser o recrear una nación es la voluntad de serlo: si un número suficiente de habitantes de la Isla de Wight quisieran ser una nación wighteana, lo serían» (Hobsbawm 1990, 7-8). Pero ésta es una cuestión de viabilidad del Estado, no de existencia nacional, y es una de las razones por las que no todos los grupos nacionales pretenden la categoría estatal. Se puede desir esto de modo aún más tajante: dado que el número de grupos nacionales (o potenciales grupos nacionales) es mayor que el de Estados-nación, tiene que haber razones por las que la mayoría de la gente de cualquiera de los primeros desee entrar a formar parte de los segundos y por las que muchos, por el contrario, no lo han hecho.

Así pues, tenemos que hacer una primera distinción entre el sentido de reconocimiento mutuo implicado por el término «conciencia nacional», por un lado, y el «nacionalismo» por otro. Es perfectamente posible que la gente -incluyendo, hasta hace poco, la mayoría de los escoceses y catalanes modernos- desarrolle la primera sin adoptar posteriormente el segundo. La conciencia nacional es una expresión más o menos pasiva de identificación colectiva dentro de un grupo social; El nacionalismo es una participación más o menos activa en la movilización política de un grupo social para la construcción o la defensa de un Estado. Este último aspecto es particularmente importante, ya que los defensores de los Estados británico o español propenden a actuar como si no existieran el nacionalismo británico o el español.

Smith ha argumentado en contra del tipo de definición política del nacionalismo que aquí se ofrece con el argumento de que «no todos los nacionalismos han optado en la práctica por la estatalidad independiente: la mayoría de los escoceses y catalanes, por ejemplo, no han apoyado hasta la fecha a movimientos y partidos que buscaban la independencia total, y se han pronunciado en su lugar por un amplio margen de autonomía social, cultural y económica dentro de sus fronteras». Afirma que una consecuencia de la definición política de las naciones es que sólo se puede decir entonces que existen cuando se encarnan en un Estado, lo que lleva a una situación en la que «Escocia no puede convertirse en una «nación» hasta que la mayoría de los votantes escoceses están de acuerdo con la plataforma del SNP y voten por un «Estado-nación» independiente» (Smith, 1998, 73, 75). Éste es un clásico ejemplo de confusión entre la nación-idad (la conciencia de una identidad) y el nacionalismo (encarnación de esa identidad en un Estado territorial). El primero tiene que existir antes de el último sea posible.

La segunda distinción se refiere a las razones para desear un Estado-nación, ya que puede haber razones nacionalistas y no-nacionalistas (socialistas, ecologistas) para la secesión. Un teórico del derecho (y miembro del Parlamento Europeo por el Partido Nacionalista Escocés), el recientemente fallecido Neil MacCormick, argumentaba que el nacionalismo podría adoptar una forma ‘existencial’ en la que alcanzar la condición de Estado es un fin en sí mismo, o una forma ‘pragmática’, como medio para lograr fines sociales y políticos mediante la estatalidad (MacCormick 1981, 247-265). El propio MacCormick señaló que esta última era una forma muy «débil» de nacionalismo, pero en ciertos contextos no tiene por qué haber siquiera nacionalismo. Como ideología política, el nacionalismo -cualquier nacionalismo, relativamente progresista o absolutamente reaccionario- implica dos principios ineludibles: que el grupo nacional debe tener su propio Estado, sin importar las consecuencias sociales; y que lo que une al grupo nacional es más importante que lo que lo divide, sobre todo la división de clases. De la experiencia escocesa se desprende al menos, sin embargo, que los argumentos no nacionalistas para apoyar la independencia fueron ampliamente utilizados por muchos activistas del SÍ, especialmente en torno a la Radical Independence Campaign (Davidson 2014a; Davidson 2014b).

Legalidad y democracia

¿Qué tienen que ver estas definiciones y distinciones con si los escoceses, los catalanes o cualquier otro grupo nacional tienen o no derecho a decidir sobre su futuro? En relación con el caso catalán, Crameri señala que están sometidos a dos principios en conflicto. Uno de ellas es el «derecho a decidir», un principio democrático según el cual deberían poder elegir sus propios dispositivos constitucionales. El otro es «el deber de permanecer», un principio jurídico por el que deberían respetar una Constitución española que excluye cualquier amenaza a la integridad territorial de la nación-Estado. Los partidarios de esta última posición podrían argumentar, por supuesto, que también afecta a un principio democrático, dado en particular que los catalanes dieron un apoyo mayoritario a la constitución cuando ésta fue adoptada en 1978. Siguiendo a Comella, Crameri señala que hay aquí dos sistemas normativos en juego: ¿cómo elegir entre ellos? Para los catalanes, el resultado es probable que se determine del modo indicado en el aforismo de Marx: «Entre derechos iguales, lo que decide es la fuerza» (Marx, 2012 [1867], 314). En relación con la filosofía política, sin embargo, quizá se requiere una posición más teórica.

Ninguna naci n-Estado reconoce el derecho constitucional a separarse de ella. Algunas, como el Reino Unido, no se refieren a la cuestión en absoluto, dejando a los políticos y los administradores del Estado hacer frente a los temas nacionales sobre una base ad hoc, a medida que surgen, en vez de atar sus manos por adelantado con limitaciones legales. Otros, entre los que destaca el Estado español, excluyen explícitamente esa posibilidad. Hay una estrecha continuidad a ese respecto aquí con la dictadura de Franco; como era de esperar, ya que el Estado español no fue derrocado o fundamentalmente transformado por la introducción de la democracia después de 1975. En su lugar se instaló un nuevo régimen; con otras palabras, hubo un cambio a una forma diferente de dominio capitalista que se ha mantenido desde entonces a lo largo de una serie de gobiernos en los que participaban distintos partidos o coaliciones. Un aspecto del nuevo régimen fue el giro -más o menos a la par con el resto del mundo desarrollado- hacia el neoliberalismo; pero otra caracterí tica, mucho más rara, fue una nueva transacción referente a la devolución de la gobernabilidad a lo que la constituci n describe como «comunidades autónomas», mientras que mantiene al mismo tiempo la antigua obsesión de la dictadura por la «indisoluble unidad». No es sorprendente que la mayoría de los catalanes apoyara la Constitución de 1978, vié dola como un reconocimiento y protección que finalmente garantizaba su «nacionalidad» después de que ésta se hubiera visto suprimida durante toda la época de Franco. Sin embargo, como escribe China Mieville, en general «es muy probable que los poderosos sean capaces de acomodar o cooptar cualesquiera intenciones progresistas incrustadas en una ley particular», ya que «son por lo general los representantes de los poderosos los que hacen realmente las leyes, que dan forma jurídica abstracta a contextos políticos particulares» (Miéville, 2006, 120). En concreto, la Constitución española incorpora dos dificultades a largo plazo para los catalanes.

Una de ellas fue es que efectivamente trata a Cataluña -una nación sin Estado- en pie de igualdad con las otras 16 partes componentes de España, calificadas como comunidades, nacionalidades o regiones. Pero la mayoría de ellas, con la obvia excepción del País Vasco, no tienen historia de movimientos nacionales, y algunas son construcciones simplemente geográficas. Su efecto fue minimizar el carácter distintivo de la situación catalana, colocándola al mismo nivel que las Islas Canarias. No se trataba simplemente de una cuestión de estatus. Durante la década de 1980 algo menos del 40 por 100 de los casos tratados por el Tribunal Constitucional afectaban a Cataluña (Keating, 2001 [1996], 150). Y tras la aparente igualdad entre entidades con historia y tamaño bastante diferente, había una profunda desigualdad. Castilla, el corazón territorial del Estado español, ni siquiera existe como una nacionalidad o como comunidad autónoma de ningún tipo, sino que está dividida en varias regiones, pero la mayoría de habla castellana «no recibe ninguna denominación distinta de la nación como un todo […] Es el núcleo de la nación – la «opción por defecto» nacional» (Gat, 2013, 354).

La otra dificultad, más grave, es que el régimen actual puede afirmar que defiende la voluntad de la mayoría al negar a Cataluña, no sólo la posibilidad de independencia, sino incluso la «estatalidad» dentro de una eventual estructura federal. Y ahí es donde comienza el choque de valores normativos. A los que apoyan las aspiraciones catalanas a la estatalidad, defendiendo su derecho a decidir, a ejercer la autodeterminación, puede parecerles incuestionable, sobre todo cuando tantas voces están tratando de negárselo. Como escribió Erica Benner en la década de 1990, en su infravalorada reconstrucción de los puntos de vista de Marx y Engels sobre el nacionalismo: «Hoy en día los liberales y demócratas de todo tipo y condición están ocupados en establecer las condiciones para el ejercicio de ese derecho. Algunos incluso han empezado a dudar de si el principio de autodeterminación debe interpretarse como un derecho en absoluto, ya que muchas otras consideraciones -incluidas las «estratégicas»- podrían tener que prevalecer en muchos casos» (Benner, 1995, 253). Esto se aplica incluso cuando los grupos exigen claramente no sólo la autodeterminación sino también la secesión real como un «derecho correctivo de último recurso», como en el caso de los kurdos.

Varios de los pensadores liberales que Crameri cita muestran esa hostilidad a la secesión: Buchanan sostiene que el derecho internacional debe repudiar el derecho de cualquier nación o pueblo a escindirse; Wellman, más generosamente, está dispuesto a aprobar la secesión en el mundo desarrollado siempre que no le haga ningún daño (o daño irreparable al menos) al Estado-nación existente. Pero incluso esas posturas que parecen más comprensivas hacia el derecho de autodeterminación, insisten sobre todo en el derecho individual a una identidad personal que, según una de ellas, «puede ser satisfecho mediante una variedad de dispositivos políticos -el establecimiento de instituciones nacionales, la formación de comunidades autónomas, o el establecimiento de Estados federales o confederales- capaces de garantizar a los individuos la posibilidad de participar en la vida nacional de su comunidad». No puede haber un «principio rector general»; los costes deben sopesarse frente a los beneficios; etc., etc. (Tamir, 1993, 75).

El problema a este respecto no es, empero, un compromiso insuficiente con ese derecho en particular, sino si tiene al menos alguna realidad ontol ó gica. El «parloteo sobre derechos» no es algo privativo, por supuesto, de los liberales. El Congreso de Londres de la Segunda Internacional en 1896 aprobó una resolución declarándose a favor del «derecho sin restricciones de todas las naciones a la autodeterminación» (Lenin 1970 [1914], 648-51; Luxemburg 1976 [1908], 107). Como solía pasar en el caso de la Segunda Internacional, la adopción de una resolución no significaba que sus partidos constituyentes o sus miembros individuales se consideraran obligados por ella. Pero como solía también pasar en el caso de la Segunda Internacional, los revolucionarios que habían en ella trataban tanto de sostener la política del Congreso como de aclarar lo que significaría en t é rminos concretos si se aplicara coherentemente. La expresi ó n m á s clara de su posici ó n fue ofrecida por Lenin cuando explic ó lo que significaba en la pr á ctica: «el proletariado se limita, por decirlo as í , a la reivindicaci ó n negativa del reconocimiento del derecho de autodeterminaci ó n, sin dar preferencia a ninguna naci ó n» (Lenin 1970 [1914], 630). Con otras palabras, los socialistas deb í an apoyar la la demanda democr á tica de los grupos nacionales (pueblos) de poder tomar sin obst á culos una decisi ó n acerca de su estatus constitucional (autodeterminaci ó n), sin apoyar necesariamente la decisi ó n en particular que tomaran; y de hecho, posiblemente, argumentando en su contra.

Esta es sin duda una posición más coherente que la liberal y no pretende que las naciones sean simplemente la suma de sus miembros individuales. Introduce, sin embargo, nuevas dificultades. No hay por qué compartir la creencia de Rosa Luxemburg en la inutilidad última de la autodeterminación nacional bajo el capitalismo para reconocer la verdad de su valoración: «Un «derecho de las naciones», que es válido para todos los países y en todo momento no es más que una cliché metafísico del tipo de los «derechos del hombre» y los «derechos del ciudadano»» (Luxemburg 1976 [1908], 110-111). ¿Quién o qué, por ejemplo, confiere supuestamente tal derecho? Suponendo que no son derechos inalienables otorgados por el Creador, como los enumerados en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, podrían tal vez ser reconocidos por el Derecho Internacional; pero como dice Mieville: «Ese derecho se hace efectivo en la contienda política por el poder de los Estados, en última instancia bajo la lógica del capital, en el contexto de un sistema imperialista» (Mieville, 2006, 316). Los palestinos son conscientes desde hace tiempo de que las mociones aprobadas por las Naciones Unidas no tienen fuerza de ley, al menos si no son respaldadas por Estados Unidos y sus aliados. Eso no quiere decir, por supuesto, que todos los derechos sean completamente inmateriales o vaporosos; pueden ganarse muchos de ellos y así ha sucedido, incluyendo obviamente el derecho a votar; aunque sean más bien resultado de la lucha de clase y otras luchas sociales dentro de los territorios de los Estados-nación, posteriormente consagrados en sus leyes; pero «a escala internacional, la lucha sobre la forma jurídica es mucho más compleja» (Mieville, 2006, 317).

Aun descontando los aspectos metafísicos del derecho a la autodeterminación, hay por otra parte un asunto más práctico en cuanto a su carácter de derecho como tal. Por un lado, está claro que no se refiere a todas las naciones, sino más bien a «aquellas naciones minoritarias que actualmente carecen de un Estado propio, pero en las que una mayoría de la población quiere convertirse en una nación-Estado». Lenin lo explicitó más con su famosa distinción entre «naciones oprimidas» y «naciones opresoras». Hace cien años esa distinción era relativamente clara y proporcionaba una base para decidir qué movimientos nacionales debían ser apoyados poor los socialistas y cuáles no. Las «naciones oprimidas» eran las retenidas contra su voluntad colectiva dentro de los imperios absolutistas o tributarios de los Habsburgo, Romanov y otomano, o las colonias y semi-colonias de las grandes potencias en África, Asia y América Latina, y por supuesto Irlanda. Esos movimientos nacionales tenían que ser apoyados, cualquiera que fuera la naturaleza exacta de su política, que en la mayoría de los casos no incluía aspiraciones socialistas (las naciones oprimidas se asemejan a las que requieren un «derecho correctivo de último recurso» en el discurso liberal). Por otra lado estaban las «naciones opresoras» (o en el caso de los imperios absolutistas y tributarios, Estados opresores) que impedían a los oprimidos alcanzar la condición de Estado independiente. A los nacionalismos de esos Estados opresores tenía que oponerse, sobre todo, su clase obrera. Fue en ese contexto en el que que Lenin expuso su famosa analogía con el derecho al divorcio: la gente debería tener ese derecho, pero eso no significaba que todas las parejas tuvieran que recurrir a él. Partía del supuesto de que una situación de opresión nacional era análoga a un matrimonio infeliz o abusivo, en el que cabía esperar que el maltratado u oprimido ejerciera su «derecho» al divorcio o la separación (Lenin, 1970 [1914], 641).

La distinción entre opresores y oprimidos nunca fue el mejor dispositivo para determinar la actitud de los marxistas hacia los movimientos nacionales. No dictaminaba la actitud de los socialistas hacia las naciones que podían haber tenido una base legítima para afirmar que las oprimían -como Serbia en 1914, por ejemplo-, pero que formaban parte de una lucha más amplia entre los imperialistas en la que su situación era manipulada por un bando. Tampoco proporcionaba orientación en una situación en la que una revolución socialista en un imperio multinacional -como Rusia en 1917- podía dar lugar a que algunas de las naciones antes oprimidas trataran de escindirse de un Estado obrero, como trató de hacer Ucrania, por ejemplo, durante las primeras etapas de la revolución rusa. Mi argumento aquí no es que las posiciones adoptadas por Lenin y los bolcheviques en esos casos fueran necesariamente erróneas desde una perspectiva socialista (aunque creo que lo eran en el caso de Ucrania); se trata más bien de que se basaban en un conjunto de consideraciones políticas más amplio que la simple distinción opresor / oprimido. Sin embargo, se podría argumentar legítimamente que eran casos excepcionales y que esa distinción genérica entre las categorías de opresores y oprimidos permitía generalmente a los socialistas llegar a conclusiones operativas correctas.

En el contexto de nuestra presente discusión, sin embargo, el problema central de la distinción » opresor / oprimido » es que socava por completo el «derecho a la autodeterminación», incluso si dejamos a un lado a las naciones «opresoras», ya que su posición de poder significaba que ya eran más que capaces de defender sus intereses, sin ninguna necesidad de apelar a «derechos». En el caso de los grupos que se mantenían leales o se identificaban con los opresores, la situación es más compleja. Los Legitimistas del Ulster en el Norte de Irlanda eran una mayoría prefabricada en los seis condados, pero una minoría en el conjunto de Irlanda. ¿Tienen derecho a decidir si deben seguir o no siendo británicos? Ha habido casos más recientes en los que los políticos de derechas han tratado de movilizar las identidades regionales contra las reformas sociales, como cuando los cuatro departamentos de la media luna del este de Bolivia votaron a favor de la autonomía regional contra el gobierno de Evo Morales en 2007. ¿Ellos también tienen el derecho a decidir si deben someterse o no a la legislación nacional de Bolivia? En esos ejemplos, los socialistas podrían legítimamente argumentar que la respectiva adhesión a las identidades británicas o regionales tendía a fines reaccionarios, pero implícitamente significa abandonar la noción de un «derecho a decidir», ya que un derecho, por definición, tiene que ser universal y no puede limitarse a aquéllos con los que uno está políticamente de acuerdo. Una estrategia alternativa sería negar que los grupos con los que estamos en desacuerdo son naciones en absoluto, pero esto implica volver a alguna variante de la desacreditada «lista de control» como método de definición, en la que uno establece los criterios para obtener el resultado que desea: en este caso, la noción de un «derecho a decidir» puede mantenerse, pero sólo a costa de negar la existencia de ciertas naciones.

Conclusión

La distinción » opresor / oprimido » es, en cualquier caso, cada vez menos relevante. Hay, ciertamente, grupos nacionales oprimidos. Ya me he referido a los kurdos y los palestinos, a los que se podrían añadir los tibetanos y los chechenos; pero los aspectos coloniales del imperialismo que proporcionaron el contexto en el que se formuló originalmente esa tesis se han ido, en su mayoría, para no volver nunca. Y lo que es más sustancial, carecen prácticamente de relevancia en relación con los casos que venimos tratando, esas «naciones sin Estado» que pretenden autonomía o independencia con respecto a Estados capitalistas occidentales establecidos desde hace mucho. En algunos casos, éstos tenían una historia anterior de opresión, y en otros no; pero en la década de 1980 las diferencias entre Cataluña y Quebec, por un lado, y Escocia por otro, eran marginales. Hoy en día, las primeras no están más «oprimidas» que la segunda, y pretender lo contrario es simplemente insultar a quienes están sufriendo una auténtica opresión. Pero el simple rechazo de sus demandas sobre esa base significaría optar por un formalismo paralizante que no tiene en cuenta las exigencias de la lucha de clases o los peligros de apoyar inadvertidamente las estructuras constitucionales existentes de los principales Estados-nación capitalistas. La discusión anterior sugiere que no hay, precisamente, un terreno seguro desde el que argumentar a favor de un «derecho a decidir». Tiene que haber un medio para decidir qué movimientos nacionales merecen apoyo, tanto en su toma de decisiones como en la propia decisión.

Desde una perspectiva de izquierda es posible argumentar, por ejemplo, que la secesión es un medio para defenderse de la estrategia neoliberal de descentralizar la responsabilidad de imponer la austeridad, desde los partidos de gobierno y los aparatos del Estado central a órganos elegidos cuyas opciones políticas están severamente restringidas tanto por sus estatutos como por su dependencia del Estado central en cuanto a la mayor parte de su financiación. En el caso de las naciones con un poder autonómico derivado de un proceso de descentralización, se supone que la gente que participe en la toma de decisiones a nivel local será con mayor probabilidad de la clase media, que se puede esperar que favorezca, en conjunto, las restricciones a los impuestos locales y al gasto público, manteniendo así el orden neoliberal con un mandato supuestamente popular: los ciudadanos atomizados votarán a favor del cierre de determinados servicios. En esas circunstancias, sin ningún tipo de ilusiones sobre la capacidad de los Estados pequeños para resistir las presiones del sistema capitalista mundial, la decisión de separarse puede verse como una opción progresista y democrática que no tiene por qué estar empapada de nacionalismo. En cada caso, sin embargo, la construcción de la argumentación de por qué un determinado grupo debe determinar su propio futuro tiene que hacerse sobre una base política, y no eludirla apelando a la idea de un «derecho».

Referencias

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Neil Davidson, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad de Glasgow, Glasgow, Escocia.

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