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Crónicas de niños

Escuela de Educación Artística de Sumapaz: una memoria desde la vida

Fuentes: Rebelión

«Cuando éramos niños los viejos tenían como treinta un charco era un océano la muerte lisa y llana no existía». Mario Benedetti   I  El jinete El niño Orlando insistía. Una y otra vez. «Mamá, me voy en mi caballito de viento». Y salía al galope dándole fuertes «upas» y golpeando con la palma de […]


«Cuando éramos niños los viejos tenían como treinta un charco era un océano la muerte lisa y llana no existía».

Mario Benedetti

 

I 

El jinete


El niño Orlando insistía. Una y otra vez. «Mamá, me voy en mi caballito de viento». Y salía al galope dándole fuertes «upas» y golpeando con la palma de la mano las ancas del animal. Al remontar la pequeña pendiente, allá entre los frailejones, relinchaba brioso mientras su compañero se levantaba en las patas intentando quitarse de encima la tierna carga. El niño entonces con más fuerza asía la rienda y se aferraba con sus piernas al cuerpo del arisco animal no dejándose arrojar. Terminada la escaramuza y domesticado su amigo, lanzaba gritos de triunfo llamando la atención de su mamá. Cuando esta reparaba en él, emprendía el regreso por la leve pendiente sin dejar de estimular el galope con sus voces y los enérgicos movimientos de las manos. Al llegar, pedía a Elsa María, su madre, un balde con agua para su caballito de viento que habría de tener sed al igual que él, satisfecha la cual, lo dejaba descansar en la armella de la puerta de su habitación.

Orlando creció al tiempo que su amor por los caballos. Nunca se separó de ellos. Ya hombre, recorría la hermosa inmensidad del Páramo de Sumapaz bebiéndose su paisaje en las faenas que imponía el trabajo en la heredad familiar. Un día iba sobre su amigo. Al lado marchaba su hermano. El riachuelo familiar a él y a su cabalgadura, venía crecido como es natural en los inviernos de ese semillero de ríos de América que es el Sumapaz. Se dispusieron a vadearlo sin que ello permitiera suponer riesgo alguno. En mitad del cauce, una gran piedra que creaba imprevisto vacío en el lecho y la distorsión generada en la fuerza del cauce, sorprendió al animal que cayó pesadamente con toda su humanidad sobre la preciosa carga. Sí, dije bien: con toda su humanidad sobre la preciosa carga. Porque uno y otra en la mejor tradición espiritual del universo, eran uno. Fueron segundos de frenético esfuerzo por liberarse de la trampa que sin quererlo le había tendido el azar a través de la madre naturaleza, esta también inocente. Orlando el niño hombre y su caballito de viento, agua, pasto y sol, murieron juntos.

El hermano que lo acompañaba en su propia cabalgadura, testigo impotente de la lucha del corcel por incorporarse, poco tiempo después y contra su más sentida vocación, fue rudamente cazado para el servicio militar. Un año después se lo devolvieron a su madre en un cajón de pino, desgracia sobre la que sus compañeros de servicio le dejaron saber oscuras circunstancias. Sin embargo, a ella nada le aclararon. Bástele saber, le dijeron fríamente, que fue en combate y que murió por la patria. Y esté orgullosa de eso.

 

(*) Luz Marina López Espinosa es integrante de la Alianza de Medios por la Paz.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.