Evitar que salgan cabezas que piensen, brazos que se sindiquen y manos que voten torcido es el objetivo. España no puede dejar de oler a cortijo, casino y sacristía, es decir, a urbanización de campanillas, a jet privado y a fiesta cayetana.
España no necesita hombres que sepan, sino bueyes que trabajen”. Así se expresaba Juan Bravo Murillo, presidente del Consejo de Ministros de Isabel II en su época de gerifalte del sistema. Bravo Murillo no fue un miembro del Partido Moderado al estilo de Narváez, espadón de Loja y pretoriano de Isabel II, sino un experto en leyes y en el rezo del rosario. El liberalismo de los moderados era uno de extremo orden y jerarquía, un mejunje que rezumaba demofobia y olor a cortijo, oligarquía e incienso. Pasados los años en que se asentó el modelo isabelino y se creó la Guardia Civil, instrumento vital para sostenerlo, las eminencias grises del moderantismo se animaron a remedar el sueño de la Constitución gaditana, esto es, implantar un sistema educativo que adaptase la España analfabeta —el 70% de la población— al siglo del progreso y de la ciencia.
Pero esta reforma, como la propia revolución liberal, no se hizo a la francesa. La Ley Moyano de 1857, que iba a durar más que Matusalén, se concibió para crear bueyes que trabajasen y no pensasen, lo justo y necesario para una España que se desamortizaba. En un reino donde la industria nacional era una quimera, donde reinaba la concentración de tierras —eclesiásticas y públicas— vendidas en subasta, la especulación con ferrocarriles a ninguna parte y el juego con la deuda pública, Bravo Murillo expresó lo que los terratenientes pensaban. Trabajar, siempre; coger la pluma como si no fuese una azada, a veces. Y punto.
A la ley, católica y apostólica, se le sumó una infradotación crónica, que hizo cierto el dicho de “pasar más hambre que un maestro de escuela”. Lejos de consolidar un proyecto nacional, el moderantismo quiso parar el reloj de la historia, consolidando el latifundio y revolcándose en el expolio de las clases subalternas. Hambrienta como pocas, la Hacienda malvivía de un sistema fiscal cicatero y regresivo. Evadir impuestos entre las clases que tenían derechos políticos, precisamente gracias a su capacidad para pagarlos, se llevaba tan a gala como lucir en la ópera un vestido importado. La educación, pensaban estas clases sociales, debía ser para quien se la pudiera pagar; lo demás, también. El Estado, espadón y negocio, forjaba pelotazos y repartía plomo a quien protestaba. España era Madrid, Madrid era la Corte, y la Corte era la Reina Castiza y su círculo de milagreros, religiosos y espadones, especuladores y mangantes.
Pasado siglo y medio, el mismo modelo se exporta desde un Madrid que se devora a sí mismo. Porque los proyectos neoliberal y moderado comparten la misma función social, aunque el primero apesta a autoayuda y el segundo a bosta de caballo e incienso. Las clases dominantes tienen sus colegios y sus médicos; las que no lo son, hacen cola para rebañar las migajas del banquete, porque piensan que es allí donde se decide el futuro de sus familias. Es en estos espacios donde se reconocen como clase y se reparten el horizonte. Lo demás es degradación y, después, privatización, que, en un círculo vicioso, legitima la evasión o reducción de impuestos que permita soñar al aspirante a clase media con unos servicios que no podría pagar, en caso de retirada del Estado, nunca. A mayor descomposición de los servicios democráticos, mayor es el atractivo de los servicios privatizados. Y mayor es el delirio de quien, cuando mira una película de zombis, piensa que él —o ella— llegaría vivo al final de toda la trama carnicera. Porque la mala suerte, la muerte, o la historia, son cosas que siempre le suceden a otro, y no al menda.
Por esta razón, la educación pública molesta. Es, según dicen los expertos interesados, cara, obsoleta e innecesaria en este proceso de conversión de España en un parque temático para Europa. España está en la periferia del sistema europeo. En un Estado sin política industrial desde hace cuatro décadas, la educación pública sobra. Nuestra inversión educativa está a la cola de Europa, a un punto porcentual del PIB de la media europea. Que nuestros servicios públicos estén como estén no es un fallo del sistema, es el sistema funcionando como se espera.
Por esta razón, que UP esté en el Gobierno hace enloquecer a los hijos pudientes de la patria. Por ello, Don Javier Imbroda, consejero de Educación de la Junta de Andalucía y fundador de academias privadas, afirma que las ratios no influyen en la calidad de la enseñanza, que los trámites burocráticos, propios de una sátira de Dickens, garantizan esa misma calidad y que, en definitiva, la educación es esencial porque es un servicio de guardería. Dicho de otra manera, a estos centros de día deben acogerse los que no pueden pagarse otra opción o los que no la tienen a mano, que, para aprender lo necesario para el futuro o la vida, ya tenemos las academias —otro signo de distinción de los que aspiran a clase media— donde se instruirá en lo que haga falta.
Dentro de esta estrategia, las humanidades son las que más sobran. No es necesario que el alumnado aprenda a pensar el mundo como un todo. Es incómodo que pregunte y razone por qué, para qué y si debemos o no debemos hacer esto o lo otro. No es adecuado que comprenda que la política es su poder y su responsabilidad. Como no es necesario ni posible reducir las ratios y asegurar la distancia de seguridad ni siquiera en tiempos de pandemia. Garantizándose esto en la enseñanza privada, ¿por qué habría de hacerse lo mismo en la pública? Si en mi centro tengo una clase con 31 estudiantes en 1º de ESO; si el resto de grupos ronda esa cifra o directamente están abocados a un modelo semipresencial; si a usted, como padre o madre, le parece todo ello horripilante, la solución es sencilla. Gane usted más dinero, exija pagar menos impuestos, vote a quien se lo prometa y llévelo a la privada. Y fin de la historia. La Guerra Fría la ganó el mundo de la libre empresa, exija usted que se actúa en consecuencia. Si no le basta, véndase más caro y acumule más experiencias, más oportunidades o más Me Gusta. Lo demás, se dice, es literatura marxista.
Don Javier Imbroda, por tanto, es digno sucesor de Bravo Murillo. Impedir que los burros hagan otra cosa que trabajar a destajo, hipotecarse hasta las cejas y aspirar a ser el que sobrevive al final de la película, es todo el argumento de su obra. Por ello se cerraron parques, pero no casas de apuestas. Sublimar la desesperación en El Dorado es necesario cuando se quiere evitar el círculo en torno al columpio y la merienda. Cuanto menos espacio público quede, más breves serán las reuniones donde se comparten agravios y esperanzas. Evitar que salgan cabezas que piensen, brazos que se sindiquen y manos que voten torcido es el objetivo. España no puede dejar de oler a cortijo, casino y sacristía, es decir, a urbanización de campanillas, a jet privado y a fiesta cayetana. Si tal desgracia ocurriese, los tataranietos de la Corte de los Milagros, los héroes patricios de Núñez de Balboa y sus cronistas, se preguntarían, metafísicos y rabiosos, cuándo se jodió España, cuándo aprendieron esos pobres a odiar tanto a la patria. Y acto seguido comprarían, como han hecho siempre, todas las leyes, la tinta y el acero del mundo para responder a sus preguntas.
Miguel Ángel Sanz Loroño es Doctor en Historia y profesor de filosofía.