Aunque más de uno opine lo contrario, la dictadura franquista dejó profundas huellas en nuestra sociedad, que penosamente aún permanecen. Al afirmar semejante perduración, no me refiero a los entusiastas de aquella execrable época, que, brazo en alto, se oponen a que las estatuas del Caudillo sean retiradas de calles y plazas. Tampoco aludo a […]
Aunque más de uno opine lo contrario, la dictadura franquista dejó profundas huellas en nuestra sociedad, que penosamente aún permanecen. Al afirmar semejante perduración, no me refiero a los entusiastas de aquella execrable época, que, brazo en alto, se oponen a que las estatuas del Caudillo sean retiradas de calles y plazas. Tampoco aludo a las increíbles resistencias -sólo comprensibles desde un criptofranquismo- con que tropieza la elemental necesidad de hacer justicia a la historia de la II República, su derribo violento y la siguiente y larguísima represión, pretextando que ello puede «abrir heridas». Lo que pretendo sacar a luz es el modo en que muchas actitudes anímicas e importantes equívocos conceptuales lastran nuestra sociedad, arrastrando la rémora de la dictadura.
Tal ocurre con la autoritaria tendencia al abuso del poder, ejercido en los más distintos ámbitos por sujetos que actúan como herederos de los viejos impunes ‘jerarcas’, y con la amplitud de la corrupción, que cubre tantos campos. Asimismo es significativa la prepotencia con que la ‘jerarquía’ eclesiástica -ahora este término abusado pintorescamente en el lenguaje falangista es usado en su religioso sentido exacto- se dirige a la ciudadanía y a los gobiernos. Todo ello forma parte de lo que se ha designado, a veces, como el «franquismo sociológico». Pero, en estos momentos, aquello que querría examinar es un equívoco, hoy lleno de consecuencias: el modo en que el franquismo se apropió de la idea de España, arrancándola a su verdadera realidad. Aquella que podemos observar en los partes de guerra de la República. En ellos, las fuerzas que la defienden son designadas como «fuerzas españolas» y el ejército franquista es calificado de fuerzas «invasoras». Quizá ello pueda parecer exagerado, pero resulta mucho más justo que considerar como ‘nacionales’ a los sublevados, apoyados por los fascistas italianos, la Legión Cóndor y los soldados marroquíes, y globalmente como ‘rojos’ a quienes luchaban a favor del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo español, y se encontraban apoyados sólo por el contingente, mucho más reducido y, sin duda, espontáneo, de las Brigadas Internacionales. Gernika no fue arrasada por la aviación de la República española, sino por la Legión Cóndor; y si hay que pedir perdón por este crimen sería al Gobierno alemán a quien tendrían que urgírselo. De una parte, estaban los trabajadores, el proletariado industrial y agrícola junto a las clases medias progresistas y los militares leales, pugnando por una España más justa y creadora; de otra, los militares traidores, los pequeños y grandes propietarios rurales, las clases medias aferradas al miedo a la innovación y los capitalistas que financiaban la sublevación. ¿Quién representaba más fielmente la realidad de España?
Aquellos que precisamente fueron denostados como la Anti-España, un mito que se utilizó como un ariete en la posguerra y que curiosamente comprendía a la mayoría de la población española. Desde los pacíficos representantes de la Institución Libre de la Enseñanza, pintorescamente motejados de «afeminados y rusófilos» en textos de la época, a las masas obreras, que, como alguien dijo, no se podían exterminar porque sus brazos mantenían las industrias y laboraban las tierras. Desde los maestros a los profesores que estaban levantando una nueva universidad. Desde los descreídos a los cristianos ‘progres’. Desde los soñadores de una España crítica y actualizada y las combatientes por los derechos de la mujer frente al papel subordinado que la Sección Femenina les asignaba, a los defensores de las culturas vasca, catalana, gallega, que hablaban lenguas, según la terminología de la época, no «cristianas», ni «españolas». Resultaba que tal multitud de nacidos y habitantes de la piel de toro no eran españoles sino extraterrestres disfrazados de hispanos. Aunque se confiaba en que las nuevas generaciones gracias a la ‘Formación del Espíritu Nacional’ llenarían nuestro suelo de verdaderas legiones de auténticos españoles. Una asignatura que nunca condenó la Iglesia, a diferencia de la Educación para la Ciudadanía. No era el mítico rapto de Europa por Zeus, sino el de España por Francisco Franco. España arrebatada a la colectividad de los españoles. Operación que se prolonga en las actitudes de los líderes del PP. España es una propiedad, cuyos límites se fijan en encogidos términos. Y quien quiera mirar más allá de ellos pone en peligro su unidad y realidad.
La consecuencia ha sido el desprestigio del concepto de España, falsamente identificado con el franquismo y con el centralismo, hasta el punto de rehuir su concepto por parte de muchos que se consideran progres o sienten marginada su cultura y personalidad histórica, para sustituirlo ridículamente por el término de «Estado Español». Hay que rescatar España y devolverla a su ciudadanía. Sustituir la entelequia forjada desde los intereses de las clases dominantes por la realidad formada por los hombres y mujeres que debemos decidir nuestro destino.
Porque, definitivamente, si queremos hablar de la pluralidad de España no podemos pensar sólo en su composición integrada por diversas nacionalidades o naciones -no hay que escandalizarse por el uso de este término- y prescindir del protagonismo de las clases sociales. No es la misma la España de los grandes beneficiarios del capital y la de los trabajadores de la industria, del campo y de la cultura. Y es ésta la que nos puede conducir a la Patria, más auténtica y universal, la de la justicia. Aquella con cuya invocación cierra Bloch su gran libro El principio esperanza.
Carlos París es filósofo y escritor. Su último libro se titula ‘Memorias sobre medio siglo’