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'Iguano' y 'Steven', dos mandos medios paramilitares, han confesado miles de asesinatos y decenas de atroces descuartizamientos

Especial paramilitarismo: El oficio de matar

Fuentes: Semana

Este es un viaje al corazón de dos asesinos a los que la guerra les dio una razón para matar, la sociedad les permitió seguir y sus instintos les impidieron detenerse.

Cuando estaba en el colegio, Jorge Iván Laverde, pensaba que algún día sería músico. Le gustaba tocar guitarra, cantar y animar las fiestas de la vereda. Ahora tiene 31 años, olvidó todos los acordes y confiesa que ha matado a cerca de 2.000 personas. Es el ‘Iguano’ o ‘Pedro Fronteras’, un paramilitar temido y odiado en Norte de Santander. Sentado en un patio de la cárcel de Cúcuta, nos cuenta su vida. Sus ojos oscuros e imperturbables son el único rasgo de su cara que refleja frialdad. Sonríe con facilidad, aún cuando habla de la muerte y la destrucción. Un leve temblor de manos delata que tiene miedo de contar todo lo que pasó.

Hace dos décadas jamás hubiera imaginado que este sería el desenlace de su vida. El ‘Iguano’ nació en una vereda de Turbo, en la región bananera de Antioquia, en un hogar tradicional, de campesinos medios, en medio de 15 hermanos. Como había sido educado bajo normas y valores católicos estrictos, desde joven era muy disciplinado y responsable. Así llegó a terminar con éxito todo su bachillerato.

Mientras vivió en el campo, no conoció más estado que el de la guerrilla del EPL. «En donde yo nací nunca vimos un soldado», dice. Su familia solía estar inconforme con las imposiciones de los insurgentes. «Nunca los vimos como los Robin Hood que decían ser». Aun así, los soportaron estoicamente durante largos años. Hasta que los guerrilleros los obligaron a abandonar la tierra y luego mataron a uno de sus hermanos. La familia tuvo que irse para Turbo y empezar una nueva vida. Por necesidad, el ‘Iguano’ se convirtió en ayudante de camión y luego en conductor. En los caminos de Urabá empezó a escuchar con interés la noticia de que habían llegado a la región los hermanos Fidel y Carlos Castaño Gil. «Se decía que venían grupos de campesinos que se habían rebelado contra la guerrilla». De inmediato se sintió identificado con ellos.

Muy pronto se involucró con las autodefensas. Como camionero resultaba muy útil, primero transportando víveres, y después a las tropas que salían a hacer sus recorridos de muerte. «¿Por qué no? La gente de bien quería a las autodefensas. Decían que con ellas vendría el progreso».

La guerra es una opción elegida por las personas cuando las oportunidades de ganar son altas, dice el investigador Mauricio Romero. «Los individuos buscan en la guerra seguridad, riqueza y reconocimiento. Si a eso se le suman aliados poderosos y un Estado fragmentado que no ejerce la coerción, entonces tenemos un panorama como el que hemos vivido con los paramilitares».

Esta parece ser, por lo menos en parte, una explicación para el camino que eligió el ‘Iguano’. Empresarios y gobierno local, militares, jueces, comerciantes y hasta sectores de la Iglesia justificaban o apoyaban a los paramilitares. «Hay que reconocerlo, no hubiese sido por la complicidad del Estado, las AUC no hubiesen surgido en el país «.

‘Steven’

Por esa época, mediados de los años 90, la vida empezaba a cambiarle a José David Velandia alias ‘Steven’. Este hombre de 35 años, de cuerpo macizo y piel morena, pasa sus horas en la cárcel La Picota recontando en su cabeza cada uno de sus crímenes. Mira con desconfianza a todos quienes le rodean y habla apenas lo necesario. Aun así ha confesado la muerte de más de 250 personas, muchos de ellos lanzados al río, descuartizados o enterrados en fosas.

A pesar de que creció peleando contra la pobreza y la adversidad, en La Dorada, un cálido municipio de Caldas, enclavado en la Magdalena Medio, donde los paramilitares ya eran amos y señores. En su juventud parecía inclinarse más por la ley y el orden que por el crimen. Desde los 10 años le tocó trabajar para ayudarle a su abuela con el sostenimiento de la casa, ya que sus padres se habían separado. En el colegio se destacó como futbolista en las selecciones de La Dorada y Caldas, y por sus méritos deportivos pudo terminar su bachillerato con una beca. Al terminar sus estudios decidió ingresar a la Policía como suboficial. Le gustaba el régimen austero de la Fuerza Pública y la estabilidad que la institución le brindaba.

Con el tiempo, sintió que ganaba muy poco dinero y en 1996 se retiró para probar suerte como comerciante. Pero fracasó. De repente se vio solo -pues su abuela, que era toda su familia, había muerto- sin dinero, vagando por las calles de La Dorada. En 1997 se animó a trabajar en una campaña política en la que prometieron un empleo que nunca le cumplieron. Trabajó como celador por cortas temporadas hasta que dos años después se encontró casualmente a un viejo compañero del colegio que le hizo la propuesta que le daría un giro a su vida: vincularse a las autodefensas de Ramón Isaza.

De pistoleros a comandantes

Al igual que ‘Steven’, el ‘Iguano’ no había empuñado un arma, hasta el día que ingresó a la escuela de combatientes de las AUC. Allí ‘Doblecero’ le dio la primera instrucción militar. Empezaron a gustarle los fusiles. No puede decirse que fuera exactamente el odio o la venganza el sentimiento que ardía dentro de su cuerpo. Era más bien el deseo de «ser alguien importante». Soñaba con ser un comandante paramilitar. Al fin y al cabo, este no era un oficio para esconder sino para exhibir, que daba prestigio y poder. Algo muy atractivo para un muchacho de 17 años.

Su obsesión era ascender dentro de la organización y, sobre todo, agradarle a su comandante Carlos Castaño. Lo logró de manera rápida y eficaz. «La primera vez que maté a alguien tuve miedo porque fue en un combate contra las Farc… después se volvió rutina». Combatir a la guerrilla o matar civiles, le era indiferente porque a sus víctimas siempre eran revestidas, en el imaginario, con el ropaje de la insurgencia. Sindicalistas, líderes sociales, personas con convicciones comunistas, taxistas, comerciantes, y todo aquel que pensara diferente o se alejara del proyecto de las autodefensas fueron blanco de sus balas. «La guerrilla no manda a hacer inteligencia a guerrilleros con brazalete. Los infiltra como vendedores o trabajadores», dice.

Con la misma lógica, ‘Steven’ había empezado su escalada mortal en La Dorada. Nunca olvida al primero de sus muertos: «era una noche del año 2000. Portaba una pistola Pietro-Beretta 7.65. El rolo manejaba la moto y yo iba de parrillero. La orden era matar a un jíbaro. A mí me señalaron al muchacho diciéndome que era ese negrito mechudito de ahí… Le pegué nueve tiros».

‘Steven’ no se preguntaba dos veces sobre si disparar o no. En La Dorada salía a matar gente día de por medio. Casi siempre operaciones de la mal llamada limpieza social. Dice que matar se le volvió una adicción. «Si uno se acostumbra a matar a una persona día de por medio, llega el día que no lo puede hacer y siente un desespero como al que le falta la droga. ¡El desespero! ¡El desespero!».

Tanto el ‘Iguano’ como ‘Steven’ justifican sus acciones con un dudoso altruismo. El primero intenta mantenerse en una lógica de contrainsurgencia, el segundo enarbola un concepto del orden que lleva a aniquilar todo aquel que según su lógica «se porte mal». «Durante la guerra se suspende el tabú de matar», dice el profesor de la Universidad de los Andes, Iván Orozco. Y ese «permiso» para matar se basa en ver al supuesto enemigo como alguien que no merece vivir.

Pero lo peor estaba por venir. A medida que las instituciones les permitieron seguir adelante, y la sociedad aceptaba en silencio sus crímenes, las talanqueras morales que les quedaban a ambos se rompieron definitivamente. Y lo que vendría sería escalofriante.

Escenas delirantes

«Salí con buena fama de Urabá», dice el ‘Iguano’. En 1997 fue enviado al Chocó, donde por primera vez actuó como tercer comandante de un frente. Poco después, gracias a su «buen desempeño» fue trasladado a Norte de Santander como jefe del frente de la frontera. Y es allí donde produjo una verdadera carnicería. «Cada noche entrábamos a los barrios y había dos o tres acciones contra el ELN». Lo que el ‘Iguano’ llama ELN eran muchachos de barrio, gente civil y desarmada. Es el caso de Venancio Contreras, un humilde trabajador que, armándose de valor, denunció la presencia de los paramilitares ante un batallón del Ejército. El ‘Iguano’ lo hizo sacar del bus en que viajaba y después de verificar que tenía en el celular el nombre y número del comandante del batallón, le pegó cuatro tiros en el pecho.

«Yo le pedía a Dios que no me dejara cometer errores. De hecho yo pensaba muy bien antes de tomar una acción». El ‘Iguano’ es un hombre estricto, cuyo mayor esfuerzo era cumplir con su deber. Según dice, le gusta hacer las cosas bien. Por eso ordenó más de 2.000 asesinatos. Su obra incluye cerca de 20 fosas, 15 personas muertas tiradas al río Pamplona, 27 masacres y el asesinato de importantes líderes como el candidato a la gobernación Tirso Vélez, el defensor del Pueblo Iván Villamizar, y el ex alcalde de Cúcuta, Pauselino Camargo. También el haber matado a varios enemigos del alcalde de la ciudad, Ramiro Suárez. Aun así dice: «aquí no se puede decir que vinimos a sembrar terror o que matamos a gente inocente». Niega radicalmente que se hayan cometido descuartizamientos o torturas. Pero las denuncias de las víctimas lo contradicen. ¿Por qué cometieron tantas masacres? «Todo esto se explica con una palabra: guerra. Si no actuábamos, iban a actuar contra nosotros, nos iban a atacar».

Para muchos expertos en la guerra, la sevicia nace del miedo. «Con frecuencia, los victimarios sienten que se defienden de otro que representa un peligro. Es el argumento de la guerra justa», dice el antropólogo Alejandro Castillejo. Ese miedo, convertido en pánico y luego en ejercicio del terror, los protege contra la culpa y la expiación. Por eso el ‘Iguano’ tiene una mirada indulgente de sí mismo: «Nunca abusé del poder. Nunca hice daño». Y se alienta diciendo «si hubiera sido cruel no vendrían todavía a visitarme los arroceros y los camioneros, toda la gente buena de la región».

Con menos influencia que el ‘Iguano’ pero usando peores métodos, ‘Steven’ se convirtió en comandante de una parte de Caldas y Tolima. Aunque nunca fue el primero, pues estaba bajo órdenes de otros, sí era el más temido por su frialdad. Ahora, no tiene pudor en contar cómo se iniciaron los descuartizamientos en su región: «Uno es un instrumento de la guerra. Tiene que actuar como le toque y donde le toque. Yo descuarticé a varias personas vivas… Uno cogía de un lado, el otro del otro, y partíamos aquí y partíamos allá y después botábamos los pedazos a la fosa o al río».

Estos descuartizamientos solían hacerse para que los miembros del grupo tuvieran agallas. Quien no era capaz de cumplir la orden, se le obligaba. «Yo ponía a uno de esos muchachos que andaban con nosotros, de los que creían que ser paramilitar era andar bien vestido, oliendo a bueno, con una pistola y montándosela a todo el mundo».

Los relatos de ‘Steven’ son estremecedores. La manera como mataron a centenares de personas no tenía nada que ver con matar simplemente. Humillaban primero a sus víctimas. A un homosexual lo torturó durante horas con un palo de escoba en el ano, antes de matarlo. «La persona se traía vendada, amarrada de pies y manos, se le quitaba la venda y lo primero que veía era al pelao con el machete. Por lo general se empieza por la cabeza porque la persona muere cuando le cortan la yugular. Hace gárgaras… sentía la necesidad de terminar ligero porque era incómodo ver a una persona con el suspiro de uff, uff, uff».

Si la ciencia política explica la guerra como una elección de acuerdo con las oportunidades que esta le ofrezca a una persona, la sicología parte de la base de que se requiere una personalidad autoritaria para llegar a matar. Según Neil J. Kressel, en su libro Mass Hate (Odio colectivo), los crímenes pueden ser fruto de la obediencia o de la iniciativa. El ‘Iguano’ es un ejemplo de un criminal con iniciativa, mientras que ‘Steven’ explica todos sus crímenes por la obediencia a sus jefes. Jamás tuvo la menor duda al ejecutar una orden. Y nunca dejó de cumplir ninguna. Tenía muy clara su ley: «si mi Dios perdonó al que lo azotó, lo torturó, lo crucificó, ¿por qué no me va a perdonar a mí que soy un pobre mortal?»

Sin retorno

El ‘Iguano’ se ve tranquilo. En la cárcel tiene un séquito de presos y guardias a su servicio. Dice tener el sosiego que no tenía tres años atrás cuando cada noche salía a matar. «No había tiempo para dormir, y si lo hacía, lloraba, tenía sueños. Veía que esta guerra, entre más días pasaban, en lugar de acabarse, se acrecentaba más. Pensé en retirarme pero entonces esto hubiera quedado a medias. Hoy en día me siento satisfecho de lo que sucedió. Pero no se puede desconocer que fue una guerra terrible». Matar era su oficio. Y no hubo quien lo parara. En dos ocasiones se escapó de la cárcel. En ambas, con complicidad de funcionarios del Inpec y de la Fiscalía. «¿Cuándo crucé la frontera de la crueldad? Cuando vi que la guerrilla iba a ser derrotada pero no exterminada. Siempre habrá población y siempre iban a surgir de ella nuevos guerrilleros. Era más peligroso parar que seguir».

‘Steven’, por su parte, se queja constantemente de las condiciones de la cárcel en la que está. «Al lado de guerrilleros, ladrones, y toda clase de gente», replica. Cuando se le pregunta cuál es el valor más importante para él, responde: «La vida». ¿Cómo, si le quitó la vida a tanta gente? «Ese era mi trabajo», dice. Pero aclara que es su propia vida la que más valora. Y todo estaba permitido si se trataba de defenderse. «Si a mí la guerrilla me mataba dos, entonces yo tiraba a matar tres de ellos… Son formas místicas de la guerra», dice.

Desde la cárcel de Cúcuta, el ‘Iguano’ piensa en su familia. «Cuando hablé por primera vez en versión libre mi mamá me llamó y me preguntó: Mijo, ¿usted qué fue lo que hizo?». Él le devuelve la culpa a la sociedad y al Estado. «Quieren saber que somos criminales pero no el camino que nos llevó a tomar estas decisiones. ¡Qué bonito hubiera sido haber nacido en un país sin guerrilla, donde el Estado hubiera cumplido sus obligaciones. Yo le hubiera aportado la música. Lo contrario de la guerra!». En lo recóndito de su espíritu no reconoce sus errores. Más que una expiación, su versión libre es apenas parte de un acuerdo oportunista al que le saca el máximo provecho. «Estoy convencido de que diciendo la verdad todo queda en el pasado».

‘Steven’ en cambio no logra salir de su propio mundo. A esta hora sólo le preocupa salvar su vida. «¿Usted cree que los familiares de los muertos y los desaparecidos me van a perdonar porque yo les pida que me perdonen?», se pregunta. Y a renglón seguido dice que está en «peligro inminente». Teme por retaliaciones que puedan tomar los dolientes del caso más atroz que mandó a ejecutar: el descuartizamiento de nueve cazadores de El Líbano, Tolima, en 2004, varios de los cuales eran menores de edad, y una mujer que iba en el grupo que fue violada antes de morir. ‘Steven’ asegura que el trabajo lo iniciaron los militares que los capturaron en un retén y se los entregaron a las autodefensas asegurándoles que eran guerrilleros. El resto fue obra del odio. Que se hable de esto en público lo perturba profundamente. Tiene un hijo de 8 años que lo vio por la televisión cuando rendía versión libre y se puso a llorar. «Me tocó llamarlo y calmarlo, decirle papito, no soy un monstruo… Es que es un golpe muy duro para un niño de 8 años ver al papá como un Frankenstein».

Sin justificación

Al final de su libro Eichmann en Jerusalén, la escritora Hannah Arendt -quien fue testigo del juicio contra el criminal de guerra Adolf Eichmann, que terminó con la condena a muerte del bucrócarata nazi-, escribe su propia conclusión sobre por qué, ante la justicia, aun en tiempos de guerra, los crímenes siguen siendo una decisión individual, sin atenuantes morales: «…poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que otros hubiesen podido hacer (…) Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si éstas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan sólo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo (…) Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».

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