La rígidez de la institucionalidad chilena -como es bien sabido- no tolera un gobierno de Izquierda pero tampoco a uno de derecha, si este se muestra incapaz de velar por los intereses de la oligarquía propietaria del país. Un gobierno de Izquierda estará siempre amenazado de un golpe de Estado, como sucedió en 1973. Pero […]
La rígidez de la institucionalidad chilena -como es bien sabido- no tolera un gobierno de Izquierda pero tampoco a uno de derecha, si este se muestra incapaz de velar por los intereses de la oligarquía propietaria del país. Un gobierno de Izquierda estará siempre amenazado de un golpe de Estado, como sucedió en 1973. Pero un gobierno de derecha tampoco las tiene todas consigo. Lo ha comprobado el presidente Sebastián Piñera, elegido el 17 de enero de 2010 con 51,61% de los votos. El siente que se le está moviendo el piso. No encuentra explicación para el malestar social que recorre el país de punta a cabo y de mar a cordillera. En defensa de su gobierno, baraja un cerro de cifras que muestran crecimiento económico, baja del desempleo, aumento de la inversión y agita con aire triunfal leyes como el postnatal de seis meses y la eliminación del 7% a un sector de jubilados, medidas que la Concertación no se atrevió hacer.
Sin embargo, desde hace seis meses el gobierno está acosado por un movimiento estudiantil que no le da paz ni cuartel. La protesta se ha extendido produciendo una súbita maduración de la conciencia de un pueblo sometido a la condición de discapacitado político. Se ha configurado así un cuadro amenazante -adobado con riñas entre poderes del Estado, indisciplina en el equipo de gobierno y una crisis de credibilidad de partidos e instituciones-, lo cual hace temer a la clase dominante que se desencadene la ingobernabilidad.
El presidente de la República admite tener dos temores: a) que la crisis capitalista se agrave y afecte las inversiones y el empleo; y b) que la protesta social se desbande y el epílogo de su gobierno sea el mismo que tuvo la Unidad Popular. Esto sería un desmadre de la historia, pero a ella le encanta hacer esas jugarretas.(*)
Estos temores -que comparte la Concertación, coadministradora y beneficiaria del sistema- se basan en la ninguna elasticidad de la institucionalidad. Creadas por energúmenos dictatoriales, sus estructuras tienen la consistencia del hormigón armado. Se trata de un verdadero bunker que coloca tanto lo político como lo económico, social y cultural bajo un denominador común oligárquico y excluyente. Este sistema de dominación esconde las cicatrices de guerras civiles, golpes de Estado, masacres, conspiraciones, crímenes políticos, prevaricación, sobornos y corrupción de todo tipo. Bajo el disfraz amable de una democracia representativa formal, la hegemonía burguesa sabe defenderse y está preparada para hacerlo sin contemplaciones.
El presidente Piñera -hijo legítimo de ese sistema- ha cometido errores que debilitan su gobierno y que le han enajenado el apoyo de la derecha empresarial. Desde luego, subestimó -y todavía subestima- la fuerza del movimiento estudiantil. Piñera cree que la masa que exige educación pública, gratuita y de calidad, es una minoría. En términos estadísticos, su argumento tiene asidero. Pero a su formación académica en Harvard le faltó el barniz de marxismo que le permitiría entender el rol catalizador de la vanguardia -en este caso una vanguardia de millones- en la lucha social y política. Afirma que el conflicto estudiantil estuvo solucionado -a través de una gestión con el Partido Comunista- pero que de pronto cambió la correlación de fuerzas al interior de la Confech, y los «dialogantes» se vieron superados por los «ultras».
El presidente confía en que los intereses coincidentes de los partidos institucionalizados evitarán una colisión con la protesta social. Cree que la oposición dura -también castigada en las encuestas- va cediendo paso a la oposición constructiva. Están en marcha conversaciones muy privadas con sectores «transversales» de la oposición que buscan evitar un pandemonium en que todos llevan las de perder. El jamón del sandwich serán las «leyes políticas» -binominal, inscripción automática y voto voluntario, aumento del número de senadores y diputados-, una piñata que dejará a todos contentos. Por otra parte, la competencia electoral -que ocupará los restantes dos años de la administración Piñera-, se calcula que distraerá a la oposición y hará bajar la presión social.
En este cuadro de confusión, dudas y temores la oposición tiene lo que muchos consideran una carta de triunfo: la ex presidenta Michelle Bachelet. A falta de una alternativa de Izquierda, la Concertación -salvo unos pocos «díscolos» sin chance alguna- ha convertido a Bachelet en un norte político. Una relación materno-política ha reemplazado las ideas y nuevos liderazgos de que carece la Concertación. Detrás de Bachelet irá la Concertación remolcando a los náufragos de la Izquierda, luego del consabido saludo a la bandera de éstos con un candidato propio en primera vuelta.
Todo está escrito en el destino político del país. Lo novedoso es que la clase dominante tiene claro que cometió un garrafal error con el retorno de la derecha a La Moneda. Ha quedado claro que la Concertación y sus nexos con la Izquierda permiten una forma de gobierno mucho más segura. Sus cuatro gobiernos sirvieron de camisa de fuerza del movimiento social y permitieron a la banca y a las transnacionales obtener ganancias siderales. La oligarquía está ahora maniobrando para enmendar el error de diciembre del 2009
(*) Estos temores los planteó el presidente de la República el 21 de octubre en una reunión-desayuno en La Moneda con directores de revistas, entre ellos el de Punto Final.