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Los efectos del dogmatismo II

Esquematismos

Fuentes: Rebelión

RESUMEN: En el plano político el dogmatismo es sinónimo de esquematismo. Sus promotores propugnan los Estados Unidos Socialistas de América Latina sin explicar como se llegaría a esa meta. Cuestionan una mediación eventual a través del ALBA, pero no postulan otro puente y contraponen el uso de la fuerza con la diplomacia, como si la […]

RESUMEN: En el plano político el dogmatismo es sinónimo de esquematismo. Sus promotores propugnan los Estados Unidos Socialistas de América Latina sin explicar como se llegaría a esa meta. Cuestionan una mediación eventual a través del ALBA, pero no postulan otro puente y contraponen el uso de la fuerza con la diplomacia, como si la lucha antiimperialista no exigiera ambos recursos. Reducen los proyectos de integración a rivalidades comerciales y no observan las confrontaciones político-sociales en juego. Al concebir el socialismo regional como un acto simultáneo desconocen las disyuntivas que enfrenta Cuba. Es falso que la imposibilidad de construir el socialismo en un solo país implique la inviabilidad de iniciar esa tarea.

Los doctrinarios alientan la repetición del modelo bolchevique en cualquier escenario, olvidando la singular incidencia de la primera guerra mundial sobre ese proceso. Mistifican lo ocurrido en Rusia e ignoran el curso diferenciado que siguieron las revoluciones posteriores. Suelen resaltar todos los episodios de 1917, sin prestar mucha atención a la estrategia seguida por Lenin durante décadas.

Tampoco logran explicar como fueron consumadas las revoluciones ajenas al precedente bolchevique. Es falso atribuirlas al imperio de leyes históricas, a la invariable «presión de las masas» o a cursos «excepcionales», desconociendo el rol jugado por las direcciones de esos procesos.

El dogmático repite que «el proletario lidera la revolución» sin aclarar el significado actual de esa máxima. No toma en cuenta los cambios operados en la clase obrera industrial y tampoco registra la variedad de oprimidos y explotados que encabezó las rebeliones más recientes. Evalúa estos acontecimientos en código sociológico, suponiendo que la estructura clasista se mantiene invariable desde hace dos siglos. Desarrolla caracterizaciones sociales viciadas por su auto-visualización como exponente de la clase obrera y se equivoca al definir a la revolución por los sujetos y no por los contenidos anticapitalistas.

En su defensa de la dictadura del proletariado suele criticar a quiénes prescinden de un concepto que él mismo desecha en su actividad pública. El dogmático cuestiona la democracia socialista, suponiendo erróneamente que el primer término es equivalente y no incompatible con el capitalismo. Espera el surgimiento de los soviets, pero no detecta los embriones de poder popular. Descarta, además, la posibilidad de cursos intermedios, a pesar de los antecedentes de gobiernos obrero-campesinos.

En sus caracterizaciones de América Latina desconoce la singularidad del neoliberalismo, ignora los triunfos populares y no observa diferencias entre los gobiernos centroizquierdistas y nacionalistas radicales. Desvaloriza las nacionalizaciones en curso y no compara los diagnósticos que emite, con la viabilidad de su propia propuesta.

La simplificación dogmática proviene de una atadura a temporalidades cortas. Interpretan con ese criterio de inmediatez la teoría de la revolución permanente y no ajustan su aplicación a los países avanzados y a las transformaciones de la periferia.

Los doctrinarios incentivan la creación de partidos que se auto-asumen como vanguardia sin que los oprimidos reconozcan ese status. Diluyen la diferencia entre estadios de gestación y existencia de un partido y recrean el verticalismo monolítico. Su defensa de un modelo universal de organización política dificulta la unidad de los revolucionarios y obstruye la recreación de la conciencia socialista.

El dogmatismo trasmite mensajes mesiánicos y adopta actitudes proféticas, que desvirtúan el sentido experimental de la acción militante. Incentiva la condición minoritaria y despilfarra esfuerzos en escaramuzas con el resto de la izquierda. Olvida que remar contra la corriente debería constituir una circunstancia y no una norma. Elude explicaciones públicas de sus propias dificultades, exhibe un gusto por la diferenciación y utiliza un lenguaje inadmisible dentro de la izquierda. Esta actitud no permite desenvolver un proyecto socialista y obliga a revisar el sentido actual de la identidad trotskista.

LOS EFECTOS DEL DOGMATISMO II. ESQUEMATISMOS

Claudio Katz1

El dogmatismo presenta una faceta económica catastrofista y un perfil político pleno de esquematismos. Sigue un guión preestablecido en sus caracterizaciones y propuestas para América Latina y postula una estricta recreación de la estrategia soviética de 1917, al propugnar una dictadura del proletariado asentada en el partido que construyen.

SIMULTANEISMO CONTINENTAL

Los dogmáticos estiman que solo existe una consigna congruente con la política revolucionaria a escala regional: los Estados Unidos Socialistas de América Latina. Interpretan que cualquier otro mensaje constituye una concesión a la burguesía. No deducen la conveniencia de ese lema de algún indicio de la realidad contemporánea, sino de su inclusión en los programas de la III y IV Internacional. Estiman que esa inscripción alcanza y sobra para preservar la consigna, cualquiera haya sido la recepción, interés o utilidad que demostró en los últimos 80 años.

¿Pero cómo se llegaría a los Estados Unidos Socialistas de América Latina? ¿Cuál sería el camino para alcanzar una meta tan ambiciosa? Este tipo de preguntas no preocupan mucho al doctrinario, pero cualquier sugerencia de mediaciones para llegar a ese objetivo provoca su inmediato furor. Por ejemplo, la eventual utilidad del ALBA para avanzar hacia esa dirección le parece una «divagación», ya que asocia esta iniciativa con la pasividad política, la mera funcionalidad comercial y la inviabilidad práctica2.

El dogmático no detecta ningún rasgo progresivo en una idea que inicialmente el gobierno venezolano lanzó en contraposición al ALCA y al MERCOSUR, para gestar una alianza defensiva (acuerdos con Cuba) y proyectar medidas antiimperialistas a escala regional. Es evidente que el avance o frustración de esta iniciativa dependerá de muchas circunstancias. Pero al declarar de antemano su inutilidad se renuncia a cualquier batalla política por radicalizar su contenido. El doctrinario se equivoca en tres planos3.

En primer lugar olvida que la búsqueda de oxígeno fuera de las fronteras ha sido un rasgo de todos los gobiernos que chocaron con Estados Unidos, combinando siempre la diplomacia con los actos de fuerza. La oposición que establece entre ambos recursos ilustra cuán lejos se ha encontrado siempre de la utilización de uno u otro medio. El propio Trotsky alternó la jefatura del ejército rojo con el diseño del tratado de Brest, que incluyó fuertes concesiones a Alemania para resguardar al naciente estado soviético. Esta compatibilidad era congruente con su concepción de la revolución, como una guerra combinada de posiciones y maniobras. Esta mixtura resulta indispensable para gestar un proceso socialista, que no se reduce a la permanente ofensiva imaginada (pero no ensayada) por el dogmático.

Si se considera, en segundo término, al ALBA como una propuesta meramente comercial correspondería también medir con esa misma vara al ALCA y al MERCOSUR. Pero en este caso no se entendería, porque el proyecto de dominación norteamericano presupone más bases militares que tratados de libre-comercio. Tampoco se comprendería porqué los cancilleres de Sudamérica complementan los convenios arancelarios con la intervención militar en Haití. La capacidad analítica de quiénes reducen el ALCA, el MERCOSUR o el ALBA a organismos comerciales no es muy sobresaliente. Siguiendo ese criterio deberían también considerar que la nacionalización de la energía es un tema petrolero o tratar la suspensión del pago de la deuda externa como una cuestión contable.

Quizás no han notado que los temas comerciales y financieros constituyen solo un aspecto del problema político de la integración. Con un poco más de visión para entender lo que ocurría, Trotsky siempre evaluaba el sentido general de cualquier medida formalmente económica. Captó, por ejemplo, el enorme significado de la nacionalización petrolera que introdujo el presidente mexicano Cárdenas en los años 30 y reivindicó sin vacilaciones esa decisión. Sus sucesores doctrinarios todavía no han logrado adoptar una postura equivalente frente a Chávez o Evo Morales.

Objetan, en tercer lugar, la viabilidad del ALBA por estimar que esta iniciativa perderá su forma autónoma inicial, diluyéndose en el MERCOSUR. Este curso constituye efectivamente una posibilidad, frente a la alternativa opuesta de conformación de un alineamiento antiimperialista diferenciado. El dogmático considera que esta segunda variante (y su eventual utilidad para un resurgimiento del socialismo) constituye «una expresión de deseos». Pero quizás le convendría comparar esa eventualidad con la mágica irrupción que proyecta de los Estados Unidos Socialistas de América Latina. Si establece este contraste le resultará por lo menos incomodo objetar al ALBA con argumentos de realismo.

Es obvio que la integración socialista regional constituiría el desemboque y nunca un punto de partida de un proceso revolucionario a escala zonal. Por eso importa concebir cuáles serían los puentes que podrían vincular a ambos cursos. Si se rechazan estas mediaciones, la única forma de imaginar el socialismo continental es a través de contagios inmediatos o apariciones simultáneas. Esta visión se aleja tanto del socialismo internacional que proyectaba Lenin, como de la concepción sostenida por Trotsky al criticar la «construcción del socialismo en un solo país». Ambos teóricos jamás pensaron la nueva sociedad anticapitalista como un resultado directo de revoluciones sincronizadas. Apostaron al socialismo internacional, pero no a un choque planetario dirimido en un solo round.

Los acontecimientos del siglo XX confirmaron esta complejidad. En Cuba, por ejemplo, se planteó siempre una dolorosa disyuntiva entre subsistencia y expansión de la revolución. La hazaña histórica lograda en la isla ha sido combinar dos políticas: la resistencia a un coloso ubicado a 90 millas, con la promoción de la revolución en América Latina. Estos intentos incluyeron desde la gesta del Che hasta el apoyo político, militar, moral y material de numerosos movimientos revolucionarios.

Como los dogmáticos vislumbran el socialismo regional como un acto simultáneo, nunca valoraron esa política cubana. Se encarnizaron, en cambio, con los numerosos errores cometidos por la dirección castrista (por ejemplo el apoyo político actual a Lula, Kirchner y Tabaré), denunciando incluso a «esa burocracia pro-capitalista». Los dogmáticos desconocen la necesidad de compromisos geopolíticos, alianzas indeseadas o concesiones al enemigo, porque jamás han estado obligados a lidiar con esas adversidades. Pero quizás debería observar con más respeto, a quiénes sí confrontaron en los hechos con el imperialismo.

El dogmático suele justificar su visión simultaneista en la «imposibilidad de construir el socialismo en un solo país». Pero transforma una restricción real en un ultimátum que impide hacer algo. Es cierto que el socialismo no puede realizarse dentro de las fronteras nacionales, pero puede iniciarse en ese marco. Ese debut implica avanzar hacia la gestación de una sociedad igualitaria, en el marco de las limitaciones objetivas vigentes en cada caso nacional. Como el dogmático desconoce este tránsito, su mensaje es: socialismo en todas partes y ahora o nada. De esa forma vislumbra la llegada de los Estados Unidos Socialistas de América Latina, como un maná que irrumpirá repentinamente bajo su conducción.

REPETICIÓN DEL CAMINO SOVIÉTICO

Los dogmáticos suponen que la revolución se desenvolverá en América Latina repitiendo el sendero inaugurado por los bolcheviques en 1917. Resaltan la universalidad de esa acción y atribuyen el éxito de Lenin a su identificación de la catástrofe con la revolución4. Suponen que la fidelidad a estos mismos criterios, les permitirá repetir esa gesta en cualquier punto del planeta. Por eso buscan analogías con esa experiencia en todos levantamientos contemporáneos. Imaginan Soviets, Palacios de Invierno, Febreros y Octubres, en los más diversos escenarios.

Durante las primeras décadas del siglo XX esta manía era un resultado natural del impacto provocado por la primera revolución socialista de la historia. Pero con el paso del tiempo el deslumbramiento dio lugar a evaluaciones maduras, que constataron la especificidad de esa gesta. La mitología del 17 -que era patrimonio de los partidos comunistas- fue cuestionada por quiénes destacaron el carácter inimitable de ese modelo. Objetaron las leyendas y demostraron que todas las revoluciones posteriores fueron procesos originales muy diferenciados de ese antecedente5.

El dogmatismo es totalmente ajeno a esta reflexión. Mantiene la vieja tentación de la copia, sin notar que la revolución bolchevique incluyó características específicamente derivadas de la primera guerra mundial. Ese contexto bélico permitió resolver de manera relativamente sencilla el gran problema del armamento popular. Las masas insurreccionadas contra el zar se encontraban bajo bandera y los soviets fueron conformados, en gran parte, por los propios soldados. Esa fulminante desintegración de un ejército de conscriptos fue un rasgo peculiar, que el imaginario de la mistificación del 17 ignora.

En otros alzamientos anticapitalistas -como la Comuna de Paris al calor de la guerra franco-prusiana- este tipo de sublevación de tropas tuvo un alcance mucho más acotado. Las revoluciones exitosas (Yugoslavia, China) o fracasadas (Francia, Italia, Grecia) de post-guerra se desenvolvieron en el marco de disputas militares entre dos bandos. No hubo soviets, ni insurrecciones semejantes al 17. Pero en todos los casos influyó un contexto bélico que el dogmático no evalúa.

Su obsesión por el calco le impide notar que ninguna de las cuatro grandes revoluciones latinoamericanas -México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979- se consumó en ese marco guerrero. Las grandes conflagraciones internacionales constituyeron a lo sumo, un condicionante indirecto de esas sublevaciones. Esta diferencia explica, por ejemplo, la preeminencia de acciones guerrilleras en Cuba o Nicaragua, tan diferentes de la insurrección soviética. Ninguna revolución latinoamericana estalló por los compromisos de las clases dominantes con una guerra mundial, ni generó las reacciones antibelicistas e internacionalistas que predominó en el contexto ruso. El dogmático no logra registrar esa diferencia.

Tampoco puede notar que el éxito de Lenin obedeció a una estrategia de largo plazo, mucho más compleja que el simple augurio de catástrofes y «revoluciones a la vuelta de la esquina». Esta política incluyó varias líneas de acción antes del período soviético. El doctrinario solo presta atención al episodio final de 1917, sin recordar los decenios previos de batalla contra el zarismo, bajo estandartes democrático-radicales anticipatorios de ese desenlace anticapitalista (forjar una «dictadura democrática de los obreros y campesinos»). Lenin no llegó a ese éxito solo rechazando la política pro-capitalista de los mencheviques. Sostuvo durante años varias estrategias para gestar alianzas con los campesinos, apuntalar las relaciones de fuerzas y desarrollar la conciencia de los trabajadores

El catastrofista no toma en cuenta esta política. Simplemente observa los sucesos de febrero-octubre del 17, como un resultado al alcance de la mano en cualquier circunstancia explosiva. Olvida que a este desemboque se arriba si previamente prosperó una estrategia adecuada. El acierto de Lenin radicó en esta orientación precedente, que incluyó batallas contra la simplificación anticapitalista del populismo, alientos del camino agrario americano y radicalización de una revolución democrática ininterrumpida. Como estos aspectos son poco atendidos, la imitación del camino soviético parece una obra sencilla y extensible a cualquier país.

ESQUEMATISMO DE DIRECCIÓN

El dogmático ve la revolución a la vuelta de la esquina pero siempre en otro barrio, ya que nunca le ha tocado protagonizar ese acontecimiento. Semejante exterioridad lo obliga a evaluar la sucesión de revoluciones socialistas que se desenvolvieron no solo fuera de su alcance, sino vulnerando también el precedente bolchevique. ¿Como pudo haber ocurrido algo así? Los doctrinarios le han dado muchas vueltas a este interrogante, pero nunca lograron exponer una explicación de los sucesos que pusieron en entredicho la primacía de 1917.

La interpretación dogmática de la revolución yugoslava, china, vietnamita o cubana se reduce a proclamar que «las leyes de la historia son más fuertes que los aparatos» 6. Las organizaciones dirigentes de esas sublevaciones intentaron contener «la fuerza inmanente de la transformación socialista», pero no tuvieron éxito. Esta interpretación es congruente con la visión positivista del desenvolvimiento social. Supone que una compulsión natural obligó a los protagonistas de esos procesos a realizar actos que no buscaban. Solo los bolcheviques ambicionaban el socialismo y el resto debió seguir un camino parecido por la simple fuerza de los hechos.

Pero el caso cubano es particularmente problemático para esta forma razonamiento, ya que no resulta fácil ilustrar como Fidel tomó el poder bajo el acicate de una fuerza misteriosa. El dogmático reconoce que el líder guerrillero adoptó valientes decisiones frente al imperialismo e impulsó una «transformación social profunda». Pero si actuó de esta forma, la voluntad revolucionaria primó sobre la compulsión natural. Y esta constatación pone en serios aprietos todos los cuestionamientos doctrinarios a «que un pequeño-burgués no bolchevique pueda hacer la revolución»7.

La solución más corriente frente a tantos intríngulis ha sido atribuirle a esta variedad de episodios un carácter «excepcional». Pero como las revoluciones de pos-guerra fueron más numerosas que las anteriores a ese conflicto, esta calificación no tiene mucho sentido. ¿Por qué razón 1917 habría marcado la norma y el resto violado ese patrón?

Otras explicaciones del mismo tipo resaltan la dinámica de «contragolpe» que caracterizó a la revolución cubana (radicalización del proceso frente a cada conspiración). Pero este rasgo determinó también el surgimiento de la Unión Soviética (captura del poder en octubre del 17, expropiaciones del capital un año más tarde y creación posterior de un nuevo sistema político- militar como resultado de la guerra civil). Todas las revoluciones prosperaron por ese camino.

La creencia que todas las victorias socialistas posteriores a Lenin y Trotsky fueron imposiciones de las masas a direcciones reticentes carece de verificación. Supone la existencia de «presiones desbordantes desde abajo» en cualquier fecha y lugar, cómo si las masas estuvieron siempre ubicadas a la izquierda de sus conducciones, bregando por metas más radicales. Es muy difícil encontrar corroboraciones de esta idealización8.

Es bastante absurdo imaginar que «las masas presionaron» a Castro para embarcarse en el Gramma y subir a la Sierra Maestra. Si con un poco de sensatez se acepta que esa acción se originó en su voluntad revolucionaria: ¿Por qué atribuir a otra motivación la expropiación posterior de los capitalistas? La teoría que explica la historia por un principio invariable de presión de los pueblos sobre sus dirigentes enfrenta, además, otro problema: ¿Por qué se exceptúa a los bolcheviques de esa norma? ¿Por qué suponer que Fidel fue dirigido y Lenin actúo como dirigente? Las arbitrariedades de este esquema chocan frontalmente con lo sucedido en Cuba.

Cualquier análisis elemental de la revolución en eses país confirma que su trayectoria siempre estuvo definida por las decisiones de sus líderes. Estas resoluciones determinaron un resultado socialista opuesto al observado en México (1910) o Bolivia (1952). La nacionalización de los ingenios azucareros, la reforma agraria o la conformación de las milicias, no irrumpieron espontáneamente como actos de las masas. Fueron impulsados por una dirección de origen jacobino, que adhirió mayoritariamente al proyecto socialista. Ha transcurrido medio siglo de este hecho y los dogmáticos todavía no han podido reconciliarse con estos datos básicos de la realidad.

Su resistencia a reconocer lo que cualquier mortal percibe es consecuencia de un modelo esquemático sobre las direcciones, que descarta cualquier liderazgo revolucionario ajeno al propio y desviado del bolchevismo. Por eso supone, que si alguna revolución triunfó olvidando solicitar su conducción debe obedecer a extrañas causas. El dogmático razona al revés. Si los hechos no se adaptan a su esquema previo hay que corregir la realidad. Pero su fantasía de monopolio revolucionario es un rasgo de omnipotencia tan infantil, que solo puede suscitar sonrisas entre quiénes observan con cierta distancia este tipo de elucubraciones.

La incapacidad para aceptar direcciones socialistas revolucionarias ajenas al propio ombligo es también consecuencia de un modelo rígido sobre la forma de gestación de la conciencia socialista. Siguiendo el precedente del 17 el dogmático supone que estas convicciones constituyen primero un patrimonio del partido, luego un atributo compartido por la vanguardia y finalmente un bien difundido a toda la sociedad como resultado de la toma del poder. Pero la historia ha demostrado que esta estricta cronología puede alterarse. En el caso cubano la conciencia socialista no fue anticipada por una organización, sino que se desenvolvió junto a experiencias de radicalización política. Por esta razón, el carácter socialista de la revolución cubana fue recién proclamado en 1961 y no en 1953 o 1959. Acompañó el curso de un proceso, sin respetar el estricto premoldeado que exige el doctrinario.

INTEPRETACIONES EN CLAVES SOCIOLÓGICAS.

La dificultad para reconocer cursos socialistas distintos del 17 surge también de una inmutable presunción sobre el rol que debe jugar la clase obrera. El dogmático repite en forma obsesiva que «el proletario lidera la revolución» y se enfada contra cualquier olvido de esa máxima9.

Pero este altisonante mensaje no define quiénes integran actualmente el proletariado. Da por sentado que esa composición, sin notar que algo evidente en la época de Marx o Lenin ya no resulta tan nítido a principio del siglo XXI. Mientras que el protagonismo de los obreros era indiscutible en la Comuna de Paris, en la acción bolchevique y en revoluciones europeas de entre-guerra, este liderazgo perdió peso en los triunfos socialistas posteriores.

La clase obrera industrial no tuvo un papel conductor frente a los campesinos en China o Vietnam y con excepción de caso boliviano, este liderazgo tampoco se observó en las grandes revoluciones de América Latina. La población agraria protagonizó el alzamiento mexicano y una variedad de segmentos oprimidos -comandados por organizaciones provenientes de la clase media- consumaron la revolución cubana y nicaraguense. El doctrinario suele afirmar que «la pequeño-burguesía ejecutó en este caso la misión histórica de la clase obrera». Pero si esta mutación fue posible, el rol dirigente del proletariado ya no es tan insustituible.

El dogmático tampoco registra que la clase obrera industrial ha jugado un rol secundario en el ciclo reciente de rebeliones en la región. Estas sublevaciones fueron lideradas por los desocupados y la clase media (Argentina), los indígenas y profesionales urbanos (Ecuador), los informales y campesinos (Bolivia) o los precarios junto a sectores sindicalizados (Venezuela). De este variado panorama no extrae ninguna conclusión. Podría simplemente constatar que en batallas protagonizadas por todas las víctimas de la sujeción capitalista (oprimidos), los generadores directos del beneficio empresario (explotados) tienden a jugar un rol más estratégico.

La vieja denominación de proletariado podría ser aplicada a este último segmento o a todo el conglomerado de resistentes. La diferencia radica en el alcance asignado al concepto. Si se entiende por proletariado a la clase que vive de su trabajo quedan englobados todos los oprimidos, pero si se alude solo a los asalariados el término tiende a identificarse con los explotados. Como el dogmático no aclara sus caracterizaciones, nadie sabe bien cuál es la dimensión le otorga al proletariado.

Utiliza el término para reafirmar la vigencia de la ortodoxia, pero curiosamente nunca lo difunde en su propaganda corriente. En ese caso necesitaría el auxilio de un traductor, ya que la palabra proletariado ha perdido presencia habitual. Estuvo tradicionalmente asociada con los obreros industriales, que constituían el pilar de todos asalariados. Pero este sector no mantiene la gravitación del pasado, como consecuencia de varias transformaciones sociales (reorganización neoliberal regresiva del proceso de trabajo) y políticas (crisis de los sindicatos, dificultades de la izquierda).

Como los dogmáticos se acostumbraron a discutir la dinámica de la revolución en código sociológico (supremacía de la clase obrera frente a los campesinos y pequeño-burgueses) rechazan cualquier actualización de su propia doctrina. Su mirada del capitalismo congelado desde 1914 los induce además a pensar, que nada ha cambiado en la estructura social del sistema.

Los teóricos oficiales del Partido Comunista recurrían a una sencilla solución para lidiar con este problema: se auto-erigían en representantes del proletariado e ilustraban con su presencia la tónica obrera de cualquier proceso. Los dogmáticos ensayan una solución parecida, cuándo utilizan rigurosos términos clasistas para tipificar a las fuerzas en juego. Resaltan el sustrato social que expresa cada grupo político y describen especialmente a sus adversarios de izquierda como exponentes de la clase media. Pero el presupuesto de este diagrama es situarse a sí mismos como voceros la clase obrera. El único inconveniente radica en que la inmensa masa de los trabajadores no ha tomado nota de esa representación10.

Es bastante absurdo pontificar quién es quién en la sociedad desde un sitial imaginario. La clarificación de la estructura social-clasista tiene sentido en la batalla ideológica contra los capitalistas, pero no en la delimitación interna del universo de la izquierda. La extrapolación del primer criterio al segundo ámbito transforma un recurso de esclarecimiento, en un instrumento de ridícula pugna por definir que grupo representa más adecuadamente los «intereses de la clase obrera». Es absurdo dirimir este mandato en una reyerta ideológica entre organizaciones marxistas.

De todo este enredo se podría salir reconociendo simplemente que la revolución socialista será una obra de los oprimidos y explotados. Pero esta constatación requiere tomar en cuenta las importantes oscilaciones sociales que acompañan al desenvolvimiento del capitalismo. Estos cambios modificaron el invariable conservatismo de los campesinos, alteraron las actitudes de los pequeños propietarios urbanos hacia los asalariados y convirtieron al estudiantado en una fuerza popular masiva. No resulta posible definir, por ahora, si la clase obrera industrial volverá o no a ocupar el rol que tuvo en el pasado. Su expansión numérica a escala mundial coexiste con la precarización laboral y con fuertes segmentaciones en su interior. Resulta indispensable reconocer estos cambios para abordar con mayor realismo la estrategia política de la izquierda.

Pero el dogmático está inmerso en una larga siesta, que le impide caracterizar adecuadamente la naturaleza de la revolución socialista. No registra la gravitación primordial del contenido social de este proceso, en comparación a los sujetos que lo realizan. El carácter socialista común de 1917 (Rusia), 1949 (China) y 1960 (Cuba) estuvo dado por ese carácter anticapitalista y no por el rol determinante o secundario, que jugaron en cada caso los obreros.

Como lo esencial son las tareas, Lenin hablaba de «revolución proletaria» para referirse a la fuerza dirigente y de «revolución socialista» para aludir al sentido de este proceso. Mientras que Trotsky jerarquizó alternativamente uno u otro aspecto, Preobrazhensky defendió la primacía del segundo rasgo. Este criterio tuvo mayor corroboración histórica y evita los dilemas sin solución que acosan a los dogmáticos11.

DICTADURA DEL PROLETARIADO

El dogmático convoca a forjar la dictadura del proletariado como única opción revolucionaria. O se avanza rápidamente hacia esa meta o triunfará la derecha. No hay espacios intermedios, ni disputas. Se impone Lenin o Kornilov y frente a esta disyuntiva el poder de los soviets expresa la única política socialista viable. Cualquier otra variante implica traición12.

Este rumbo es propiciado con justificaciones de todo tipo. La dictadura del proletariado es vista como un recurso de violencia contra los capitalistas y como un acto de amor. El dogmático compatibiliza curiosamente ambas versiones13. Pero lo que resulta más sorprendente es la total ausencia de este término en la actividad corriente de sus cultores. Jamás pronuncian esta palabra en ese ámbito. Allí solo hablan del «gobierno de los trabajadores», porque saben que dictadura es un concepto impronunciable y que proletariado es una noción desconocida. Por eso archivan frente al gran público los términos que utilizan en las rencillas con la izquierda.

Esta dualidad no suscita interrogantes a los doctrinarios, que conciben su pregonada meta como un sistema opuesto a la democracia socialista. Consideran totalmente inadmisible esta conjunción y se burlan de sus promotores14. Pero esa articulación fue explícitamente propuesta por los marxistas de entre-guerra (varias veces Lenin y con gran frecuencia Rosa Luxemburg).

Los revolucionarios de ese período reivindicaban a la democracia socialista como un sistema equivalente a la dictadura del proletariado. Consideraban que los rasgos inevitablemente coercitivos de cualquier régimen anticapitalista debían coexistir con el debut de una democracia real basada en la creciente igualdad. Quiénes por el contrario estiman que «e l socialismo con democracia es una contradicción» han asimilado muy poco del legado teórico que ensalzan. Subrayan esa incompatibilidad, estimando que la democracia es una forma de estado que desaparece bajo el socialismo 15 .

Pero en este retrato del futuro confunden conceptos y temporalidades. Por un lado, olvidan que Marx concibió la disolución del estado como proceso paulatino del porvenir comunista y no como un acto inicial del socialismo. Por otra parte, desconocen que la democracia sin algún aditamento (burguesa, formal, real, popular) no significa nada. Los propios dogmáticos reconocen la polisemia de este término, cuando por ejemplo reivindican con entusiasmo la democracia para el ámbito universitario 16 .

En otros textos hemos demostrado que la contraposición entre socialismo y democracia conduce a embellecer al capitalismo, porque identifica la soberanía popular con ese sistema. Ese enfoque le quita al movimiento revolucionario una bandera actualmente necesaria para reaproximar a la izquierda con las masas17.

Inspirado en el antecedente de la URSS el dogmático espera forjar la dictadura del proletariado a partir de los soviets. Por eso vislumbra embriones de ese doble poder en todas las revueltas, sin notar que esta modalidad de consejos no ha estado muy presente en la historia latinoamericana. Tampoco nota esta ausencia en el ciclo reciente de rebeliones regionales. Algunos esbozos de estas formas despuntaron en Bolivia (2003), pero las efímeras asambleas barriales argentinas del 2001-02 no constituyeron embriones de ese tipo. En Venezuela o Ecuador tampoco estuvieron a la vista variedades de esos consejos.

Si se admite acertadamente que el doble poder constituiría un aspecto clave de los desenlaces revolucionarios, su carencia actual confirma el carácter preparatorio de la etapa. Pero como el dogmático no puede distinguir estos períodos, espera la llegada de los soviets dónde apenas se vislumbraron modalidades iniciales de construcción del poder popular. Como está acostumbrado a exaltar lo inexistente, no puede calibrar estas manifestaciones.

Esta falta de ubicación proviene de su desconocimiento de las situaciones intermedias que podrían pavimentar el debut del socialismo. Estos eslabones no son períodos de «capitalismo progresista» -como suponen los teóricos de la revolución por etapas- sino momentos anticipatorios del triunfo revolucionario. Conforman cursos probables de una progresión anticapitalista, que fueron avizorados por Lenin en su defensa de la dictadura democrática del proletariado y los campesinos. El dogmático descarta por completo estas opciones identificándolas erróneamente con el menchevismo18.

No recuerda que estas opciones fueron debatidas como variantes del «gobierno obrero y campesino» en los cuatro primeros congresos de la III Internacional. Estas modalidades eran identificadas, a veces, con la dictadura del proletariado y en otras ocasiones con instancias previas a esa administración revolucionaria. Lenin las concibió de esta última forma, cuando propuso -después de febrero y antes de octubre del 17- la formación de un gobierno soviético dirigido por mencheviques y social-revolucionarios.

Este mismo planteo volvió a escena durante la revolución alemana de 1918 y se convirtió durante décadas en el lema de la izquierda radical, que propiciaba la ruptura de los partidos socialistas y comunistas con la burguesía. Esta convocatoria implicaba erigir gobiernos obrero-populares sin representantes de las clases dominantes. Trotsky mantuvo una actitud ambivalente frente a esta alternativa. Promovió su concreción en algunas ocasiones, pero la descartó en otras. En sus últimos años tendió a presentar el gobierno obrero y campesino como una «acepción popular» de la dictadura del proletariado. Los dogmáticos recogen exclusivamente esta última versión y no aceptan aquí ninguna otra opción19.

Pero las modalidades que descartan se observaron por ejemplo en China en 1949 y en Cuba en 1960, durante las breves coaliciones gubernamentales que precedieron a la expropiación de los capitalistas. El carácter efímero de estos interludios no elimina su existencia. Más controvertido sería definir si rigió alguna variante del gobierno obrero-campesino, en las administraciones que involucionaron hacia la recomposición del orden burgués (Argelia en los 60, Nicaragua en los 80). Al dogmático no le preocupan este tipo de eventualidades (ni tampoco la posible radicalización de un gobierno antiimperialista radical actual), porque su universo solo contempla dos situaciones: régimen burgués o dictadura del proletariado. De esta excluyente disyuntiva solo quedan expulsadas las molestas variantes de la realidad.

MUCHOS INCENDIOS, NINGÚN RESULTADO

La predilección dogmática por el ultimátum se verifica en todas sus caracterizaciones de la coyuntura latinoamericana. El doctrinario describe un escenario de invariable incendio y fracaso del imperialismo, las clases dominantes, los gobiernos y los opositores, bajo el empuje de las masas20.

Lo más curioso de estos encuadres no es el reciclaje ilimitado de las crisis por arriba, sino la ausencia de victorias populares. No se comprende cuál es la fuente de energía que incita a las masas a volver una y otra vez al ruedo, sin lograr nunca nada. Aparentemente han desarrollado un gusto por la batalla que se ha vuelto indiferente a los resultados.

La inconsistencia de esta descripción es obvia. Si América Latina constituye un gran foco de rebeliones populares es porque el neoliberalismo ha sufrido importantes derrotas políticas (caída de presidentes), sociales (frenos del atropello), gubernamentales (desplazamiento de derechistas) e ideológicas (desprestigio del fanatismo mercantil).

Los dogmáticos no reconocen estos cambios, porque tampoco caracterizan al neoliberalismo como un programa particular. Colocan ese término entre comillas para burlarse de su existencia, sugiriendo que el uso de ese concepto constituye una capitulación frente al pensamiento dominante. Suponen que únicamente corresponde hablar de capitalismo a secas y en forma indistinta. Por esta misma razón, no atribuyen gran significación al desplazamiento popular de mandatarios neoliberales en Venezuela, Bolivia o Ecuador. Como el capitalismo se mantiene en los tres países, nada ha cambiado21.

Pero este razonamiento ignora logros populares evidentes e incluso sugiere que con Chávez o Evo Morales la burguesía evitó la revolución socialista y logró instalar presidentes «potencialmente contrarrevolucionarios»22. El dogmático no logra reconciliarse con la realidad. En lugar de constatar la presencia de gobiernos nacionalistas radicales que movilizan a las masas, chocan con el imperialismo y contrarían al establishment, especula sobre el rol regresivo que jugarían frente a una insurrección proletaria. Por ese camino intentan dilucidar lo que podría suceder, sin atender demasiado a lo que efectivamente ocurre.

Ni siquiera computan como triunfos populares las conquistas democráticas de las últimas décadas. Omiten señalar este aspecto, al evaluar que la sustitución de las dictaduras latinoamericanas por regímenes constitucionales fue un logro del imperialismo. Como estiman que el Departamento de Estado recurrió a «desvíos democratizantes» para frenar el desarrollo de verdaderas revoluciones, le quitan trascendencia a las libertades públicas obtenidas en ese período. Esta forma de negar un éxito por la pérdida eventual de un avance mayor (socialismo) es muy afín al pensamiento fantástico.

Con el mismo barómetro de lo que hubiera sucedido, desconocen el aspecto progresivo de las nacionalizaciones que implementan Chávez o Morales. Afirman que estas mismas medidas adoptan actualmente otros gobiernos de países petroleros (especialmente Arabia Saudita o los emiratos árabes) 23.

Pero olvidan que el carácter de estas iniciativas no está exclusivamente determinado por las cláusulas de los contratos y los porcentajes de las regalías. Un sheik que sostiene la invasión norteamericana a Irak no es muy parecido al principal adversario que enfrenta Bush en Latinoamérica, aunque ambos coincidan en cierto manejo de los hidrocarburos. Establecer identidades entre ellos equivale a suponer que las estatizaciones implementadas por Perón y Hitler eran análogas. Si algo debería distinguir a un marxista de un analista convencional es la capacidad para diferenciar contenidos político-sociales, en medidas formalmente semejantes. Pero este atributo exige primero algún grado de sensatez.

El dogmático interpreta que Chávez avanza poco sobre la gran propiedad capitalista. Estima que sus nacionalizaciones se ubican por debajo del nivel alcanzado por Allende en Chile (1970-73) o Velazco Alvarado en Perú (1968-75). Pero se olvida que el principal recurso de Venezuela se encuentra bajo jurisdicción estatal desde hace mucho tiempo y que el eterno problema de ese país ha sido el manejo de esa renta petrolera. Con el dinero proveniente de esta fuente hay recursos más que suficientes, para desenvolver la industria y mejorar el nivel de vida popular. La dificultad radica en el uso de los fondos ya existentes y no en su recaudación adicional. El dogmático ignora que en Venezuela no urge la expropiación de la burguesía extra-petrolera para desenvolver un proceso revolucionario. Está desconcertado porque su manual no contempla ninguna receta para avanzar al socialismo en una economía de renta petrolera.

Solo atina a denunciar «limitaciones», «capitulaciones» y «concesiones» de Chávez pronosticando con total certeza su involución derechista, mientras arremete contra quiénes consideramos factible otras hipótesis24. Pero en una escala de probabilidades cabría preguntar: ¿Qué resultaría más posible? ¿La radicalización del proceso bolivariano o la concreción del modelo de los dogmáticos? Si los antecedentes de las últimas décadas sirven de base para un dictamen, la respuesta es contundente.

TEMPORALIDAD, PERMANENCIA E INMINENCIA

Los dogmáticos desconectan las mediaciones políticas porque razonan con temporalidades invariablemente cortas. Al suponer que la historia se mueve siempre con celeridad devalúan los cursos más pausados. No registran que lo procesos de pocos días (como las 10 jornadas que conmovieron al mundo en 1917) coronan dinámicas de meses (febrero y octubre del mismo año) y alternan con desenvolvimientos de muchos años («larga marcha» en China, prolongada resistencia vietnamita).

El doctrinario olvida que el breve acontecimiento insurreccional ruso fue precedido por una paciente estrategia previa. Lenin impulsó una definición coyuntural corta, luego de propiciar durante décadas alternativas más prolongadas. Gramsci conceptualizó, posteriormente, esta segunda variante de gestación paulatina de la hegemonía política e ideológica de los trabajadores. Planteó desenvolver procesos largos y signados por la pérdida de autoridad de las clases dominantes.

Como el dogmático identifica permanencia con inmediatez y procesos revolucionarios con resoluciones de corto plazo, no logra captar la discordancia de ritmos que rige a esta variedad de cursos. Desconoce que los oprimidos del mundo afrontan contextos socio-económicos y niveles de conciencia muy diferenciados. Su apego a la temporalidad corta es tan fuerte, que identifica cualquier propuesta de largo plazo con la perpetuación socialdemócrata del capitalismo. A lo sumo distribuye su inmediatez en cuotas sucesivas, cuando asocia la acción prolongada con la preparación del desenlace repentino.

Este cortoplacismo lo induce a observar cualquier situación convulsiva del planeta con el prisma del febrero-octubre ruso, imaginando coyunturas «kerenskistas» que deben dirimirse rápidamente hacia la derecha o el socialismo. La aplicación de este esquema al gobierno de Chávez o Evo Morales conduce a una confrontación permanente con presidentes hostilizados por el establishment.

El dogmático interpreta la teoría de la revolución permanente con esta compulsión a la urgencia25. Olvida que Marx concibió esa tesis, para que la clase obrera introdujera sus metas socialistas en las sublevaciones democráticas que abandonaba la burguesía. Cuestionó la prescindencia de esta lucha y convocó a una participación proletaria autónoma. Pero diseñó una estrategia de intervención y no un procedimiento repentino para disyuntivas inmediatas. Lenin le asignó a esta política el mismo sentido, luego de constatar el pasaje burgués del jacobinismo (transformaciones anti-feudales desde abajo) al bismarkismo (compromiso con la nobleza para gestar el capitalismo desde arriba). Señaló varios cursos posibles de radicalización de una revolución democrática, sin restringir estas opciones a desenlaces inmediatos.

Ni siquiera Trotsky asoció la revolución permanente con la urgencia. Auguró la posibilidad de un triunfo socialista en Rusia -como anticipo de la revolución en Europa Occidental- frente a la deserción burguesa, la falta de independencia política de los campesinos y la resistencia de los obreros a auto-limitar su acción al marco capitalista. Batalló contra los mencheviques (y luego stalinistas) que postulaban separar una primera etapa de liderazgo burgués de la fase socialista posterior. Pero siempre concibió una estrategia y no un ultimátum.

Esta visión de la revolución permanente no debe ser tomada como la última palabra de la política socialista. Define acertadamente la mecánica social de la transformación anticapitalista, pero no establece cuáles son las alianzas, las correlaciones de fuerzas y los niveles conciencia u organización requeridos para lograr esa victoria. Si el planteo hecho por Trotsky fuera suficiente, no habría suscitado tantas interpretaciones entre sus seguidores y diferencias tan marcadas en la aplicación de sus postulados.

El dogmático desconoce esta limitación. Repite a libro cerrado esas tesis, sin revisar como se adecuan por ejemplo a las naciones capitalistas desarrolladas. No percibe que los problemas indagados por la teoría de la revolución permanente son poco relevantes para los países con mayoría abrumadora de asalariados urbanos o con tareas democráticas, nacionales y agrarias concluidas hace tiempo. El ortodoxo ni siquiera sabe que Gramsci cubre gran parte de las lagunas que Trotsky dejó en este campo.

Tampoco se preocupa por adaptar las tesis de la revolución permanente a los cambios registrados en la periferia. Como razona en términos de puro estancamiento supone que las tareas incumplidas a principio del siglo XX se mantienen igualmente pendientes en la actualidad26. No toma nota en cuenta como la reforma agraria, la descolonización o el desarrollo industrial transformaron a los países atrasados. Ninguno de estos cambios convirtió a estas naciones en potencias centrales, pero implicaron mutaciones por arriba -denominadas por Gramsci «revoluciones pasivas»- que alteraron el status dependiente o el grado de retraso predominante en cada país. El universo de colonias y semicolonias que observaba Trotsky ha cambiado significativamente, a medida que el subdesarrollo perdió uniformidad y se consolidó una sub-estratificación dentro de la propia periferia27.

El catastrofista no percibe estas modificaciones, ni sus consecuencias programáticas. Tampoco estima necesario actualizar el sujeto revolucionario concebido por Trotsky. El líder de los soviets consideraba que las tareas democrático burguesas pendientes serían implementadas en el poder por la clase obrera. Pero atribuía ese papel a un proletariado equiparable al existente en Rusia principio del siglo XX. Este segmento social no impera ni siquiera en la actualidad en toda la periferia. Tiene gran presencia en Brasil o Argentina, pero no en Haití. Es significativo en Sudáfrica, pero no Ruanda. Para este segundo tipo de países, la teoría no rige en los términos que fue expuesta.

Las tesis de la revolución permanente no tienen la universalidad que imagina el dogmático. Confirman la continuidad de la brecha entre el centro y la periferia, pero sin implicar un congelamiento de este mapa, ni consagrar una simple perpetuación de la regresión económica. La concepción de Trotsky aporta una guía de razonamiento para la estrategia socialista, pero no ofrece un diagnóstico imperturbable de la realidad. Ciertas dificultades de ese enfoque comenzaron a vislumbrarse incluso durante su formulación inicial28.

El dogmático no puede incursionar en estos terrenos porque su mundo se detuvo en el 1940 y sigue amarrado a la batalla de Trotsky contra Stalin, como si hubiera sido la única pugna de la historia socialista. Esta atadura le impide notar cómo gran parte de los conceptos de la revolución permanente fueron asimilados por tendencias ajenas a la tradición trotskista. Esta fusión se produjo en los hechos, entre corrientes comunistas que se alejaron de la teoría de las etapas y abandonaron el elogio de las burguesías nacionales. Muchos documentos del PC cubano o de la guerrilla salvadoreña de los años 80 ejemplifican esta evolución.

Quizás el mayor punto de encuentro fue concretado por el Che, cuando planteó la disyuntiva entre «revolución socialista o caricatura de revolución». Su proyecto continental de enlazar demandas democráticas y antiimperialistas con procesos socialistas, adversos a cualquier alianza con la burguesía ilustra su proximidad con Trotsky. Pero el dogmático no puede aceptar un empalme que choca con su escaso reconocimiento de la revolución cubana.

AUTO-PROCLAMACIÓN Y VANGUARDISMO

La concepción dogmática incentiva la formación de partidos cerrados, que se auto-asumen como vanguardia de la clase obrera, sin que ningún sector relevante de los oprimidos reconozca ese status. Si bastara con afirmar que el propio grupo encarna la revolución, no serían tan escasas las organizaciones que lograron consumar este objetivo. No alcanza con exclamar que «nosotros somos los bolcheviques». Alguien debe corroborar desde afuera y con datos objetivos esa creencia. Al desconocer este parámetro básico, el dogmático pierde contacto con la realidad29.

El origen histórico de esta conducta fue la tentación de reproducir la revolución rusa, imitando la organización de sus artífices. Pero varias décadas de experiencias demostraron que no alcanza con forjar partidos disciplinados para erradicar el capitalismo. Mientras que la mayoría de los socialistas han tomado nota de esta complejidad, el vanguardista continúa aferrado a la ilusión del superpoder partidario.

Pero no percibe que al actuar en nombre del proletariado sin representarlo se aísla de los oprimidos y repite un defecto reiteradamente objetado por Marx: situar la acción de los comunistas en un terreno diferente al conjunto de los explotados. En vez de trabajar, aprender (y eventualmente dirigir) a las masas, el auto-proclamado se considera depositario de una sabiduría mayor y busca imponer esa superioridad mediante escaramuzas por la hegemonía. Imagina que detenta la línea justa y que está dotado de una pericia suprema para actuar en todas las circunstancias.

El dogmático ignora la diferencia que separa la etapa inicial de formación de un partido (corrientes, agrupamientos, tendencias) del surgimiento efectivo de esa organización (audiencia significativa entre el sector que pretende representar). Nada impide utilizar la misma denominación en los dos estadios, si se reconoce que el primer momento de intenciones es cualitativamente distinto al segundo período de concreciones. El auto-proclamado declara vigente desde el debut, lo que recién debería edificarse. Por eso imagina que solo falta incrementar el número de integrantes del agrupamiento que ya ha forjado.

Su intento de construcción socialista reconoce acertadamente la necesidad de una organización para luchar por el poder. Es evidente que la calidad de sujeto político no se improvisa en medio de la convulsión. Se requiere experimentación, preparación militante, acción coordinada e intervención colectiva. Pero estos requisitos no implican gestar un tipo de partido universalmente válido, para cualquier época o país. Cómo desconoce esta diversidad, el dogmático recrea el culto al aparato que signó durante décadas el perfil de la izquierda.

La veneración por el modelo bolchevique olvida las circunstancias específicamente rusas de constitución de esa organización (zarismo y clandestinidad). Estas condiciones ya diferían de la legalidad y acción pública vigentes durante ese período en Europa Occidental y son radicalmente opuestas a las prevalecientes en la actualidad.

El dogmático también omite que Lenin osciló entre periodos de rigor y apertura del bolchevismo. Esta flexibilidad quedó sepultada, a partir del endiosamiento stalinista del partido y la introducción del verticalismo en todas organizaciones comunistas. Ese funcionamiento monolítico les permitió justificar en la propia existencia de una estructura formalmente portadora del ideal socialista, la implementación de orientaciones tan cambiantes como inexplicables. Esa tradición ha quedado prácticamente enterrada en el universo comunista luego del colapso de la URSS, pero perdura entre los seguidores ortodoxos de Trotsky.

Este sector olvida que su inspirador modificó cinco veces la visión del partido. En 1904 defendió la dinámica de los soviets en oposición al partido clandestino y en 1908- 1914 convergió con los mencheviques en el rechazo a la organización bolchevique. Entre 1917 y 1919 optó en cambio por la aceptación de ese modelo y en 1920-21 extremó este sostén, avalando el partido único y la anulación de las fracciones. Finalmente en 1930-40 propugnó una nueva modalidad de multipartidismo socialista.

Estos cambios ilustran la distancia que separa al cambiante Trotsky de sus cultores ortodoxos, que han optado solo por la variante más desprestigiada de puro verticalismo. Repiten el esquema de los viejos partidos comunistas, con la diferencia que esas organizaciones eran frecuentemente vistas como herederas de una revolución. En esta credibilidad sostenían los vicios de la auto-proclamación. Los dogmáticos actuales provienen de una tradición anti-stalinista, pero practican el mismo estilo de infalibilidad de sus viejos adversarios. Como nadie los asocia con alguna revolución contemporánea, su auto-proclamación es percibida como una curiosa extravagancia.

Cuándo el dogmático repite que la «crisis de la humanidad se reduce a la crisis de dirección del proletariado», no percibe cuán lejos ha llegado su despiste. Trotsky formuló esta idea a fines de los años 30, para describir el efecto simultáneo de la consolidación stalinista y del impasse de la revolución. Cualquiera sea la evaluación de ese diagnóstico es indudable que emanaba de una voz con la autoridad y de un líder probado en la batalla contra el capitalismo.

El ortodoxo repite la misma sentencia en una coyuntura histórica completamente diferente, sin notar que no tiene la presencia política suficiente para emitir semejante afirmación. Nunca es irrelevante el lugar de emisión de una declaración. Tomar conciencia de la ubicación que cada uno tiene es indispensable para ganar peso en cualquier proyecto político.

La herencia de bolchevismo requiere actualizar también la reevaluación de los episodios más controvertidos de esa tradición. Un ejemplo de esta reconsideración polémica afecta, por ejemplo, el trasplante del modelo ruso a todos los partidos afiliados a III Internacional a principios de los años 20 («21 condiciones de admisión»). Pero el dogmático no revisa nada. Se mantiene apegado a las formalidades del verticalismo, sin recordar que los marxistas construyeron históricamente partidos para promover la conciencia socialista.

Como el ortodoxo se considera predestinado a encabezar la revolución, no retoma estas preocupaciones de los clásicos. Supone que las convicciones socialistas emergerán simplemente con el engrosamiento de su partido. Esta visión mantiene muchos puntos en común con el objetivismo socialdemócrata, pero guarda pocas conexiones con las estrategias de construcción que incentivaban los revolucionarios de principio del siglo XX.

Lenin priorizaba el desarrollo de la conciencia socialista para superar la estrechez sindicalista y la influencia ideológica burguesa entre los trabajadores. Luxemburg propiciaba mayor confianza en la espontaneidad de las masas y menor apego a formas de organización a priori. Gramsci intentaba gestar un «intelectual colectivo», que actuara como «príncipe moderno» junto a los trabajadores.

El dogmático no registra esta variedad, ni comprende porqué se ensayaron procedimientos distintos para un mismo propósito en Rusia, Alemania e Italia. Pero sobre todo ignora el carácter problemático de esta tarea en la actualidad. No percibe la existencia de una regresión de los niveles medios de conciencia socialista, en comparación a la entre-guerra o a 1960-70. Por eso también desconoce la necesidad de nuevas mediaciones para afrontar esta dificultad.

Su auto-proclamación constituye, también, un evidente obstáculo para avanzar en la unidad de las organizaciones revolucionarias. Obstruye este objetivo al declarar la supremacía de su partido y al negarse a lidiar con formas de edificación intermedia. Pero, además, bloquea la superación del verticalismo, que tradicionalmente ha imperado en la izquierda. El dogmático se acostumbró a sobrevivir en el universo cerrado de los pequeños grupos y ya no visualiza otra opción.

MESIANISMO, IRRELEVANCIA, SECTARISMO

El doctrinario transmite mensajes mesiánicos a través de actitudes proféticas. Como estima que puede vislumbrar el futuro difunde pronósticos de estallido del capitalismo, descomposición de los regímenes políticos y fracasos del resto de la izquierda. La seguridad con que propaga estas previsiones genera una atmósfera mística entre sus partidarios30.

Pero olvida que la previsión constituye tan solo un ingrediente menor del análisis político. Lo que importa es la consistencia de una caracterización o el acierto de una línea de intervención. Resulta imposible anticipar qué sucederá en el futuro. A lo sumo se pueden exponer algunas estimaciones, dentro de cierto rango de probabilidades. El dogmático desconoce esta restricción y aprovecha el impacto que provocan sus augurios, en una sociedad mediática que incentiva amnesias sobre cualquier afirmación del día anterior. En este clima de memoria borrada, el ortodoxo recuerda sus aciertos y olvida sus fallidos, entre el aplauso de sus seguidores a tanta clarividencia.

La manía por la predicción formó parte de la tradición trotskista hasta que sus teóricos más abiertos se desembarazaron de ese designio. Este abandono les permitió también emanciparse del clima milenarista, que transmitían muchos textos de entre-guerra. Gran parte de esos escritos no escapaban al clima de la pesadumbre y pesimismo que acompañó al ascenso del nazismo. Pero como el doctrinario no logró distanciarse de ese universo mantiene su gusto por la previsión apocalíptica. Se considera un iluminado que cuenta con una hoja de ruta segura para llegar al socialismo. Pero ignora que los mejores cerebros del siglo XX tuvieron a lo sumo una brújula para conocer el norte de esa travesía.

El dogmatismo conduce a sobrevivir en los márgenes de la vida política. Esta condición minoritaria es evidente para cualquiera menos para el propio ortodoxo, que jamás emite comentarios sobre su propia situación. Describe cómo el resto de la izquierda fracasa, sin mencionar nunca su propia falta de resultados. Abunda en retratos de la «impotencia», la «esterilidad» o la «incapacidad» de sus adversarios, pero no reconoce nunca sus dificultades. Esta ceguera se afianza con el uso de dos parámetros distintos para medir realidades propias y ajenas. Habitualmente resalta los fracasos prácticos de sus competidores, ponderando sus éxitos políticos y al cabo de esta comparación subraya que «tuvimos razón».

Tampoco reflexiona sobre las razones de varias décadas de estancamiento de sus proyectos en otros países (refundación de la IV Internacional), ni explica su puntual ausencia en cualquier lugar de éxito revolucionario. En todos los casos prefiere recurrir a consideraciones contra-fácticas. Estima que «si se hubiera aplicado tal política», o «si se hubiera logrado tal presencia militante» se habrían corroborado sus tesis. Pero como nadie puede verificar tantas especulaciones, solo quedan flotando las preguntas sobre lo realmente ocurrido.

La única explicación que siempre ofrece el dogmático es la capitulación de sus adversarios, como si la conducta de otro aclarara sus propias fallas. El doctrinario se deleita computando la falta de firmeza de otras corrientes ante las fuerzas dominantes del momento (nacionalismo, stalinismo, socialdemocracia). Utiliza un extenso código de términos para tipificar al culpable específico de cada tibieza (pablismo, posadismo, morenismo, mandelismo)31. Pero es obvio que este retrato no explica, porqué también ha fracasado su opción de inmaculada fidelidad al dogma. Se podría argüir que pagó el precio de una defensa ortodoxa de los principios («no avanzamos porque mantuvimos nuestras ideas»). ¿Pero qué sentido tiene una lucha socialista sin resultados? ¿Se interviene para preservar un pergamino o para erradicar al capitalismo?

Algunos autores suelen recordar que esta condición minoritaria afectó a todos los revolucionarios que remaron contra la corriente. Marx, Engels, Luxemburg, Gramsci no lograron ver nunca el fruto de su acción y Trotsky padeció la amarga experiencia de una expropiación de su obra. Pero ninguno de estos luchadores escapaba al análisis de la adversidad, que por otra parte nunca constituyó el denominador común y permanente de sus vidas.

Es indudable que la receptividad popular de un mensaje socialista depende de muchas circunstancias. Ciertos revolucionarios actúan en condiciones propicias, mientras que otros deben aguantar el contexto desfavorable. Pero lo que separa a cualquier militante abierto de un dogmático no es la suerte del escenario, sino la disposición a corregir sus propios problemas. Esta actitud marca la verdadera divisoria de aguas entre los dos campos.

El ortodoxo se enfada con cualquier intento de reflexión. Ataca a todos los autores que ensayaron alguna interpretación de su escasa implantación. Algunos señalaron dos causas de este aislamiento: la decreciente gravitación de la clase obrera y la significativa autoridad de los partidos comunistas32. El primer argumento incurre en un erróneo determinismo sociológico y supone que la condena al aislamiento es inexorable, mientras no renazca el viejo proletariado industrial. La segunda afirmación es menos convincente, ya que el desplome de la URSS arrastró el grueso de los partidos comunistas del mundo, sin modificar el carácter minoritario de los trotskistas. Pero con sus equivocaciones, estas tesis permiten por lo menos discutir un problema, que los dogmáticos ni siquiera registran.

El principal obstáculo que afronta la ortodoxia se ubica en un terreno repetidamente señalado por todos los críticos: el sectarismo. Esta conducta alude a un tipo de intervención política y no al escaso número de adherentes. El sectario exhibe un gusto por la separación del resto y un placer por la diferenciación, que lo ubica en el polo opuesto a la pluralidad de revolucionarios que requiere el momento actual.

El sectario no percibe cómo dilapida esfuerzos en reyertas irrelevantes. Se acostumbró a disputas grupusculares, que se auto-alimentan con el canibalismo político. Los más extremistas recurren a un arsenal de insultos de calibre ilimitado, para confrontar con sus adversarios de izquierda, ya que identifican la firmeza de ideas con la agresión verbal33.

Pero esta adicción al insulto solo refleja subdesarrollo político y carencia de argumentos. En las escaramuzas de los pequeños grupos este uso de la calumnia carece de efectos, pero ilustra al resto cómo tendería a comportarse el incontinente verbal si llegara a ocupar algún cargo en el área de educación o de seguridad. Es sabido que la agresión de palabra incentiva el atropello físico, cuándo existe algún grado de consecuencia entre lo que se dice y hace.

La incapacidad para diferenciar al enemigo (los capitalistas y la derecha) de los compañeros (otros militantes de izquierda) es parte de la ceguera estructural que afecta al sectario. Esta oscuridad le impide registrar la distancia que separa una lucha política (imponerse al adversario) de una confrontación ideológica (refutar argumentos a partir de su reconocimiento y asimilación). Esta distinción no cabe en la cultura sectaria que utiliza la supremacía verbal, para legitimar internamente a los pequeños caudillos que gobiernan a los pequeños grupos.

El sectarismo político es heredero del sectarismo religioso. Las analogías entre el dogmático y el devoto han sido frecuentemente expuestas, dado el carácter abrumador de estas similitudes. Las consignas se repiten como un ritual, la acción política adopta formas evangélicas y cada postura se justifica con alguna referencia bíblica a los textos consagrados. A medida que las polémicas se fanatizan se afianza la argumentación teológica y los razonamientos son sustituidos por sermones. Algunos líderes son santificados por los militantes que actúan como sacerdotes.

Pero el rasgo más cultivado por el dogmático en cuestión es la fidelidad a la ortodoxia34. Asume un rol de cruzado en la defensa de Trotsky contra las herejías heterodoxas de todos los traidores. En el pasado esta custodia desembocaba en nuevos cismas, ya que la política sectaria reproduce en forma infinita la fragmentación.

Pero el sectarismo sobrevive porque incluye conductas valerosas y actitudes militantes. No hay que olvidar que el socialismo moderno se nutrió a principios del siglo XIX de pequeños grupos de comunistas, procedentes de núcleos protestantes y masónicos muy sacrificados. La postura sectaria ejerce una fuerte atracción sobre los espíritus exigentes, que aprecian la disciplina y la decisión, en un marco de absoluta hermandad.

Es ingenuo suponer que esta variedad de la acción política desaparecerá bajo el simple impacto de argumentos o refutaciones. En la medida que también expresa cierto gusto por vivir dentro del gueto y cultivar el narcisismo de las pequeñas diferencias se reproducirá sustituyendo las deserciones con nuevos adhesiones. Siempre han existido este tipo de organizaciones y seguramente subsistirán en el futuro. Pero allí no hay lugar para una batalla seria por el socialismo.

En el caso específico de los trotskistas la superación real del sectarismo exige reconocer el agotamiento de las viejas delimitaciones. Una denominación que Stalin utilizó en forma peyorativa para crucificar a sus opositores de izquierda, ya no tiene cabida en la época actual. Durante décadas este término sintetizaba una opción revolucionaria y democrática frente a las burocracias del «campo socialista». Pero los motivos que condujeron a esta diferenciación han desaparecido con el fin de la Unión Soviética.

Con esta extinción ha perdido sentido la auto-identificación como trotskista. Asumir este agotamiento no implica olvidar la extraordinaria obra de León Trotsky. Al contrario, contribuiría a reforzar la recuperación que ya se verifica de este legado en múltiples planos. La reivindicación del creador del ejército rojo por parte de Chávez constituye tan solo un ejemplo de esa reconsideración35. Por ese camino se repara una injusticia historiográfica y se enriquecen los debates sobre la estrategia socialista.

Pero esta reevaluación debe enfocarse desde el marxismo y no desde el trotskismo, porque solo el primer concepto engloba una batalla perdurable contra el capitalismo. Al igual que el leninismo, el luxemburgismo, el gramscismo o el guevarismo, el segundo término involucra tan solo una de las tradiciones que nutren al socialismo. La reconstrucción de este proyecto se alimentará de muchas influencias, en un proceso que debe actualizar legados y enterrar fantasmas.

4-10-07

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-Trotsky León. «Manifiesto de la Cuarta Internacional» (1940). Escritos Tomo XI, vol 2, Pluma, Bogotá, 1977.

-Trotsky León. «Que es una situación revolucionaria» (1931). Escritos Tomo II, vol 2, Pluma, Bogotá, 1977.

Trotsky León. El programa de transición, Ed El Yunque, Buenos Aires, 1973.

-Trotsky Leon. La revolución traicionada. México City: Ediciones del Sol. 1969.

-Trotsky León. Resultados y perspectiva. Ed Cepe. Buenos Aires, 1972.

-Venturini Juan Carlos. «El mito del centralismo democrático». Alfaguara, n 17, Montevideo, mayo 1997

-Vercammen Francois. «La question du parti ou le point faible de Trotsky». Inprecor 449-450, juillet-septembre 2000.

-Vercammen Francois. «Relance, ouverture, reagroupement et repositionement» Inprecor n 480-481, mars-avril 2003.

-VVAA. Los Cuatro Primeros Congresos de la Internacional Comunista, Ediciones Pluma, Buenos Aires, 1973.

-Wright Erik Olin. «Los puntos de la brújula». New Left Review n 41, noviembre-diciembre 2006.

1Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz

2 Un colega de Rieznik y Oviedo estima que con su visión del ALBA, «Katz convierte una tarea de la revolución social (en una acción) de la diplomacia… a la que se puede llegar conversando…Convierte a la emancipación nacional y social en un problema de acuerdos de orden comercial y financiero….En su libro prolifera la especulación y…una expresión de deseos». Labastida Pedro. «Divagaciones sobre el ALBA». Prensa Obrera n 980, 8-2-07.

3 Exponemos nuestra opinión sobre las tensiones del ALBA: en Katz Claudio. El rediseño de América Latina, Alca, Mercosur y Alba. Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006

4Esta actitud «explica la conducta de Lenin…en octubre de 1917… (cuando) los mencheviques aconsejaban dejar pasar el momento para cuando el capitalismo volviera a ponerse en pie». Rieznik En defensa

5

Una síntesis de esta visión retoma: Rousset Pierre. «Sur la strategie et la democratie». Inprecor 511-12. novembre-decembre 2005.

6 Rieznik Pablo. Las formas del trabajo y la historia. Biblio., Buenos Aires, 2003 (Pag. 122-125).

7 Esta tesis plantea Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

8 Las tesis dogmáticas de la excepcionalidad, el contragolpe y la presión por abajo son postuladas por los críticos moderados de catastrofismo. Mercadante, Noda. «Entre el escepticismo»

9Por ejemplo: Rieznik Pablo. «Crítica a los Economistas de Izquierda. Una variante del Plan Fénix». Prensa Obrera, 763, 18-7-02, Buenos Aires.

10 Esta asunción como representante de la clase obrera puede observarse por ejemplo en: Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997. Oviedo Luís. Respuesta a Chris Edwards. En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

11 En la discusión sobre la revolución china de 1927, Trotsky subrayó primero el rol de la clase dirigente, pero, pero luego no adoptó ningún criterio a priori y privilegió una combinación que jerarquizaba el perfil internacional de este proceso. En cambio Preobrazensky recordó que 1789 fue una revolución burguesa, a pesar del papel activo jugado por la pequeño-burguesía. Trostky, León. «Correspondencia con Preobrazhenski». Teoría y práctica de la revolución permanente. Siglo XXI, México, 1983. Preobrazhenski Eugeni. «Correspondencia con Trotsky». Teoría y práctica de la revolución permanente. Siglo XXI, México, 1983.

12 Esta presentación de la dictadura del proletariado como divisoria de aguas en la izquierda expone: Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

13 Las dos opciones en: Rieznik Pablo. «La dictadura del proletariado y la prehistoria bárbara de la humanidad». Prensa Obrera n 830, 18 de diciembre de 2003. Rieznik Pablo. «La dictadura del proletariado como acto de cordura (y una referencia al amor). En defensa del Marxismo n 20, mayo 1998.

14 «La receta de Katz tiene un lado si se quiere simpático cuando su democracia, que se le ocurre socialista, adquiere la forma de un producto de cotillón… como esos disfraces que se componen… con fantasías y oropeles a elección del consumidor». Rieznik En defensa

15

»Dó nde hay democracia no puede haber socialismo y donde hay socialismo ya no existe la democracia». Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

16

 Rieznik Pablo: «La FUBA es la democracia, Página 12, 24-11-06.

17

Katz Claudio. «La democracia socialista del siglo XXI». (próxima aparición en revista Ruth). Katz Claudio El porvenir del socialismo. Ed. Herramienta e Imago Mundi, Buenos Aires, 2004 (cap 5).

18 «La revolución democrática es la caracterización menchevique… El ascenso demócrata es la contrarrevolución». Oviedo Luís. El triunfo popular es la mascara de la contrarrevolución. En defensa del Marxismo n 32, diciembre 2003

19 «Si el gobierno obrero y campesino no es sinónimo de dictadura del proletariado… es equivalente a gobierno burgués». Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

20Algunos ejemplos. «A fines del 2005, la Cumbre de presidentes latinoamericanos en Mar del Plata demostró las tendencias revolucionarias que se agitan en la región, la crisis de un conjunto de regímenes políticos… la crisis del régimen norteamericano… Solo hubo chisporroteos verbales y nada cambio…(Se corroboró nuevamente)…las limitaciones insalvables del nacionalismo burgués». Oviedo Luís. «Mar del Plata. Crisis Cumbre» El Obrero Internacionalista, Diciembre 2005. Otra descripción equivalente de «agudización de la lucha de clases», «crisis políticas de fondo» y «febril intervención del imperialismo» aparece en: Oviedo Luís. América Latina: cuadro de situación. En Defensa del Marxismo, n 28, Buenos Aires, octubre de 2000.

21Un ejemplo de esta visión para el caso boliviano expone: Oviedo Luís. El triunfo popular es la mascara de la contrarrevolución. En defensa del Marxismo n 32, diciembre 2003

22 -Oviedo Luís. «Bienvenido al catastrofismo». Prensa Obrera n 1009, septiembre 2007.

23 Oviedo. Bienvenido

24El «libro reciente de Claudio Katz está destinado a celebrar las iniciativas del gobierno de Venezuela». Labastida. Divagaciones

25 «El catastrofismo de Marx se despliega a partir de la conciencia sobre la inminencia de la revolución (con esta concepción plantea que)… nuestros intereses y tareas consisten en hacer la revolución permanente». Rieznik En defensa

26 Esta visión aparece por ejemplo en: Rieznik Pablo. Las formas del trabajo y la historia. Biblio., Buenos Aires, 2003 (pgs 148).

27 Hemos ilustrado varios aspectos de este cambio en: Katz Claudio. «Las nuevas turbulencias de la economía latinoamericana». Socialismo o Barbarie n 12, Julio 2002, Buenos Aires.

28 Trotsky evitó al principio convertir sus tesis sobre Rusia en un patrón para toda la periferia y decidió esta generalización a partir de la revolución China (1927). Luego de confirmar el pasaje de la burguesía a la reacción y el rol potencialmente dirigente de la clase obrera, expuso su concepción en polémica con la teoría de las etapas de Stalin. Pero a veces postuló que su enfoque también superaba la estrategia general de Lenin. En este punto chocó con sus propios aliados de la oposición de izquierda, que resaltaron el acierto del líder bolchevique para permitir el triunfo soviético.

29Este despiste incluye la denigración del resto de la izquierda y hasta la anticipada proclamación como futuro partido único. Esta postura asumen: Rieznik Pablo. «Propiedad, poder y economía. Primer balance de una polémica». Prensa Obrera, 783, 5-12-02, Buenos Aires. Rieznik Pablo. «El gobierno capitalista de Lula. La etapa superior del PT. En defensa del Marxismo n 30, abril 2003. Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

30 Esta centralidad del pronóstico es exaltada por: Rieznik Pablo. Marxismo y sociedad, Eudeba, Buenos Airees, 2000.(pag 38)

31 Un experto fiscal de esta actividad es: Oviedo Luís. La posición contrarrevolucionaria de Socialist Appeal . En defensa del Marxismo n 32, diciembre 2003. Oviedo Luís. « La cuestión del programa». En defensa del Marxismo n 16, marzo 1997.

32 -Moreno Nahuel. Conversaciones Antídoto, Buenos Aires 1986.

33 Un ejemplo: «Katz «no lee los diarios, ni mira los noticieros…no domina la economía, ni tiene cualidades como economista…Utiliza un tono pretendidamente académico para desarrollar una producción copiosa e insustancial, destinada a cuidar su propio jardín… Desarrolla una literatura pasatista y sin rigor con…especulaciones vanas, vacías de contenido e informaciones, que reúnen libros y artículos sin ton ni son…Es un trotamundos económico de cualquiera que lo busque… Actúa como seguidista de los hechos consumados… en forma irresponsable… Está guiado por una desmoralización política irreversible… y se asemeja a un pastor socialista… Pregona un socialismo fashion… luego de hacer un ajuste de cuentas con el marxismo… ya que forma parte de la clase media intelectual, cebada en el dominio de una teoría vacilante». Rieznik En defensa. Más observaciones del mismo tono pueden consultarse en Rieznik Pablo. «Propiedad, poder y economía. Primer balance de una polémica». Prensa Obrera, 783, 5-12-02, Buenos Aires.Rieznik Pablo. «Nuestra crítica es ciertamente nociva». Prensa Obrera, 769, 29-08-02, Buenos Aires.

34 «La ortodoxia debe interpretarse como fidelidad conciente a los principios, signo de pertenencia a una causa que concierne a lo mejor del ser humano». Rieznik Pablo. Marxismo y sociedad (pag 13), Eudeba, Buenos Aires, 2000.

35 Chávez reivindicó varias veces al creador del Ejército Rojo y subrayó especialmente la importancia estratégica actual del Programa de Transición. Aporrea, «Chávez invita a estudiar a Trotsky». www.aporrea.org/ideología/n 93859.html