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Estado delincuente, intervención imperial y palma africana

Fuentes: Agencia Prensa Rural

La reelección de Uribe Velez equivale a la legalización del paramilitarismo como estrategia contrainsurgente y como modelo de desarrollo regional. Se trata de la consolidación de una propuesta de Estado lumpenesco que legaliza actividades mafiosas y las pone al servicio de estrategias encubiertas de guerra sucia, como elemento represivo fundamental de las tendencias igualitarias y […]

La reelección de Uribe Velez equivale a la legalización del paramilitarismo como estrategia contrainsurgente y como modelo de desarrollo regional. Se trata de la consolidación de una propuesta de Estado lumpenesco que legaliza actividades mafiosas y las pone al servicio de estrategias encubiertas de guerra sucia, como elemento represivo fundamental de las tendencias igualitarias y emancipatorias. A su vez el regimen representa la perdidad casi total de la soberanía política, económica y social de nuestro país.

Pese al obvio apoyo estadounidense a la consolidación del régimen autoritario actual, poco se ha escrito sobre los intríngulis regionales que evidencian la relación entre el modelo de desarrollo en las regiones y la cooperación militar y económica de los Estados Unidos en Colombia.

En regiones como el Magdalena Medio la negociación con los «paras» es apoyada indirectamente por los Estados Unidos mediante la promoción de la inversión privada en el campo.

Los proyectos agrícolas de la agencia de cooperación gringa USAID se ejecutan a través de inversionistas privados, asociaciones de pequeños productores y de campesinos sin tierra organizados alrededor de un proyecto.

Mediante el financimiento de la USAID se promueve la organización de los campesinos, la asistencia técnica, la implementación de cultivos y la compra de material vegetal.

Los inversionistas privados beneficiarios de la agencia son terratenientes que históricamente han ejercido el poder político usándolo para beneficiarse, creando políticas públicas que promueven cultivos agroindustriales como la palma africana, tal es el caso de Murgas, el mayor palmicultor colombiano, quien fuese ministro de agricultura durante la administración Pastrana.

Por su parte los narcotraficantes y paramilitares, que en el caso del Magdalena Medio representan un solo sector «productivo», se organizan en asociaciones y cooperativas de productores para lograr la legalización y cofinanciación de sus proyectos. Esto no quiere decir que los pequeños productores que hacen parte de estas cooperativas sean paramilitares, mas si lo son los grandes accionistas y beneficiarios, reconocidos narcoparamilitares de la región.

En el Magdalena Medio el caso más emblemático de este modelo de apoyo indirecto de la cooperación gringa al paramilitarismo lo constituye Cooproagrosur, que ha recibido dineros de la USAID a través de un operador (ARD) para su proyecto de palma aceitera africana ubicado en Monterrey, entre los Municipios de San Pablo y Simití, en el sur de Bolívar. Con este proyecto los «paras» han realizado un proceso de lavado de dolares del narcotráfico y de otras actividades ilícitas como el robo continuado de gasolina y de paso han logrado legalizar la tenencia de estas tierras obtenidas bajo expropiaciones y presiones sobre sus verdaderos propietarios.

Pese al apoyo indirecto de la USAID a la economía paramilitar en el Magdalena Medio, es necesario tener claro que el objetivo central de este modelo de cooperación es introducir la economía capitalista agrícola en el campo colombiano, algo que la élite económica y política del país, en su incapacidad política y mental, no ha logrado realizar.

Desafortunadamente esta modernización de la ruralidad bajo el modelo gringo no representa bienestar para el campesinado, pues se trata de financiar la implementación de proyectos agrícolas de rendimiento tardío que requieren de un considerable capital de cofinanciación. Se promueven los cultivos de palma africana, cacao, caucho, algunos frutales y la explotación forestal (por eso el afán de introducir una ley forestal «adecuada»). El papel del campesino no va más allá de la tradicional mano de obra barata, sin garantias laborales y sociales. Esta relación precaria entre el capital y el trabajo rural ya se encuentra plenamente establecida y ensayada en el modelo de las alianzas productivas.

La idea central de USAID es condicionar a los empresarios para que inviertan en el campo en proyectos previamente priorizados y focalizados por el Banco Mundial, el Departamento de Estado, la embajada gringa y la USAID en base a intereses obvios, por ejemplo, bajar el precio de las materias primas para la industria alimentaria del imperio y diversificar las fuentes de materias primas como en el caso del cacao. En la actualidad estos proyectos se financian con dineros de los contribuyentes norteamericanos hasta con un 15 o 20 % del monto total, antes la contribución era de hasta un 50%.

Las agencias operadoras de los proyectos son empresas constituidas y controladas por los norteamericanos como por ejemplo: FUPAD – Fundación para el desarrollo, ARD – Asociación para el desarrollo rural, CHEMONICS, ACDI – VOCA, entre otras.

Estas operadoras se encargan de ejecutar programas como: ADAM, MIDAS, CAPP, DLG (Democracia y gobernabilidad local) e IDP. Tanto las operadoras como los programas tienen como objetivo estratégico fomentar la inversión de capital privado en el campo para garantizar la producción de materias primas estatégicas para el sector industrial alimentario de los Estados Unidos, algo que ya se encuentra claramente concebido en el «acuerdo» alcanzado en el tratado de libre comercio.

Los programas de cooperación gringa al desarrollo son contrainsurgentes en la medida en que complementan la estrategia de intervención militar en el conflicto (Plan Colombia) en las regiones, buscando la promoción de una base social y empresarial afecta a la institucionalidad del régimen. A la vez se da la paulatina captación de ong’s y organizaciones sociales a través del financiamiento de proyectos condicionados. Los inversionistas y los «cooperantes» presionan la militarización de las regiones allí donde se vea puesta en riesgo la inversión, tal es el caso del Catatumbo, donde se está exigiendo la ubicación de una brigada móvil del ejército para proteger los cultivos de palma africana. Estos programas buscan consolidar las políticas de los Estados Unidos en el país, encarnadas nitidamente en el actual gobierno.

Curiosamente la mayoría de los nuevos empresarios beneficiados por los dineros de la cooperación gringa son de origen antioqueño, «son personajes oscuros», según una de las fuentes de este artículo, y gozan de buenas y directas relaciones con el gobierno de Uribe.

Uno de los elementos preocupantes que encierra este modelo de cooperación impuesto por los Estados Unidos es la pérdida de institucionalidad y de soberanía del Estado colombiano. Los dineros que ejecutan las operadoras se invierten directamente, esto quiere decir que las instituciones colombianas no participan ni en la toma de decisiones ni en la ejecución de los programas. Es decir que las políticas agrarias, la modernización del campo colombiano y su instrumentalización en lo político, económico, social y militar obedecen a una estrategia pensada lejos de nuestras fronteras y de nuestros intereses como pueblo.

Todo parece indicar que la «ayuda» de los Estados Unidos está circunscrita a dos ejes de intervención territorial militar y socio-económica. En el mapa «Geographic focus of the USAID/Colombia program for the period 2006 -2008», elaborado por la USAID, se puede observar que toda la intervención económica, política y social esta planificada para las regiones comprendidas desde la cordillera oriental hacia el norte, incluyen los programas zonas rurales de Putumayo, Nariño, Huila, Cauca, Valle del Cauca, Tolima, Quindio, Risaralda, Caldas, Chocó, Antioquia, Córdoba, Atlántico, Magdalena, La Guajira, Cesar, Bolívar, Norte de Santander, Santander y parte de Boyacá.

Estas son regiones de operación de los bloques Sur, Central, Occidental, Caribe y Magdalena Medio de las FARC, donde se han realizado grandes operaciones militares y donde hay una fuerte presencia y control paramilitar en cascos urbanos. En los lugares que concuerdan con los corredores que comunican estos bloques guerrilleros citados no se planea ninguna inversión, así como en los lugares supuestamente liberados de la presencia guerrillera como Cundinamarca.

El segundo eje de intervención estodounidense, estrictamente militar, lo constituye el sur del país, desde la cordillera oriental hasta las fronteras con Ecuador, Perú, Brasil y Venezuela, donde se ha desarrollado en mayor volumen el Plan Colombia y donde se desarrolla actualmente el Plan Patriota.

La estrategia de intervención de Estados Unidos buscaría afectar al proyecto guerrillero en el norte mediante la condicionada (por el abastecimiento de materias primas y el TLC) modernización del campo en sitios donde la guerrilla estaría, según ellos, debilitada y donde exista una «clase empresarial» dispuesta a apostarle al modelo. Está estrategia aseguraría la zona andina, parte de la frontera con Venezuela y las costas pacífica y atlántica, por donde son exportados los productos, materias primas e hidrocarburos colombianos. En este escenario es imprescindible la captación de las bases sociales mediante la generación de empleo precario en cultivos agroindustriales.

Por su parte hacia el sur de la cordillera oriental, territorios de operación de los bloques guerrilleros oriental y sur, la intervención netamente militar buscaría romper la resistencia de lo que han llamado el núcleo duro de las FARC, su retaguardia estratégica. La combinación de las diferentes estrategias en el sur y en el norte tendría como resultado el hipotético escenario centroamericano de una guerrilla debilitada en una mesa de negociación.

A manera de conclusión podemos afirmar que los niveles de intervención estadounidense en el conflicto, político social y armado colombiano son multidimensionales y determinantes. El conflicto se da en un contexto, no necesariamente nuevo, de creciente lumpenización de la élite económica y política colombiana por la vía de la legalización narcoparamilitar. La ley de justicia y paz constituye la consolidación de un modelo de Estado delincuente, desinstitucionalizado y sin soberanía. La guerra, como prolongación extrema de la política, desafortunadamente y pese a los entusiastas análisis postelectorales, será la que determine el futuro de los colombianos, para bien o para mal.