1. El Estado en tiempos normales. Cuando el abuso de la ideología llega a al máximo beneficio de las clases que lo promueven, se recurre al plan B, que consiste en suspender temporalmente la ortodoxia sin suspender la ideología dominante. El plan A es el típico plan de las telenovelas y de los programas de […]
1. El Estado en tiempos normales.
Cuando el abuso de la ideología llega a al máximo beneficio de las clases que lo promueven, se recurre al plan B, que consiste en suspender temporalmente la ortodoxia sin suspender la ideología dominante. El plan A es el típico plan de las telenovelas y de los programas de caridad.
En el primer caso hay una mujer rica, vieja y mala y por el otro una mujer joven, pobre y buena. La solución moral consiste en castigar a la rica mala y premiar los sufrimientos de la pobre buena. Es decir, como en la teología tradicional y como en las arengas religiosas más modernas, los sistemas, las estructuras sociales y globales no existen o no tienen transcendencia. Sólo hay individuos buenos y malos
En el caso de los shows televisivos, los buenos son quienes promueven el morbo de un sistema contradictorio, reproduciendo y consolando la misma contradicción, y los malos son los críticos que no hacen nada por los pobres sino criticar a sus benefactores. Es el caso de programas como el mexicano El Show de los Sueños que también consumimos en Estados Unidos, donde distintas parejas bailan y cantan para curar la terrible enfermedad de un familiar. Si el dúo desafina o no conmueve al jurado en sus piruetas, la pareja es eliminada y con ella el enfermo. Quienes se atreven a criticar esta obscenidad de nuestra cultura, son moralmente aplastados con toda la fuerza de las cámaras y con el mismo recurso de la sensiblería colectiva que aplaude en si mismo lo que condena de tiempos pasados: los agonizantes pobres iban a las puertas de las iglesias para que los sanos ricos terminasen de consolar su alma arrojando unas monedas ante la mirada conmovida de público que sabía reconocer una obra de bien. Quienes observaban la hipocresía -es decir la poca-crítica- del mecanismo social de moralización que consolaba a ambas partes, agraciados y desgraciados, al tiempo que lo reproducía, eran acusados de no hacer nada por los pobres, en el mejor de los casos, o eran estigmatizados con algún ideoléxico negativo como subversivos, demoníacos, improductivos, criticones, etc. Lo cual confirma la cuasi-perfección de una ideología dominante cuando se reproduce a sí misma a través de la conmovedora colaboración entre elegidos y condenados.
Mientras este drama mediático y real moraliza a millones de personas, el Estado aplaude la iniciativa privada de los buenos villanos que luchan por sobrevivir y se ocupa de salvaguardar la seguridad de la iniciativa privada de los nobles hombres de la bolsa y sus salvadoras inversiones que traen prosperidad al país. Mientras alguien espera que su sobrino gane el concurso de baile y así la caridad pueda salvarle la vida o alguna función vital, el Estado invierte gran parte de sus recursos asegurando que nadie interrumpa la digestión de alguien que cena en un hotel cinco estrellas y planea el destino de mil empleados y eventualmente podría ayudar a algún enfermo terminal a salvar su vida. En casos llegan a tiempo. En casos son productores de programas de televisión cuyo noble objetivo es ayudar a los pobres y los enfermos.
Cuando la inquietud social excede los límites que puede contener la narrativa oficial, se recurre a maquillar el sistema reemplazando a algunos individuos que son puestos en cargo de todo el mal de la nación, como gobernantes o como opositores.
2. El Estado ante una crisis de sus enemigos
En la gran política, no sólo hay dos partidos para alternar entre el bando de los buenos y los malos, sino incluso, como en el caso norteamericano, se le puede echar la culpa a un individuo -el presidente fracasado- y salvar así no sólo a un sistema sino a un partido político que está a pocos días de una elección nacional.
Como ejemplo, esa ha sido hasta ahora la narrativa del candidato republicano John McCain, según el cual todo se solucionará cuando él, el rebelde solitario (The maverick) y un pequeño grupo de disidentes conservadores reemplace a los hombres y mujeres que hoy están en la Casa Blanca, todos integrantes de su propio partido a quien ahora se castiga como incompetentes y corruptos. Esta narrativa no es tan difícil de digerir por un público conservador acostumbrado al pensamiento y la feroz arenga de pastores y ansiosos locutores de radio que cada día nos recuerdan que el mundo está en peligro a causa de los chicos malos («bad guys»).
En esta crisis financiera se saldrá con el mismo recurso que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión de los ’30: suspendiendo momentáneamente la ideología dominante y dejando que otro individuo y otro partido haga el trabajo sucio, dejándolo ejercitar su propia coherencia por un tiempo determinado. Lo que de paso demuestra que la democracia representativa funciona. Es como decir que uno no cree en Dios salvo en momentos en que nuestra vida peligra o nos amenaza un sufrimiento.
Sin embargo, aunque volvamos a los tiempos de la ortodoxia anti estatal, todavía encontraremos una cínica contradicción enmendada cada día por la narrativa dominante. La intervención del Estado en los regímenes del capitalismo dominante es más significativa que en muchos estados socialistas cuya influencia geopolítica es marginal. Para bien y para mal, todavía es el Estado el que monopoliza la violencia que mantiene a salvo un sistema permanentemente amenazado no sólo por sus adversarios ideológicos o por sus desplazados, sino por su propia actividad donde el alto riesgo de la inversión es uno de sus componentes principales. Es el Estado quien sostiene, mueve y promueve las intervenciones policiales y militares para garantizar la continuidad de un sistema y de una ideología. Es el Estado, a través del ejército, que garantiza el control de la geopolítica en beneficio de determinados grupos y en perjuicio de otros aunque lo haga siempre en nombre de todos. Es el Estado el que garantiza las diferencias y los poderes de las elites de muchas formas. Primero, empezando por el aparato represor u ofensivo. Segundo, a través del aparato ideológico. Tercero, a través de la garantía de sus clases cerradas, casi castas, donde se garantiza la estabilidad y permanencia de determinados gestores que son funcionales al sistema, como las entidades financieras, etc. Es el Estado capitalista quien previene de cualquier movimiento hacia la anarquía de una sociedad o de la sociedad global, no sólo promoviendo una sociedad incapaz de administrarse por sí sola en una democracia directa sino estigmatizando la tendencia histórica de la Sociedad Desobediente con el ideoléxico anarquía, harto asociado al caos, el desorden y la violencia callejera.
No hace más de un par de siglos las sociedades estamentales en algunos países de Europa aplicaban diferentes leyes para diferentes clases sociales. Cuando un artesano no podía pagar sus deudas iba preso. Cuando un noble aristócrata no podía hacerlo iba a su casa. Durante al menos dos años aquellos que en Estados Unido son podían pagar sus casas eran castigadas con el desalojo y el remate. Cuando los millonarios de Wall Street se vieron en apuros, asustaron al mundo entero con quiebras -en muchos casos sólo significó un cambio de nombre, una compraventa de un lobby por el otro- y se movió todo el peso del Estado, no para penalizar la mala práctica sino para darles un crédito fácil de 700 billones de dólares.
3. Igualdad vs. Libertad
Desde The Wealth of Nation (1776) de Adam Smith, forzada por una lectura interesada se popularizó una de las ideas más simples y más influyentes de la historia: la búsqueda del beneficio individual es la mejor forma de incrementar las riquezas de las naciones. Otra idea se asoció a ésta, de la que podemos reconocer una traza del humanismo anterior: todos los hombres nacen iguales pero con diferentes habilidades. Para el liberalismo posterior, de ambas premisas se deriva una conclusión necesaria: las diferencias sociales son la expresión de las diferentes habilidades. Es decir, las diferencias sociales no son un producto de la sociedad misma sino de la naturaleza. Esta idea significó una legitimización ideológica contra la antigua aristocracia y las sociedades estamentales pero también la confirmación de un status quo: la utopía de los humanistas radicales, obsesionados con la primera premisa sobre la igualdad de los individuos en una sociedad libre, era contradictoria o, al menos, un razonamiento incompleto, fallido.
Así surgió y se consolidó la idea de que la igualdad y la libertad eran incompatibles. No obstante esta conclusión paradigmática ha sido refutada silenciosamente por una larga historia que comienza por lo menos en el siglo XV. El incremento de las libertades a través de la rebelión de las masas, es decir a través del reclamo y la posesión de los beneficios de la civilización y de la historia -a la educación, a la cultura y al poder político-, no ha favorecido las diferencias sociales de poder sino todo lo contrario: progresivamente las ha atenuado.
Desde la Era Moderna (1775-1950) y pasando por las edad de las revoluciones (1776-1918) los partidarios de la igualdad desconfiaron tanto de la libertad de los individuos como sus adversarios, los partidarios de la libertad, desconfiaron de la igualdad. Así surge el auge del poder del Estado moderno, representativo, como forma de resolver el conflicto: la igualdad estaba amenazada por la libertad desmedida de sus individuos.
No obstante, podemos reconocer una paradoja: el Estado con más frecuencia que excepciones ha favorecido a los poderosos de una sociedad porque ha estado dominado por éstos. Es decir, la igualdad ha estado protegida por los Estados tanto como ha estado protegida la desigualdad, y quizás la protección de la igualdad por parte del Estado haya sido una excusa para justificar la existencia de un Estado que ha protegido sistemáticamente, y sobre todo en última instancia, la desigualdad.