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Estoicismo a la fuerza

Fuentes: Rebelión

Estoicismo que neutralice el estúpido hedonismo invasor de los tiempos actuales, para los que lo poseen todo, y es­toicismo que les contrarreste el desconsuelo, para los que viven en la privación. Creo que no queda otro remedio. En el primer caso para dar otro nervio vital a una vida que pronto languidece, y en el […]

Estoicismo que neutralice el estúpido hedonismo invasor de los tiempos actuales, para los que lo poseen todo, y es­toicismo que les contrarreste el desconsuelo, para los que viven en la privación. Creo que no queda otro remedio. En el primer caso para dar otro nervio vital a una vida que pronto languidece, y en el segundo para desdeñar las per­manentes y nocivas incitaciones de una sociedad repulsi­vamente mercantilizada…

En todas partes de Occidente pero por supuesto más que en ningún otro sitio en España, ya nadie quiere saber nada de palabras que, estrechamente relacionadas con la vida común del común de los mortales, desde siempre han for­mado la argamasa de la idiosincrasia o el talante hispanos: sacrificio, austeridad, sobriedad, resignación y sufrimiento, combinadas en la jerga diaria con superficialidad, frivoli­dad y desenfreno. Palabras que usadas profusamente hasta ayer por razones varias según el nivel de moralidad de las personas, a menudo iban entrelazadas a los lamentos del folclore o a las amenazantes prédicas en las iglesias. Pero tras salir de la dictadura, la expansión psicológica que lleva consigo la palabra democracia prácticamente las desterró del vocabulario ordinario hace casi medio siglo. En reali­dad, son palabras y significados que han estado en el alma de todos los pueblos, excepto en la de sus dirigentes y en la de sus protegidos y favorecidos puesto que la moral co­mún nunca les concierne (de ahí la enorme distancia entre gobernantes y gobernados). Pero cuyo sentido tradicional, y mucho más su valor como módulos morales, en cualquier caso se han ido perdiendo en la sensibilidad de la mayoría de las actuales generaciones.

El progreso traído por un sistema económico, político y sobre todo tecnológico que si entretiene es también un de­vorador de humanismo, es el responsable. ¡No tienes, no tiene usted, por qué aguantar! ¡No tengo yo por qué so­portar! No tengo por qué soportar a mi pareja pese a tener hijos, no tengo por qué soportar estos kilos de más, no tengo porqué soportar esta jaqueca, no tengo que soportar… Además, pocas cosas nuestras se libran de la sensación per­sonal de estar siendo violentadas y arrebatados nuestros derechos. Casi siempre con razón. Y sin embargo soporta­mos. Soportamos las maniobras y trampas comerciales, pu­blicitarias y propagandísticas a través de los medios, so­portamos los laberintos en los que nos mete la Medicina, la Abogacía y la Justicia, soportamos los manifiestos engaños y abusos de los gobernantes y en general de los políticos. En esto estriba el trueque de la época anterior por la pre­sente. En la anterior no nos engañaban: sabíamos a qué ate­nernos. En la actual no sólo consentimos el engaño, vivimos familiarizados con él.

Es cierto que en principio hay hoy recursos para hacerle frente, para sortear el engaño. Pero pocos se molestan en intentarlo y en pensar por cuenta propia. Yo, lo que quiero es vivir bien. Claro que eso depende también de tu nivel económico. Pero siempre encontrarás un tinglado presta­mista que te engatusará por un tiempo para satisfacer tu contento o tu capricho. En cuanto al malestar físico, qué de­cir. Estoy bien, pero quiero estar mejor. Justo lo contrario de lo que dice una persona inteligente: si estoy bien, no quiero estar mejor, no sea que empeore. Pues bien, ese espíritu es el que predomina en la sociedad, probablemente sin re­torno hasta que avatares previsibles… para mal, lo cambien.

Medio siglo atrás nos llevaban a asociar la vida al sufri­miento, a la resignación, a la milicia sobre la tierra, al valle de lágrimas… Ahora nos hemos resarcido. Y hemos pa­sado poco a poco o rápidamente, por ejemplo, de soportar el autoritarismo y/o las infidelidades del marido tanto por­que la esposa no contaba con otro recurso al no trabajar fuera de casa como porque los hijos justificaban la pacien­cia, al extremo opuesto. Basta que no le brillen ya los ojos a la pareja, para echarlo todo a perder… Extremo casi siempre refrenado por la «necesidad», por la privación o por la austeridad forzosa que obligan a soluciones parciales de nuestra vida perra, en buena medida y la mayoría de las veces por nuestra falta escandalosa de paciencia y por el ansia -legítima nos dicen- de «mejorar». Falta de paciencia y ansiedad que son justamente las que malogran a menudo la vida…

En todo caso expectativa ha desplazado a esperanza, contento a felicidad, urgencia a espera… Con miedo se puede hablar en una conversación normal de sacrificio o resignación. Espanta la más mínima incomodidad y el más mínimo malestar en quienes tienen la fortuna de no vivir sufridamente a la fuerza porque lo han perdido todo. Y todo ha sido porque, dejando a un lado la responsabilidad en gran medida irresponsable del sistema, gracias a los quiebros que hace a veces la historia se han ido incorpo­rando poco a poco durante décadas al acomodo, transito­rio, grandes masas de población. Pero luego lo han per­dido, no por su culpa sino por la del sistema, por esa auste­ridad del demonio imbricada en el saqueo de un ejército de arribistas y mientras una parte de la población sigue dis­frutando de acomodo o lujo… Hasta muy avanzada la Edad Media, las grandes masas, incluso en las ciudades, se com­ponían de siervos. Hoy vuelven a serlo.

Por eso y por otros motivos vivimos una «austeridad» con mimbres muy distintos de virtud que le son propios. Por­que austeridad ahora no es contención, sobriedad o mode­ración. Austeridad, ahora, significa por encima de todo pri­vación. Y en España especialmente, empobrecimiento, y empobrecimiento severo. Aun así, no es eso, haber adqui­rido y luego ser despojado, tanto lo que duele (dado que la austeridad, en su sentido estricto, hemos de reconocerlo, era y es, desde el punto de vista del interés humanitario y planetario forzosa para todos, pues era y es impensable que la Tierra y todo cuanto de ella nos es vital pueda soportar tanta destrucción y expolio a que la viene sometiendo ya a lo largo de más de un siglo el ser humano, sin revertir sobre él las más nefastas consecuencias,). Lo que indigna a media sociedad es que a la imposición de medidas económicas que cercenan su pasar, sus expectativas y su futuro se suma la desigualdad en el reparto de la carga de la austeridad que hemos quedado es vital para el planeta. Lo que subleva es que a la desigualdad estructural propia de este sistema, se añade la desigualdad entre quienes fuerzan la «austeri­dad» social y quienes la soportan. Pues quienes la imponen a las masas son precisamente quienes o mantienen intacto su nivel de vida o se enriquecen injustamente desde el punto de vista moral, o se enriquecen más injustamente, delinquiendo, y todos a costa justo de los desposeídos. Una situación no muy diferente, desde el punto de vista cualita­tivo, de la confiscación o de la requisa practicadas por los antiguos señores de la guerra o los feudales o los zares que por ucases ahondaban más y más la pobreza de la inmensa población rusa. No comprendo, en fin, cómo millones no se levantan en armas.

Es por ello que ya ni hablo de esa austeridad individual personificada en el santo o en el asceta que la eligieron, ni incluso de la que se ha hecho recaer impuesta sobre «toda» la sociedad española. Bastaría, quizá, habría que intentarlo, que un puñado de valientes de indudable influencia en la población que dirigen, impusieran su personal e institucio­nal austeridad forzando al resto a imitarles y que los me­dios lo destacasen cada día. Lo que aceleraría el proceso lento y complejo inaplazable de depuración de este país, podrido en todos los ámbitos. Una docena de personajes muy influyentes, de la condición de un Jesús Mugica, el ex­presidente de gobierno de Uruguay, prepararía el cambio de signo indispensable. Sin embargo, los que están arriba se revuelcan en las heces de todo lo contrario…

Y respecto a la austeridad individual, hablo de la austeri­dad útil, de la paciencia útil, de la resignación útil, del rearme de nuestra conciencia para comprender que la vida llevada con sencillez y despreciadora del consumo, es mu­cho más grata que la vida ansiosa que genera una insatis­facción permanente.

En resumidas cuentas, en filosofía profesar estoicismo entre otros sistemas filosóficos, ser estoico, es una opción de vida. Pero al individuo social se le ha impuesto. Y eso ya no es ni estoicismo ni austeridad, porque en lugar de obte­ner sus frutos si hubiera sido voluntaria, lo que brota es sentimiento de opresión y de humillación. Estoicismo y austeridad son positivos sólo si son voluntarios. Ser estoico supone la impasibilidad del ánimo, y consuelo tanto para los que carecen de todo como para los acomodados, como para los que poseen demasiado… por su propio bien y por el de todos. Pero impuesta, la austeridad deja de serlo para convertirse en sufrimiento o mover a una sublevación por otra parte en este tiempo inútil.

Vivimos una época que parece conducir al fin de la histo­ria, pues tanta es la desmesura, individual y colectiva, que ya no la pueden soportar ni la Naturaleza ni el planeta. Es por eso que se perfila en el horizonte tenebroso la conclu­sión de que ¡pobre del que no se esté preparando para ser estoico! Porque en todo caso (una fácil profecía) quien, más pronto que tarde, no sea estoico de buen grado, no tardará en verse sumido en la desesperanza o se quitará la vida…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.