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Estrategias contra la corrupción: limitaciones institucionales al poder ejecutivo y una sociedad civil activa y exigente

Fuentes: Nueva Tribuna

El tema de la corrupción lo he tratado en varias ocasiones en este mismo medio. Hay motivos más que suficientes en esta España nuestra. Esta lacra no es una novedad. En un aviso a navegantes despistados y malpensados se produce en todos los regímenes políticos. La corrupción no la trae bajo el brazo la democracia. Nos quejamos amargamente y con razón de la corrupción de algunos políticos y luego les votamos. Aquí algo no encaja. Por ello, no tengo otra opción que hacerme una pregunta: ¿cómo es posible que una clase política tan incompetente y corrupta haya surgido de una sociedad tan pura e inmaculada? Insisto, la corrupción ha sido una constante en nuestra historia, salvo algunos momentos concretos. Para hacernos una idea de la persistencia de la corrupción en esta España nuestra me parece muy pertinente el libro del historiador británico Paul Preston es ‘Un pueblo traicionado. Corrupción, incompetencia política y división social. España de 1874 a nuestros días’ (2019). Es extenso, con 716 páginas y con numerosas notas a pie de página, señal inequívoca de ser un trabajo de investigación, la tesis es muy clara: la corrupción constante de nuestra Historia, junto a la incompetencia de nuestra clase política, ha provocado falta de cohesión social con la consiguiente conflictividad, que ha sido sofocada violentamente por el Estado. De ahí, el pueblo traicionado.

En cuanto a la corrupción sobrecoge su persistencia salvo breves periodos, como he comentado. Preston excluye el primer bienio de la II República y los primeros 15 años de la democracia. Los más corruptos las dos dictaduras, de Primo de Rivera y Franco, y a partir de mitad de la década de los 90 del siglo XX hasta hoy.

La corrupción política puede ser electoral y económica. De la primera, el ejemplo fue la primera Restauración borbónica, el sistema diseñado por Cánovas del Castillo. Votaban los muertos, «cuadrillas volantes», que iban de un colegio electoral a otro a votar; urnas en hospitales con enfermos contagiosos, pocilgas o en un tejado. De la segunda, el ministro de Hacienda, Santiago Alba amasó una gran fortuna por su alianza con el magnate Juan March, que obtenía ganancias inmensas por la exportación de alimentos a los beligerantes en la I Guerra Mundial y del contrabando de tabaco. Tal amistad se manifestó en un banquete que March le organizó en Palma de Mallorca, en el que regaló a su mujer un ramo de flores, donde había escondidos diez billetes de mil pesetas. Don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones fue elegido diputado ininterrumpidamente por la circunscripción de Guadalajara desde 1891 a 1923 en las listas del Partido Liberal. Y el secreto de sus reiterados triunfos electorales era una habilidosa combinación de caciquismo y clientelismo hasta el punto de hacer de la provincia alcarreña su verdadero feudo. En cierta ocasión, don Antonio Maura, que llegaría años después a ser jefe del Partido Conservador y presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones, decidió disputar el escaño al jabonoso conde. Se presentó en Guadalajara y allí se le informó de que tendría muy complicada la cosa, pues el conde de Romanones ofrecía a cada elector 2 pesetas por voto y que eso había generado un tejido cautivo muy difícil de rasgar. “Muy bien’, dijo Maura. “Si Romanones paga el voto a 2 pesetas, yo lo pagaré a 3”. Y, dicho y hecho, Maura empezó a comprar los votos a 3 pesetas. Romanones llegó a Guadalajara, como siempre, a repetir la jugada, pero se le informó que ese año lo tendría difícil puesto que Maura se le había adelantado y además había ofrecido 3 pesetas por voto. Entonces Romanones fue localizando a los electores que habían sido tentados por Maura y, uno por uno, les iba diciendo: “Toma un duro y dame las tres pesetas” (que habían previamente recibido de Maura). El resultado lo pueden imaginar: Romanones arrasó, los electores se embolsaron cada uno un duro y a Romanones los votos le costaron dos, como de costumbre».

En la Dictadura de Primo de Rivera la corrupción estuvo institucionalizada. El dictador solía enviar «notas oficiosas» a la prensa con frecuencia borracho tras noches de jarana. Una de ellas aparecida en ‘El Heraldo de Madrid’ el 9 de marzo de 1929, describe una suscripción popular para comprarse una casa, que llegó a 4 millones de pesetas. Luego se utilizó la suscripción patriótica para el Pazo de Meirás.

En la Dictadura de Franco la corrupción también estuvo institucionalizada. Mercado negro, estraperlo. Grandes fortunas de hoy nacieron entonces. En cuanto al Dictador, paradigma de patriotismo, entró en guerra sin un duro y al acabarla una fortuna de 32 millones de pesetas, unos 388 millones de euros de hoy. En cuanto a su procedencia variada: un regalo de 600 toneladas de café del dictador brasileño Getulio Vargas para el pueblo español, vendido por un total de 7,5 millones de pesetas, acabó en su cuenta corriente; igual que donaciones realizadas a su bando, como una de 100.000 pesetas del 23 de octubre de 1936; y traspasos mensuales de 10.000 pesetas desde Telefónica. Todo esto lo consideró botín de guerra para cubrirse las espaldas ante un futuro incierto. Al acabar la guerra y ya seguro, empezó a invertir, cuando muchos españoles pasaban hambre.

De la corrupción actual todo español la conoce: Gürtel, Koldo… Una reflexión. En tiempos de la primera Restauración borbónica el pueblo no era consciente de ella, en parte, porque a inicios del XX el 75% de los españoles eran analfabetos. Durante las dictaduras no se podía denunciar, pero hoy con un mayor nivel cultural no castigamos suficientemente con el voto a políticos corruptos. Tal actuación la refleja perfectamente una película de Comencini de los años setenta, Buenas noches, señoras y señores, donde un periodista de televisión, representado por Marcelo Mastroianni, pregunta a un político corrupto: «¿Va usted a dimitir?», «No; sin mi cargo no podría comprar a los jueces», «¿Y los votantes?», «Dimitir sería traicionarlos; me han votado para mentir, prevaricar, malversar fondos y no voy a desilusionarlos». .

En un texto escrito por Willy Brandt con motivo de su estancia en España en 1937 durante la Guerra Civil nos dice: «Bismarck afirmó: «Entre todas las naciones, a la que más admiro es la española. ¡Cuán vigoroso ha de ser este pueblo! Todos sus gobiernos, sin excepción, se han esforzado por arruinarlo y aún no lo han conseguido

Para la catedrática de Filosofía Moral Victoria Camps cuando hay corrupción existe la complicidad del grupo político y también la de toda la sociedad. Y acierta. También son responsables de ella, los empresarios que corrompen, los medios que según su línea editorial la ocultan o la magnifican, determinados funcionarios públicos que no la denuncian por temor a ser represaliados y, por supuesto, gran parte de la sociedad que la tolera.

En este mismo medio, el 8 de abril de 2023 publiqué el artículo Los países que mejor controlan la corrupción son también aquellos con una mayor calidad de gobierno”. Para su redacción me base en el extraordinario artículo El antídoto frente a la corrupción: la calidad de la gobernanza de Fernando Jiménez Sánchez, catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universidad de Murcia.

De tal artículo resumí lo fundamental. La receta más frecuente para plantear una estrategia de lucha contra la corrupción es el recurso a un conjunto de reformas institucionales: la creación de agencias anticorrupción, el endurecimiento de las penas para delitos como el cohecho, la malversación, el tráfico de influencias, etc., u otras medidas técnicas como leyes de transparencia y acceso a la información pública o la obligación de publicar las declaraciones de actividad y patrimonio de los candidatos a ocupar cargos públicos. O la Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción. Sin embargo, el balance de este tipo de reformas para contener la corrupción es negativo. La profesora rumana Alina Mungiu-Pippidi aboga por otra estrategia: la clave para mejorar la efectividad de la lucha contra la corrupción radica en la mejora de la calidad de gobierno. Enfocar la persecución de la corrupción como si fuera un problema meramente jurídico o penal suele ser una estrategia equivocada. Es erróneo tomar la corrupción como una enfermedad que amenaza la pervivencia de una sociedad que hasta entonces estaba sana. Es simplemente un epifenómeno de una situación social que suele ser más bien la regla que la excepción tanto hoy como en el pasado.

La corrupción es típica de sociedades en las que predomina una lógica particularista de relacionarse los grupos que componen tal sociedad. Es decir, es propia de sociedades en las que los intereses del grupo más primario al que se pertenece –la familia, el clan, la etnia, la confesión religiosa, el partido político, etc.– se anteponen a los intereses generales de quienes conviven bajo un determinado ordenamiento constitucional. De este modo, todas las relaciones sociales que mantenemos, incluyendo las políticas, se tamizan por esta lógica: uno tiene que favorecer a los miembros del propio grupo por encima de cualquier otra consideración. Mungiu-Pippidi llama a estas sociedades particularismos competitivos. Son mucho más escasas aquellas sociedades que han sido capaces de instaurar un gobierno en el que las fronteras entre lo público y lo privado son mucho más sólidas –están globalmente aceptadas– y en el que los ciudadanos comparten la expectativa de que quienes alcanzan el poder político no anteponen los intereses de su propio grupo a los de la sociedad. Se trata de una sociedad en la que se da el universalismo ético (una moral aceptada por todos).

Los pocos países que han conseguido un control más eficaz de la corrupción han sido construyendo una nueva sociedad con reglas de juego muy diferentes. Pusieron en marcha complejos procesos políticos y sociales de cambio a favor de un nuevo orden de gobierno, que deja escaso espacio a las lógicas clientelares. El objetivo de las reformas exitosas no es la corrupción en sí, sino el destierro de la lógica particularista. Para ello se necesita un agente de cambio, que sólo puede provenir de una sociedad civil organizada y consciente de los pasos a dar, que apueste por la superioridad moral, política, social y económica de un gobierno alejado del clientelismo y el particularismo. Sin esa demanda de la sociedad civil, es muy improbable que los gobernantes se decidan a poner en marcha reformas  La clave de las reformas anticorrupción pasa por imposibilitar que quienes dirigen una administración pública puedan hacer un uso patrimonial de la misma para construir o alimentar redes clientelares de apoyo social o financiero.

En definitiva, esta estrategia consiste en articular límites efectivos al ejercicio del poder de los gobiernos para asegurar que los gobernantes no puedan anteponer intereses particulares al interés general de la sociedad. En definitiva, se requiere un buen gobierno. No obstante, no es fácil definir un buen gobierno. Una buena definición es la de Marcus Agnafors, para el cual se basa en seis elementos principales: una base moral mínima (el respeto a los derechos humanos); un proceso lógico, transparente y justificado para la toma de decisiones colectivas; el respeto de la regla mínima de la beneficencia (el gobierno debe escoger siempre la alternativa más beneficiosa para los afectados por sus decisiones que sea material y éticamente posible en cada momento); las decisiones públicas deben ser eficientes y sostenibles, evitando el daño a las siguientes generaciones; el respeto escrupuloso al imperio de la ley y a la imparcialidad en el trato de los particulares (siempre que se respete una base moral mínima); y, por último, se debe contar con la capacidad y con la estabilidad que permitan una implantación efectiva de las decisiones tomadas de acuerdo con las reglas anteriores.

Del mimo autor, Fernando Jiménez Sánchez , gran especialista en el tema de la corrupción con numerosas publicaciones sobre el tema, como el artículo El control social como elemento imprescindible para el éxito de la lucha contra la corrupción. Algunas reflexiones a partir del caso español. En este artículo he podido conocer la para mí desconocida ecuación de la corrupción formulada por Klitgaard, De acuerdo ella, cuanto más reducido sea el grupo de actores de quienes depende la decisión sobre el asunto en cuestión (monopolio), cuanto mayor sea el margen de discrecionalidad del que dispongan tales actores para tomar su decisión y, por último, cuantos menos o más ineficientes sean los controles sobre los agentes que toman la decisión, mayor será la probabilidad de que surja la corrupción. Es decir, lo que necesitamos para reducir la corrupción es alterar el marco de incentivos en el que actúan autoridades políticas, funcionarios y clientes de las administraciones públicas. Lo conseguiremos si mediante esos cambios institucionales somos capaces de reducir el monopolio sobre la toma de decisiones, la discrecionalidad de quienes toman las decisiones y si hacemos más efectiva la rendición de cuentas. El propio Klitgaard no se ha quedado sólo en el terreno de la reflexión académica y ha hecho grandes esfuerzos en la aplicación práctica de sus ideas en diversos trabajos de consultoría para el Banco Mundial y para diversas administraciones públicas. Algunos de estos esfuerzos, como el que llevó a cabo en el Ayuntamiento de La Paz (Bolivia) de la mano del entonces alcalde Ronald MacLean-Abaroa, han tenido resultados ciertamente prometedores aunque no tuvieran gran permanencia en el tiempo.

A continuación quiero resumir el apartado 4. titulado Romper el círculo vicioso de la corrupción: de las soluciones técnicas a las estrategias políticas, que forma parte del artículo, también de Fernando Jiménez Sánchez, La integridad de los gobernantes, como problema de acción colectiva.

Nos dice que hoy sabemos mucho más sobre el problema de la corrupción de lo que sabíamos hace sólo 25 ó 30 años. Sin embargo, si hay un campo de estudio que esté todavía bastante subdesarrollado es desde luego el de los procesos políticos y sociales que hayan dado lugar a una reducción significativa de la corrupción en sociedades que hasta ese momento estaban sometidas a la lógica del círculo vicioso. Tenemos aún escasos estudios sobre este tipo de procesos. No obstante, cabe destacar algunos autores y algunos institutos de investigación en este campo: el Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo, dirigido por Bo Rothstein, o el European Research Centre for Anti-Corruption and State-Building (ERCAS), que dirige Alina Mungiu-Pippidi. Gracias a los trabajos de estos grupos sabemos que un elemento clave que está presente en aquellas sociedades donde la corrupción está bastante controlada y donde la lógica social prevaleciente es más bien la del círculo virtuoso antes comentada, es la aparición en un determinado momento de su evolución histórica de instituciones que limitan con suficiente eficacia al poder ejecutivo como parlamentos, medios de comunicación, tribunales, etc. Lo importante no es si estas instituciones existen o no, sino si son suficientemente eficaces a la hora de limitar y controlar el papel de los gobiernos.

Este es un punto en el que coinciden los trabajos de los dos grupos mencionados más arriba. Así, Nicholas Charron y Víctor Lapuente (2011) estudiaron las diferencias en el nivel de calidad de gobierno que presentan diversas regiones europeas. De acuerdo con su análisis, aquellas regiones en las que se consolidaron históricamente redes clientelares o de patronazgo presentan una calidad de gobierno mucho más escasa que la de regiones que no dieron lugar a la construcción de estas pautas de comportamiento político, pese a que unas y otras puedan haber compartido las mismas instituciones políticas formales. El sofisticado análisis empírico que llevan a cabo les permite demostrar que el factor clave a la hora de explicar las diferencias de calidad de gobierno entre regiones europeas consiste en el desarrollo histórico (especialmente a lo largo del siglo XIX) de limitaciones institucionales eficaces (en forma de parlamentos, tribunales, medios de comunicación, etc.) sobre el poder del ejecutivo. En aquellas regiones donde estas restricciones institucionales al poder ejecutivo se consolidaron de forma eficaz, se dificultó la creación de redes informales de patronazgo por parte de los gobernantes, lo que ha dado lugar a su vez a una mejor calidad de sus instituciones de gobierno y, por tanto, a una menor incidencia de la corrupción.

Por su parte, tras el análisis de las medidas anticorrupción ensayadas en países europeos que han tenido un mayor éxito, Alina Mungiu-Pippidi (2013 y 2015) pone un énfasis especial también en las restricciones existentes sobre el poder ejecutivo. Son dos tipos de restricciones diferentes. Por un lado, las medidas disuasorias legales administradas por la maquinaria del Estado como un poder judicial autónomo, responsable y eficaz capaz de hacer cumplir la legislación, así como un cuerpo de leyes eficaces e integrales que cubren los conflictos de interés y la aplicación de una clara separación de las esferas pública y privada. Por otro, lo que ella llama medidas disuasorias normativas, que incluyen tanto la existencia de normas sociales que incentivan la integridad pública y la imparcialidad del gobierno, como la vigilancia de las desviaciones de esas normas a través del papel activo y eficaz de la opinión pública, los medios de comunicación, la sociedad civil y un electorado crítico.

El problema práctico consiste evidentemente en saber cómo es posible poner en marcha este tipo de “limitaciones institucionales al poder ejecutivo” partiendo de una situación en la que ya imperan las redes clientelares, el funcionamiento parcial de las instituciones de gobierno y un sentimiento de desconfianza hacia los demás y hacia las instituciones públicas. Este problema es verdaderamente peliagudo. Las sociedades que están bajo la lógica del círculo vicioso de la corrupción tienen muy complicado romper esa lógica. Como dicen Charron y Lapuente (2011), estas sociedades están sujetas a una situación de trampa política. Debido al fuerte efecto de dependencia de senda o inercia (path dependency) que tiene la consolidación de las redes de patronazgo o clientelismo, no es nada fácil conseguir la mejora de la calidad de las instituciones de gobierno y, con ella, el control de la corrupción. Aún siendo claro que la desaparición de las redes de patronazgo depende de la instauración de sólidos y efectivos constreñimientos al poder de los ejecutivos, este es un paso muy difícil de dar. Como dicen estos autores siguiendo a Wolfgang Müller (2007), un partido político que deseara pasar de una distribución altamente particularizada de servicios públicos a una asignación imparcial, tendría dos difíciles retos ante sí. Primero, tendría que enfrentarse a la oposición de su propia clientela al frustrar las expectativas que ésta habría desarrollado de disfrutar del botín del poder. En segundo lugar, este partido tendría un gran problema de credibilidad para convencer al resto de votantes de que iba en serio y vencer el escepticismo de éstos tras una larga tradición de clientelismo. Ambos obstáculos son realmente complicados de sortear y hacen extremadamente difícil la ruptura de las inercias clientelares y, con ello, la reducción de la corrupción.

Sabemos por tanto cuáles son las políticas que hay que poner en marcha si queremos reducir la corrupción, pero la gran dificultad estriba en saber cuándo será más probable que tales políticas se implanten en un sistema político concreto. Es decir, cuándo será más probable y de qué factores dependerá que haya actores en ese sistema político capaces de escapar de la “trampa política” a la que nos hemos referido. Siguiendo a los autores del neoinstitucionalismo histórico que llamaron la atención sobre los efectos de la trayectoria de senda o path dependence, en realidad no se puede elegir el momento en el que se puede romper el círculo vicioso de la corrupción porque no es posible vencer esas inercias cuando están en marcha. Sin embargo, lo que nos enseñan estos autores es que hay que estar especialmente atentos a las coyunturas críticas en las que se abren oportunidades para romper con esa lógica. Es en esas coyunturas críticas cuando sí se pueden poner en marcha las reformas oportunas que debiliten las relaciones clientelares y refuercen los controles anticorrupción.

Empieza a haber algunos estudios que nos muestran algunas historias de éxito en ese sentido. Ya nos hemos referido a Teorell y Rothstein (2012). Estos autores analizan cómo fue posible que Suecia, que no siempre ha sido el paraíso de baja corrupción que conocemos, emprendiera hace más de doscientos años una importante reforma institucional gracias a la cual fueron capaces de transformar el círculo vicioso en uno virtuoso. La coyuntura crítica que abrió la oportunidad para este decisivo cambio fue la humillante derrota sufrida por este país en 1809 a manos de las tropas rusas y por la que perdieron el territorio de la actual Finlandia. En ese contexto favorable, una coalición social heterogénea fue capaz de conseguir los apoyos sociales necesarios para introducir tales reformas y arrinconar a aquellos sectores que se resistían a las mismas.

No obstante, la aparición de oportunidades para el cambio debido a las coyunturas críticas no implica necesariamente que tales oportunidades se vayan a aprovechar. Probablemente, un caso opuesto al de Suecia pueda ser el de Italia tras la oleada de escándalos de Mani Pulite en la primera mitad de los noventa. La profunda crisis política y moral a que dieron lugar todos estos procesos produjo también un enorme número de reformas políticas que afectaron incluso al propio sistema de partidos. Pero a diferencia de Suecia, como ha estudiado muy bien Alberto Vanucci (2009), las reformas italianas fueron un ejemplo de lo que se conoce en ciencia política como “políticas lampedusianas”, es decir, se basaron en el principio de que “es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Buena parte de estas reformas simplemente aparentaban un cambio pero sin renunciar a las reglas de la política clientelista. En esas circunstancias, los italianos perdieron una buena oportunidad para romper con la lógica del círculo vicioso de la corrupción y las relaciones tradicionales de poder no pudieron ser alteradas.

En definitiva, la lucha contra la corrupción allí donde se presenta no como un problema de agencia sino como un dilema de acción colectiva es muy complicada porque los actores están sometidos a una situación de trampa política. De este modo, no existen ni los incentivos suficientes para poner en marcha las reformas institucionales precisas ni es fácil que surja una coalición social con el poder suficiente para impulsarlas. Solamente cuando en este tipo de entornos sociales se atraviesan coyunturas críticas que amenazan las vigentes reglas de juego, se abren oportunidades para sortear la trampa política. En esas coyunturas críticas el sólido equilibrio a que daba lugar el intercambio clientelar queda en entredicho cuando los patrones son incapaces de cumplir con sus compromisos en la distribución de recursos públicos hacia sus clientes. En esa situación los clientes tienen la posibilidad no sólo de protestar por no recibir lo esperado, sino que son más capaces ahora de advertir el problema de acción colectiva al que dan lugar unas instituciones políticas que generan estabilidad social pero al alto precio de resultados colectivos subóptimos.

Evidentemente, el hecho de que tales oportunidades se presenten no quiere decir que vayan a ser aprovechadas por esas sociedades como revela el ejemplo italiano. La lección para quienes combaten contra la corrupción debería ser la de aprender a advertir cuándo estamos ante tales coyunturas favorables y qué estrategias debemos poner en marcha para no malgastar la oportunidad, al tiempo que identificamos cuáles son los sectores sociales que coinciden en la necesidad de superar la lógica particularista de funcionamiento de los gobiernos y establecemos sinergias entre todos ellos como para que sean capaces de derrotar a la coalición contraria favorable al mantenimiento del statu quo corrupto y clientelar.

En conclusión, para romper el círculo vicioso de la corrupción necesitamos dos tipos de elementos diferentes, uno de tipo estructural y otro que tiene que ver con una cuestión de agencia, de acción por parte de algunos sujetos. Es decir, necesitamos, por un lado, coyunturas críticas en las que se abran oportunidades para romper las inercias e introducir lógicas alternativas de comportamiento y relación social (como la que constituye, por ejemplo, la actual situación española tras la crisis). Y, por otro, necesitamos también actores conscientes de las bondades de romper con la lógica particularista en el funcionamiento de las instituciones de gobierno y dispuestos a renunciar a la tentación de consolidarse en el poder mediante intercambios de tipo clientelar. Por tanto, el éxito de las estrategias anticorrupción dependería de estos dos tipos de factores: ¿estamos ante una coyuntura crítica favorable para la contención de la corrupción?, ¿hay actores dispuestos a renunciar a la tentación del clientelismo tras alcanzar el poder?, ¿con qué recursos cuentan estos actores?

Las instituciones del buen gobierno vendrán como consecuencia de este proceso político, no serán su causa. Las burocracias meritocráticas, el poder judicial independiente y con capacidad real de controlar al poder político, las leyes de transparencia, etc. sólo aparecen como resultado de este proceso político de pugna por el poder. Difícilmente originarán el cambio si no hay actores dispuestos a renunciar a las lógicas particularistas que acumulen poder suficiente y, en definitiva, si no existe una sociedad civil activa y exigente.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/actualidad/estrategias-corrupcion-limitaciones-institucionales-poder-ejecutivo-sociedad-civil-activa-exigente/20240316173552224901.html