Entre las múltiples imágenes televisivas de protestas juveniles hubo algunas que se deslizaron a través de los tamices editoriales. Breves escenas capturadas por la cámara desde la distancia y exhibidas hacia el rincón de la pantalla tienen, a veces, el poder de aquellos gestos en los límites del lenguaje capaces de representar una profunda realidad […]
Entre las múltiples imágenes televisivas de protestas juveniles hubo algunas que se deslizaron a través de los tamices editoriales. Breves escenas capturadas por la cámara desde la distancia y exhibidas hacia el rincón de la pantalla tienen, a veces, el poder de aquellos gestos en los límites del lenguaje capaces de representar una profunda realidad impulsada por la fuerza del inconsciente. En el caso televisivo, es la realidad a secas colgada en los márgenes del medio. Como pocas veces, citando a CNN Chile, aquello que estaba pasando, lo estábamos viendo.
Fueron pocos segundos en esa señal. En la primera imagen, un grupo de estudiantes secundarios en un plano de fondo caminaban tras el entrevistado y coreaban una frase o consigna alusiva a la mentira de los medios. El otro evento era un despacho en directo desde el Liceo 7, de Providencia: tras el entrevistado una joven levantaba su cuaderno de clases con un texto en mayúsculas en el que claramente se leía «5 años de estudio para hacer esto».
Las cámaras ejercen una seducción pero también rechazo, temor. Para los jóvenes estudiantes estas cámaras son de control, de incriminación. Como las de vigilancia. Están allí acechando, acusando, filtrando, sesgando. La cámara obedece a una mirada y es la mirada de la norma, del poder.
Las nuevas generaciones, que han crecido con las cámaras y ante las pantallas, desde hace tiempo perdieron el candor hacia ellas. Conocen su poder y también sus limitaciones, porque ellos son protagonistas y también productores. Crean sus imágenes, sus discursos, conocen bien el proceso de producción, su capacidad de representación y las posibilidades de edición. En Internet, en los teléfonos celulares, una imagen pasa de mano en mano y por filtros y efectos para derivar en realidades totales, parciales o en simple truco. Este proceso de edición en los grandes medios corporativos, teñidos por múltiples poderes e intereses, es simplemente amplificado.
Con la proliferación de tecnologías de la comunicación y la imagen, los grandes medios han perdido la exclusividad en la generación de contenidos. Y ante la multiplicidad de ofertas que circulan desde las radios, blogs , páginas web independientes y redes sociales, su información es cada vez más evaluada y contrastada por una audiencia informada que ve tras la imagen su proceso de producción. La televisión, así como la gran prensa escrita, al perder el monopolio de los contenidos también se ha despojado de aquel mito que erigía a los medios como los exclusivos representantes de la objetividad, de la realidad. Solo mantienen su condición institucional en un escenario de abierto deterioro de las instituciones. Nunca más una información será verdad solo porque «la vi en la tele» o «la leí en el diario».
Los grandes medios de comunicación son acusados por los movimientos sociales de todo el mundo de actuar en connivencia con los grandes centros de poder, sean políticos o económicos, y de impedir los cambios sociales. Si es así en todas aquellas latitudes del planeta donde los ciudadanos se enfrentan a los poderes establecidos, en nuestro caso esta confabulación registra características de paradigma. No sólo la prensa escrita obedece a los poderes más reaccionarios y oligárquicos, sino también prácticamente todo el espectro televisivo, que responde a grupos económicos como Luksic, Falabella, TimeWarner y al corrupto sistema político binominal chileno. Si a esta estructura, altamente densificada, con sesgos de monopolio en el control de la información, le sumamos otras concentraciones, tales como los más variados mercados en el área económica y el sistema binominal en la política, logramos un fundido espeso formado por las elites que excluye la participación ciudadana. El resultado es un sistema espurio más próximo a los regímenes autoritarios que a la tan publicitada democracia.
Los jóvenes, que han aprendido a vivir con los medios y a conocer sus procedimientos, son también grandes actores. El movimiento estudiantil es también un discurso público con elementos afines a los medios, como es el espectáculo. Como pocas veces en esta democracia, la escena política se ha trasladado a la calle, la que hoy es gestionada y modelada por jóvenes y adolescentes. Hemos vuelvo a la política de masas, a la escenificación del drama social, a los grandes sujetos colectivos, lo que contrasta con aquella política binominal que se refugia atemorizada en sus salones y vehículos oficiales.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 765, 31 de agosto, 2012