«¿Por qué tengo que creer que un subsecretario es más real que un sueño?». La frase es de Jorge Luis Borges y confirma lo que ya sabemos: si la realidad no estuviera habitada por la fantasía no existiríamos. Darwin se lamentaba de la atrofia de parte de su cerebro convertido en una máquina de procesar […]
«¿Por qué tengo que creer que un subsecretario es más real que un sueño?». La frase es de Jorge Luis Borges y confirma lo que ya sabemos: si la realidad no estuviera habitada por la fantasía no existiríamos. Darwin se lamentaba de la atrofia de parte de su cerebro convertido en una máquina de procesar reglas generales a partir de una enorme cantidad de datos. Había olvidado la poesía. El otro día pesqué por casualidad un artículo que hablaba de la enseñanza de las ciencias. Varias universidades de Escocia complementan la educación de sus estudiantes de Medicina mediante la literatura. El propósito es ayudarlos a aprender acerca de la moral y del sufrimiento, propiciar la comunicación con sus pacientes. Junto con estudiantes de arte, analizan autores, critican poetas, escriben ensayos. El laboratorio y el hospital siguen proporcionando la base del conocimiento que debe tener un médico, pero el estudio de la literatura lo interna en un laboratorio no menos importante: el del alma humana.
En Estados Unidos, algunas compañías ansiosas por conseguir programadores, tientan a los jóvenes que se interesan por la computación y los contratan antes de completar sus estudios formales. Sugieren que las escuelas dejen de enseñar programas y técnicas que rápidamente serán obsoletos y que se dediquen a profundizar en disciplinas como la literatura que estimulan una inteligencia abierta y flexible. Con mentes estrechas -dicen- las nuevas tecnologías dejan de ser nuevas.
Ernesto Sábato, eminente doctor en Física antes de dedicarse a la literatura, reconoce que sin lecturas que estimulen su fantasía el ser humano está condenado a vivir exiliado de sí mismo. «Vivimos gracias a los libros que hemos leído, porque la vida no es solo lo que nos ocurre cada día, sino lo que vemos que les ocurre a los otros».
Nuestras vidas son también los hilos, casi siempre ocultos, que enlazan una época con la otra, los hechos y las historias que nos antecedieron, y las ideas que comenzaron a perfilarse en unos, maduraron en otros y terminaron ancladas en la memoria popular gracias a una herencia literaria única. Cultura es asociación. Un precioso ejemplo es la frase más popular del ensayo Nuestra América, de José Martí, que al parecer ya estaba prefigurada en versos de Francisco Pobeda, un poeta que murió en Sagua la Grande, diez años antes de que el Maestro publicara su conocidísimo texto.
«Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!», escribió Martí el 10 de enero de 1891.
¿Habrá visto José Martí esos árboles en fila, leyendo a Pobeda? El poema, incluido en casi todas las antologías de la poesía cubana del siglo XIX, dice: «Se eleva el roble amarillo/ de la sierra en la espesura/ pero cede en hermosura/ el corpulento anoncillo:/ Cedros de caracolillo/ naranjos, lima, bagá,/ limón francés, camaguá,/ el hueso, carne doncella,/ álamo, sauce, grocella,/ todo en nuestra Cuba está.// La jocuma y cuajaní,/la caoba, el chicharrón,/ la palma real, el piñón,/ el marrullero y hubí:/ Vemos siempre verde aquí/ a la predilecta yaya,/ también a la siguaraya,/ a la vigueta y al jobo,/ y al gigantesco algarrobo/ cubierto de pitajaya».
Y va Pobeda mencionando todos los árboles que el monte cubano le deja rimar y los alista, uno a uno -cuento 132 en solo 11 estrofas-, en la más delirante de las enumeraciones que se puedan encontrar de las bellezas de esta Isla. Enlazados están, desde el copado guayacán, el guao de sombra venenosa, el pintado granadillo y el erguido cocotero, hasta la ceiba. Martí debió imaginárselos así, uno al lado del otro, con sus ramas enlazadas, sus copas inalcanzables y sus hojitas al viento, molestando los ojos del gigante invasor. Sabía que los árboles en fila eran impenetrables, como sugieren tácitamente estos versos de Pobeda.
La literatura es lo que queda de nosotros, asegura otro argentino, Abelardo Castillo, y esta, como la vida, está cargada de fatalidad y de tristeza. «¿Por qué?», se pregunta. «La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene 14 años y él 18, y terminan suicidándose. La felicidad absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura -¿la lectura?- es el intento de eternizar esos momentos».
De eternizarnos, valdría decir.