«Hoy, el asunto no es si el capitalismo podrá sobrevivir o no a esta crisis terminal. Si en poco tiempo no logramos poner freno a esta maquinaria de destrucción sistemática, lo que está en juego es la supervivencia de la Humanidad frente al colapso final del capitalismo». (Edgardo Lander) Ah, pero…¿existe ética en el capitalismo? […]
Ah, pero…¿existe ética en el capitalismo? Veamos: según la Wikipedia, la Ética es «una rama de la Filosofía que se ocupa del estudio racional de la moral, la virtud, el deber, la felicidad y el buen vivir». Muy poco de estas cosas existen dentro del capitalismo, a no ser que nos refiramos a la moral de los defraudadores, a la virtud del expolio, al deber de hacerse rico, a la felicidad sustentada en lo material y al buen vivir a costa de los más débiles de la sociedad. Si podemos llamar ética a todo esto, sí, podemos concluir que el capitalismo está sujeto a cierto tipo de ética. ¿Acabamos aquí ya con todo el repertorio? No, esto podría ser el corolario, pero a su vez el capitalismo se despliega en otras características, propiedades y cualidades que lo definen. Vamos a comentar a continuación algunas de ellas, intentando fijarnos en la dimensión globalizada del sistema capitalista, que ya no afecta sólo a la propia estructura de los medios de producción, sino que se ha extendido también, gracias a la fuerza del pensamiento dominante, en todo un imaginario colectivo en torno a las actitudes, los objetivos y los comportamientos sociales.
Básicamente, la ética de este capitalismo globalizado se nos presenta centrada en una competición constante. La competitividad es la propia razón de ser del sistema, que manifiesta y centra todas las actividades humanas pensadas en función de la competencia sin fin. La vida se nos muestra como una pura competición en todos los ámbitos, donde siempre existen vencedores y perdedores. El capitalismo hace descansar la responsabilidad de todo cuanto ocurra al individuo en él mismo, como motivación personal para su propia superación, y su predisposición a esa competencia de la que hablábamos. Cambian los sujetos políticos, se desvanece la democracia, se centra la actividad humana sobre el consumo, y todo se reduce a la evolución creciente de unas pocas variables macroeconómicas, que lo controlan todo. El dinero representa la materialización del bien común e individual. Todo se consagra a la posesión de bienes, riquezas y servicios, y se expresa a través del inmenso poder de las empresas, que cada vez controlan más la propia evolución de la economía.
El mercado domina toda la actividad económica, y se desplaza hacia actividades especulativas sin fin, que provocan el deterioro de la economía productiva, y contribuyen a la implantación de grandes desigualdades sociales. Todo es cuantificable, todo es canjeable y todo es medible en parámetros de coste y beneficio. Y sólo el crecimiento económico, manifestado a través de las grandes variables de la macroeconomía, importa de cara al progreso y al bienestar social. Al capitalismo no le importa el mundo de la legitimidad, del bien y el mal, de lo más o menos peligroso, de aquéllo que se destruye, de aquéllo que es público y común para toda la sociedad, sino que basa sus leyes y su comportamiento en la legalidad sustentada en los intereses de una minoría social que controla en su propio beneficio los destinos de la inmensa mayoría. Desde este punto de vista, todo es posible, todo puede llevarse a cabo mientras esté dentro de la legalidad, aunque vaya en contra de la moralidad y de la legitimidad. Se cierra el círculo a favor de los intereses de la clase dominante, ya que ella es la que tiene el poder de cambiar las leyes para favorecer sus propios intereses.
Se enfrentan dos mundos antagónicos, resultantes de este planteamiento llevado a sus últimas consecuencias: de un lado, el de aquéllos que sufren hambre, necesidades perentorias que tienen que cubrir, agua, medicinas, vivienda, etc. De otro lado, el de aquéllos que, estando dentro de la inercia del mercado, no pueden dejar de consumir para mantener la dinámica del sistema. Se extiende el estado del miedo, y la sociedad es entendida como un conjunto de individuos aislados, atomizados, amenazados por el propio sistema capitalista, esclavos de su actividad laboral, con los mínimos recursos para poder sobrevivir, sin garantías de satisfacción de sus derechos fundamentales. El pensamiento dominante despliega más poder que nunca, recurriendo no sólo a las viejas herramientas de alienación mental, como las religiones, sino además a nuevas técnicas de enajenación masiva, como las redes sociales, los medios de comunicación, y el culto a la frivolidad, a la inmediatez, a la banalidad, provocando la ausencia de reflexión y mentalidad crítica.
Como reforzamiento del mundo privado en detrimento de lo público, se instala incluso una perversa lógica capitalista sobre los ingresos y las rentas personales. Como trabajador público, como representante de los intereses generales, los ciudadanos han de cobrar un sueldo moderado, más bien escaso, ya que su sueldo lo pagamos entre todos. Mientras, como trabajador de una empresa privada, los ciudadanos pueden ganar sin límites. De esta forma, lo privado se pone por encima de lo público, en una cruel escala de valores sociales que enfocan la rentabilidad privada sobre la pública, y desprestigian lo público en favor de lo privado. La conclusión es que lo público se presenta como medio para el desarrollo y fortalecimiento del interés privado, como son buena muestra de ello los innumerables casos de puerta giratoria, es decir, de personas que utilizan la tribuna pública para favorecer a empresas de las que luego formarán parte.
En su artículo «La concentración del poder», Gregorio Ubierna afirma lo siguiente: «Pero hay todavía otra nefasta medida que enriquece más a los más ricos e impide cualquier realización democrática: me estoy refiriendo a la legalización y fomento de la especulación. Todo se compra y se vende: papel (acciones), monedas (divisas), derechos, empresas, e incluso lo que no existe. La economía global ha convertido el mundo en un gigantesco casino en el que poder enriquecerse mediante la especulación con todo tipo de bienes y servicios, con la salud y con la misma vida de las personas…Todo se ha convertido en mercancía: las personas con su fuerza de trabajo o mano de obra que genera plusvalía; las monedas se compran y venden, con lo cual su valor queda en manos de los especuladores y no de los gobiernos; las propias empresas son objeto de compra-venta con fines especulativos y no productivos. Hay banqueros y especuladores de alto nivel que obtienen beneficios de miles de millones en operaciones realizadas en segundos, provocando previamente una situación favorable de manera artificial, utilizando informaciones privilegiadas mediante abuso de poder. Operaciones que están por encima del poder de los gobiernos o que incluso éstos mismos desconocen».
En todo ello se basa la ética del capitalismo globalizado, la era del terror impuesto por el gran capital. El gobierno de la sociedad capitalista gobierna para esas élites, para esa oligarquía económico-financiera, explotadora, que preconiza el desmantelamiento del Estado del Bienestar por inviable, secuestra la democracia, la vende al mejor postor, y legitima y perpetúa las desigualdades sociales. Se elevan en progresión geométrica la pobreza, la inseguridad, el desempleo, los embargos inmobiliarios, los recortes presupuestarios, y la mercantilización de la salud y de la educación, en un ataque sin fin a los derechos de la clase trabajadora. El capitalismo globalizado arrasa con la soberanía nacional, con los derechos humanos, con la ética, con la moralidad, corrompiendo y aniquilando todo lo que pueda estorbarle en su expansión global sin límites. En la esfera de la psicología social, se crean falsas necesidades, se tiende hacia un consumismo compulsivo, se convierte la miseria humana en entretenimiento colectivo, las guerras y las catástrofes causadas por los fenómenos naturales en programas de difusión masiva, se deforma la opinión pública, se banaliza la realidad, se da culto a la estupidez colectiva, lo que contribuye a instalar una especie de parálisis social mundial.
Con la eliminación de las fronteras comerciales, y mediante los Tratados de Libre Comercio, se ha convertido al mundo entero en un inmenso mercado, sin límites, para que circulen libremente todas las mercancías, servicios y productos, a bajo coste, donde los productores e industriales de los países del Tercer Mundo no pueden competir, y sus ciudadanos quedan fuera del sistema, abandonados a su suerte, en una especie de neocolonialismo esclavizante. Es una lucha que ha traspasado las fronteras nacionales, porque la expansión por todo el globo del capital financiero y de las empresas transnacionales garantiza que se imponen la injusticia mundial, ayudados por los organismos internacionales que lo apoyan, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. No sabemos dónde nos llevará esta antiética globalizada del capitalismo transnacional. Seguramente, si no somos capaces de revertir la expansión capitalista desde los ámbitos nacionales, y en foros internacionales después, la defunción del capitalismo será provocada por una Tercera Guerra Mundial (entendida, esta vez sí, como una guerra global) o por una crisis financiera internacional, de mayor envergadura que las anteriores. El único interrogante es saber cuándo ocurrirá.
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