Una de las contradicciones que minan a la cultural eurooccidental desde sus orígenes asiáticos, sumerios en concreto, es la lucha irreconciliable entre, por un lado, la ética y el derecho a la insurgencia y, por otro lado, la ética y el derecho a la opresión. La Epopeya de Gilgamés narra cómo los dioses, conmovidos […]
Una de las contradicciones que minan a la cultural eurooccidental desde sus orígenes asiáticos, sumerios en concreto, es la lucha irreconciliable entre, por un lado, la ética y el derecho a la insurgencia y, por otro lado, la ética y el derecho a la opresión. La Epopeya de Gilgamés narra cómo los dioses, conmovidos por los sufrimientos y los rezos de los pobladores de la ciudad de Uruk, sometidos al despotismo de Gilgamés, enviaron a Enkidu para restablecer la justicia. Esta epopeya ha tenido decisiva influencia en el grueso de las mitologías posteriores. En la Grecia clásica, Prometeo desobedeció y se enfrentó al cruel Zeus, robándole el secreto del fuego, para ayudar a los pobres humanos, y Antígona se enfrentó al Estado defendiendo las tradiciones populares. En la Biblia se narra la «primera rebelión», la del Ángel Caído que se sublevó contra dios y que, pese a ser el preferido por Yahvé, fue condenado por la eternidad como el Príncipe de las Tinieblas, y los ángeles y arcángeles que le apoyaron fueron transformados en demonios. La Biblia, heredera de la cultura mesopotámica, recoge la tradición de Lilith y la eleva a primera esposa de Adán, pero al ser ésta mujer inteligente y libre, además de bella, bien pronto se cansó del zote y apocado marido que dios le había impuesto, y se tomó el derecho de «divorcio», desobedeciendo a dios y abandonando el «hogar» del Edén. La conquista de la independencia práctica por parte de Lilith, su autodeterminación como persona soberana, tiene un doble mensaje totalmente actual: uno, la rebelión contra la autoridad va unida a la autodeterminación como persona y a la obtención de la independencia, algo inaceptable por el poder; y dos, la práctica de Lilith de explorar el mundo y la vida, explorándose a sí misma, le llevó a contactar con los demonios, con los revolucionarios reprimidos por dios, con los que se unión en un proyecto de vida en el que cabían las libres relaciones sexuales. Mientras tanto, dios consolaba al carnudo Adán con una segunda esposa, Eva, que también le desobedeció al probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, como le sugirió un demonio rebelde e internacionalista. Escarmentado por tanta insurgencia y sublevación, dios condenó a la especie humana al padecimiento.
Al margen del grado de veracidad y verosimilitud que puedan tener estas y otras narraciones, lo cierto es que todas ellas aparecen históricamente después del surgimiento procesual de la propiedad privada en sus formas básicas: de los medios de producción, especialmente de la mujer como fuerza sexo-económica de placer y trabajo, de los pueblos esclavizados y de las castas y clases sociales trabajadoras expropiadas de su control de las tierras comunales, colectivas, que han pasado a manos de una casta o clase propietaria. Aunque el derecho a la rebelión contra la injusticia se teorizaría más tarde, lo cierto es que ya en estas y otras tradiciones mitológicas y religiosas explotaba la contradicción irreconciliable entre el poder opresor y el pueblo oprimido. Cuando el reaccionario Platón exigía que se quemasen los libros de Demócrito, no estaba sino sintetizando para el futuro una costumbre que siglos más adelante se plasmaría en múltiples leyes represoras, en leyes que cierran medios de prensa crítica y libre, ilegalizan organizaciones civiles, prohíben derechos humanos básicos, por ejemplo, en la Ley de Partidos. Cuando Platón argumentaba el derecho del Estado a mentir al pueblo, no estaba sino sintetizando toda una vasta experiencia anterior y preparando el terreno para el Plan ZEN elaborado por el PSOE a comienzos de 1983, por ejemplo. Cuando Quinto Tulio Cicerón escribió el «Pequeño manual para una campaña electoral», y César Augusto se dotó del primer ‘staff’ de propaganda con Horacio, Ovidio, Mecenas, Virgilio…, no estaban sino reforzando las bases de lo que, bajo el capitalismo, serían las poderosas transnacionales que monopolizan la industria político-mediática que fabrica manipulación, mentira y ética opresora.
Pese a estas y otras prácticas del poder establecido, las masas explotadas en modo alguno renunciaron a su derecho a la resistencia, a su ética liberadora. De una u otra forma, estas luchas desarrollaron sus propias razones por las que luchaban sin hacer caso a las razones de los opresores. El derecho a la resistencia también era aplicado dentro de las clases dominantes, en sus disputas internas. En la Grecia clásica y en la Roma republicana el poder establecido tenía el límite de la tiranía, traspasado el cual podía ser depuesto. Las jefaturas germanas se elegían por las grandes familias y eran depuestas por éstas si abusaban de su poder. En la Alta Edad Media, los reyes eran elegidos por las familias nobles, que también podían deponerlos. La Iglesia católica aceptó el derecho a deponer al príncipe si este atentaba contra la ley divina. Durante la Baja Edad Media, la nobleza defendió todo lo que pudo sus derechos de elección y revocabilidad frente al centralismo creciente del absolutismo en ascenso. La joven burguesía reivindicó con las armas en la mano el derecho a la revolución, y se lanzó a cortar cuellos reales y a expropiar a las posesiones eclesiásticas. Pero estas clases dominantes negaban estos derechos que creía exclusivos, a las clases dominadas, al campesinado, a las mujeres, a los proletarios, a los pueblos oprimidos. El derecho a la rebelión era exclusivo de los detentadores de la propiedad privada, siendo negado a quienes no tenían nada excepto su fuerza de trabajo. Y siempre que las masas se sublevaban eran machacadas sin piedad, sin compasión, en un océano de sangre, y lo siguen siendo.
Toda la cultura occidental está surcada por la contradicción que existe entre el derecho de las masas y el derecho del poder. La historia de la ética y de la política refleja de inmediato la evolución material de este conflicto. Conforme este conflicto aumentaba en intensidad al ir avanzando los modos de producción, las masas explotadas iban mejorando su comprensión teórica del problema, superando las explicaciones idealistas y utópicas para desarrollar la concepción socialista, marxista. Fue bajo estas presiones y en el contexto mundial de las sublevaciones de los pueblos contra el imperialismo, de los recuerdos de las atrocidades del fascismo, que la ONU aprobó la siguiente declaración que aparece en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, votada a finales de 1948: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión», y seguía luego el articulado de los Derechos Humanos. Sin embargo, a pesar de este reconocimiento explícito del derecho a la rebelión contra la tiranía y la opresión como supremo recurso, las burguesías lo niegan ahora con más insistencia que nunca antes en base a una supuesta ética neutral, aséptica y «democrática».