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Evocación autobiográfica de La Habana (I)

Fuentes: Rebelión

A Gemma, que me regaló un mapa de otra ciudad La ciudad dormida evapora su lenguaje Lezama Lima Con los primeros calores del día, agosto madrileño, llamaron con insistencia a la puerta. Era mi nieta Lola. Con una sonrisa que hubiera iluminado el infierno, ombligo al aire y gafas oscuras me dijo que fuera haciendo […]

A Gemma, que me regaló un mapa de otra ciudad

La ciudad dormida evapora su lenguaje

Lezama Lima

Con los primeros calores del día, agosto madrileño, llamaron con insistencia a la puerta. Era mi nieta Lola. Con una sonrisa que hubiera iluminado el infierno, ombligo al aire y gafas oscuras me dijo que fuera haciendo la maleta. Dentro de cuatro días nos íbamos a La Habana. La vejez conlleva, amén de otros detalles que omito por decoro, obediencia debida. Protesté, por aquello de la forma, y cuando quise darme cuenta bebía zumo de naranja, ay, en un vuelo con destino al aeropuerto José Martí. Volvía a la isla, Hasta la victoria, siempre, y mis recuerdos saltaban de un año a otro descontrolados: las palomas en el hombro de Fidel, el azúcar, la tonelada a precio de lo que fuera menester, aquellos misiles, la despedida del Che, el socialismo cubano con sus matices ideológicos y recodos teóricos, la virgen del Cobre y la dolarización del demonio, el tacto áspero del Granma, la lucha internacionalista en Angola y ahora en Venezuela, una reunión en Topes de Collantes, años setenta, el 26 de julio de 1973 (una historia que no viene a cuento), los avances farmacológicos y el llamado «período especial», es decir, la violenta crisis económica, un eufemismo, que recorrió la isla, de Santiago a Pinar del Río, tras la caída de la URSS. Lola, a mi lado, leía La ciudad de las columnas de Alejo Carpentier y en la mochila, asomando discreto, junto al autista Ipod, lucía una vieja edición -regalo mío- del clásico Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz, impreso en La Habana, 1963 (Año de la Organización), por el Consejo Nacional de Cultura con una elegante introducción de Bronislaw Malinowski fechada en Yale, julio 1940. Los libros, igual que los viejos, también viajan por obligación.

La ciudad nos recibió abierta en canal de agua, partida en dos por una de las primeras tormentas de la temporada, con los comercios iluminados, su gentío y el agitado tráfico de la tarde. Reconocí algunas avenidas exteriores recién asfaltadas, las casas de Boyeros y el olor a tierra mojada; los renovados hoteles de Prado y la ocre intensidad de la luz. Caía la tarde. Para mí, setenta y ocho cumplidos, estar de nuevo en La Habana, respirar su penetrante humedad y fumar un pitillo sentada en cualquier café, significa rejuvenecer treinta años. O más. Imagino que hay que ser comunista, o lo que seamos ahora, para entender esto. En fin. Ocupamos el hotel y salimos a la calle. Neptuno con Parque Central. La mirada de Lola, como su pequeña cámara digital, era carnívora. Quería devorar todo, captar la vida en marcha, la que fluye por las esquinas y las puertas entornadas, experimentar en un instante el aire moderno del socialismo caribeño del que tanto ha oído hablar, empaparse de todo. Recordé mi primer viaje, finales de mayo de 1961, pocas semanas después del desembarco de Playa Girón y de que Fidel proclamara, con solemnidad revolucionaria, aquel Primero de mayo, que Cuba era «una república socialista». Con la edad te vuelves sentimental, me dije. Lola, a mi espalda, ya estaba hablando con un par de jóvenes. Crucé sin mirar pensando, ignoro la razón, en Regis Debray y Bolivia. Casi me atropella un flamante coche coreano, matrícula amarilla. Hay que joderse con el socialismo automovilístico.

Harta de defender durante décadas la causa única y valiente del socialismo cubano, de la Revolución, del hombre nuevo que no ha llegado del todo o que llega tropezando por Centro Habana con una javita, un socialismo real, diferente al soviético, radicalmente humano, ajeno a los bolcheviques y al PCUS, que se levanta sólo, orgulloso y mambí, con sus innegables progresos y contradicciones, con su bloqueo y su níquel, su escasa mortalidad infantil, su elevado nivel de educación y sus Vampiros en La Habana, ahora -hace ya una larga temporada- me he vuelto chavista. A la vejez, viruelas. Cubana y chavista. Un país, dos banderas. Le cuento esto a Lola -aportando datos sobre la mejora del consumo energético per capita– sentada en un banco de la Plaza de Armas, los libreros están recogiendo la mercancía del turista, y me mira con dulce resignación. Agüe -dice descarada, sin dejar de recorrer cada palmo con ojos posesivos- descansa un poco. Niña -respondo- otra falta de respeto así y te fusilamos al alba. Me gusta usar el plural revolucionario (serán reminiscencias estalinistas) y paladear la proximidad emocional que concede la semántica. Se ríe y me saca una foto con un cigarrillo en la boca. O el socialismo conlleva alegría de vivir o no es socialismo, pienso. Marx estaría de acuerdo.

Cenamos algo, frijoles con arroz, pollo y fruta, paseamos hasta la Rampa por el Malecón, cerrado al tráfico por causa de carnaval -nos quedamos un rato mirando las carrozas- y regresamos en taxi al hotel. Hace sólo unas horas que estamos en La Habana y ya siento algo parecido al bienestar. Dirán que exagero y tendrán razón. Hace un par de años unos jóvenes venezolanos del Frente Francisco de Miranda me regalaron en Caracas una camiseta cuya leyenda dice: Yo me declaro socialista, ¿y qué? Ya en la habitación charlamos y hacemos planes para el día siguiente. Iremos a primera hora a la Plaza de la Revolución y luego veremos. ¿Te parece bien? Cómo explicarle a mi nieta, en dos palabras, que en esta ciudad acepto cualquier idea razonable. Sentirse cubana, como me siento, y ser europea (es un decir, siendo española) es fácil -reflexiono-, lo duro, pese a todo, es ser cubana en Cuba. Antes de dormirme me asaltan dudas (razonables) sobre el desarrollo (¿necesario?) del turismo, la utilidad de la doble moneda (el peso convertible y el otro) y la precariedad del transporte colectivo y me acuerdo de España, allá por los años 60 y 70, cuando nuestra floreciente industria era la misma. Leo un cuento de Hemingway (que paseaba por el franquismo taurino como si tal cosa). Al instante me desvelo. Fumo apoyada en la ventana. La bulliciosa metrópoli se va apagando. Pongo TeleSur sin voz. Son las doce y media. Sospecho que la noche será larga. Lola duerme cansada y feliz. El aire acondicionado entona su cansina sinfonía de hierro y plástico. Venceremos.