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Exigencias éticas

Fuentes: Rebelión

Sigamos con la aproximación de FFB. Tomo pie, de nuevo, en sus apuntes del curso de doctorado de 1993-94. Estábamos en las posiciones y reflexiones del Sacristán joven, un asunto no siempre estudiado y conocido. El autor de Por la tercera cultura toma la palabra.   1. Exigencia ética, tan acuciante como la intelectual, de […]

Sigamos con la aproximación de FFB. Tomo pie, de nuevo, en sus apuntes del curso de doctorado de 1993-94. Estábamos en las posiciones y reflexiones del Sacristán joven, un asunto no siempre estudiado y conocido. El autor de Por la tercera cultura toma la palabra.

 

1. Exigencia ética, tan acuciante como la intelectual, de la que era solidaria: no sólo no se limitaba al nivel deontológico: profundizaba hasta lo metafísico o, si se prefiere, existencial (García Borrón,53), quien da un ejemplo muy notable:

Todo ello me recuerda cuántas veces con satisfacción durante mi enfermedad en lo relativamente fácil que me era evitar contagios mediante la separación absoluta de mi ropa y su lavado en agua hirviente. No hay duda de que el saberse propagador del mal [la tuberculosis] es uno de los mayores sufrimientos de esa enfermedad, porque es un sufrimiento moral en el que se atisba uno de los mayores misterios de nuestra puñetera vida: la responsabilidad sin culpa, la responsabilidad objetiva, a-moral (perdona el especulativo desahogo)

 

De la responsabilidad sin culpa y la pasión por el orden intelectual a la responsabilidad moral: una reflexión sobre el origen cristiano idealista (y tal vez kantiano) de la pasión por el orden a contracorriente; quiero decir: de la defensa del orden (intelectual) contra los que habitualmente defienden el «orden» (establecido o por establecer).

Todavía en relación con la exigencia ética de MSL García Borrón hace una sugerencia que querría traer a colación aquí:

A mi entender, la opción política, marxista de su madurez, resultó de una radical toma de postura ética. Había que tomar partido entre víctimas y verdugos y, a nivel de personas y de naciones, estaba claro quién era lo uno o lo otro: los explotados y los explotadores /…/ No quiero decir en absoluto que su marxismo no tuviese monumentales, solidisimas, lúcidas bases intelectuales /…/ lo que digo es que la decisión moral precedió y motivó el descubrimiento teórico (García Borrón, 54).

Efectivamente, porque a veces para explicar una frase hay que construir todo un relato (John Berger) «se puso a empezar la casa por los cimientos».

Puerca tierra. No es causal que su amigo y discípulo Jorge Riechmann haya recordado el magisterio que el autor británico, tan dialéctico y tan global en su obra, ha ejercido sobre él>

2.Clasicismo revolucionario

Este es un punto muy importante, creo, para entender el filosofar de MSL, su clasicismo revolucionario. No es ninguna casualidad el que su (inacabada) reflexión sobre la obra de Antonio Gramsci pusiera el acento sobre dos términos que, a primera vista, pueden parecer secundarios o aleatorios: el «orden» y el «tiempo». Desde joven MSL consideró siempre que el orden intelectual es requisito indispensable de la moralidad y que lo que suele llamarse «orden» en nuestras sociedades es un gran «desorden». C.J. Cela, cuyas primeras novelas MSL defendió en Laye contra tirios y troyanos, como se verá, ha escrito una página que desde 1960 encabeza La familia de Pascual Duarte y que nos puede servir ahora para introducir el asunto. Dice Cela:

Montaigne llamaba al orden virtud triste y sombría. Probablemente Montaigne confundió el orden con su máscara, con su mera apariencia; es actitud frecuente entre las gentes de orden, entre los que llaman orden a los que no es ritmo sino quietud y, a fuerza de no distinguir entre el culo y las cuatro temporas, acaban tomando el rábano por las hojas. Yo pienso que el orden es algo alegre, vivo y luminoso; lo que es triste y muerto y opaco es lo que suele darse, fraudulenta y enfáticamente, por orden, cuando en realidad no pasa de ser un vacío. El firmamento es un hermoso prodigio de orden. El orden público, por el contrario, no es más cosa, con harta frecuencia, que un caos silencioso al que se fuerza a fingir el límpido color del orden, aunque, claro es, nadie acabe creyéndoselo (Destino, Barcelona, undécima edición, 1982, pág. 9).

Algo muy parecido a eso (aunque lo desarrollaran en el marco de un ideario diferente del de Cela) había pensado el joven Gramsci y pensó también el joven Sacristán.

< SLA: Una breve reflexión del Sacristán joven sobre la hispanidad bien entendida (en el supuesto de que se admita esa posibilidad). En su "Reseña de Jean Wahl, Introducción a la Filosofía» (Papeles de filosofía, cit, pp. 483 y 486), rendía homenaje al Fondo de Cultura Económica en los siguientes términos:

Las personas propensas a creer que la Hispanidad no pasa de ser un pretexto para la retórica gruesa deben considerar la riqueza literaria que nos llega de la América española. Entonces descubrirán -por ejemplo- que Hispanidad es, cuando menos, eso que nos permite leer La Colmena. Los Breviarios del FCE, son tal vez los más sorprendentes de todos esos libros que nos remite la Hispanidad. Son en principio, manualitos divulgadores. Pero con frecuencia sus satinadas páginas producen sorpresas de cierta magnitud. De mucha es la que proporciona el manual de Wahl. (…) Quedamos, pues, en que, por el momento, la Hispanidad es eso que nos permite leer La Colmena de Cela y la Introducción a la Filosofía de Jean Wahl.

3.Independencia de juicio, pensamiento propio

Independencia de juicio, nota caracteriológica dominante desde su más temprana mocedad (García Borrón, 42); pensamiento propio, independencia política que «esta en las antípodas de apolicitismo» (43). García Borrón aduce varios ejemplos: -las «exigencias de autonomía» cuando, en enero de 1950, se le encarga la Sección Universitaria del Instituto de Estudios Hispanoamericanos; -la opinión sobre la obra de C.J. Cela:

En la revista Nuestro Tiempo, órgano literario del partido comunista en el exilio, aparece un articulito en el que se vomitan contra Cela los mismos productos indigestos que suelen destilar los Opus, Sopeñas y Razonifés y los píos societarios de san Pablo o Apostolado de la buena prensa. He cogido esos textos (los comunistas) y he compuesto para Laye una hermosa adivinanza: se pide al lector que adivine a qué revista pertenecen esos párrafos tan condenatorios de la obscenidad grosera del existencialismo. Proporciono luego la solución (en líneas invertidas) y obtengo para concluir la siguiente moraleja: ‘Si es usted un artista decente, si se aferra usted al non serviam que exige todo arte honrado, le pegarán a usted un tiro en la nuca con pistola rusa mientras le aplastan la frente con el martillo aquel de Menéndez Pelayo (en García Borrón, 48)

Materiales y 1980 en relación mt«. Lamentablemente no hay más indicaciones>.

4. Dar calor a la llama de siempre

Seguramente lo primero que llama la atención al considerar los escritos de Sacristán de la época de Laye es la magnitud de sus intereses y de sus conocimientos: ha hecho ya dos carreras (filosofía y derecho), se interesa por los clásicos de la historia de la filosofía, pero también por las corrientes filosóficas contemporáneas (el existencialismo alemán y francés, la Weil, la lógica formal y la epistemología) y en Laye, entre los veinticinco y los treinta años, escribe asimismo sobre narrativa, teatro y ensayo.

El tema del «nuevo clasicismo» está ya en la reseña de La piel de nuestros dientes de Thornton Wilder (Laye 10, diciembre de 1950), estrenada ese año en el Teatro de Cámara de Barcelona. Allí precisamente se parte de la idea de que en el mundo de entonces el teatro estaba alcanzado un «nuevo clasicismo», en la medida en que otra vez los autores (MSL piensa sobre todo en el teatro norteamericano contemporáneo). Los rasgos de este «nuevo clasicismo» serían: 1. Proponerse como tema del panorama íntegro del vivir del hombre 2. Dar calor a la llama de siempre. Esta idea aparece en referencia a Thornton Wilder al final de la reseña:

Consciente de que la originalidad de clásico que él es está en dar calor de hoy a la llama de siempre ( PyM, IV, 11).

Encontramos, además, en este joven MSL el optimismo escéptico (o moderado) de los clásicos: la convicción de que no hay que esperar demasiado en cuanto a la potencialidad de integridad de la especie, pero al mismo tiempo que

[…] a cada paso en el camino de la totalización de nuestras virtualidades debe corresponder una victoria más en la conquista de nosotros mismos: sólo con esa esperanza tensa la vela el viejo marinero

MSL ve el gran arte y la gran literatura como «espejo», «reflejo» o «representación» de la época, que es al tiempo contribución específica (calor de hoy) a los temas de permanente interés en la historia de la humanidad (la llama de siempre). En torno a la discusión acerca de la aproximación artística a lo característico de la época se puede consultar su reseña de Il conformista de Alberto Moravia, obra en la que MSL ve una muestra de la recuperación de la novela europea después de su muerte de perfección.. También el relato de Moravia en Il conformista el parece a MSL «espejo» del «camino de siempre», vuelta de noria (como diría años después).

Ética y filosofía política que merece ser conocida. Un fragmento de la reseña de Il conformista:

5.Importancia de la forma

  Aspira a llevar a cabo desde un ángulo formalista, y no a partir de los contenidos doctrinarios, un asedio analítico de las relaciones existentes entre el «hacer intelectual» y el «hacer político» para así intentar plasmar el problema de manera aséptica y, sin duda, «decepcionante» para «quien busque soluciones físicamente vivas», de manera «ajena a cualquier relatividad histórica o contingencia social» (Bonet,51, que cita L 3).

La importancia concedida a la forma y el acento creacional puesto en el lector o espectador; presencia de una radical antítesis entre la pureza estética y la comunicabilidad doctrinaria, realista (una pureza que no logra casi nunca el llamado poeta social o poeta comunicativo, o y también poeta engagé:con todo su preciosismo literario las páginas del Alfanhuí son más eficaces, incluso moralmente, que cien poemas interminables sobte los parias y el hambre» (Bonet.99, que cita L.24, 22).

Alfanhuí uno de los mejores trabajos de Sacristán, del joven y del menos joven. Véase sobre ello la aproximación de FFB a Sánchez Ferlosio y Sacristán en Sobre Manuel Sacristán, ed cit. Un paso del texto de Sacristán:

Faber, obrero, dicen, que es mejor determinación del hombre que la corriente, sapiens, sabidor; homo faber mejor que homo sapiens. Para el artista del Alfanhuí acaso sean lo mismo una cosa y otra, o acaso no se interese por la cuestión. Sea de ello lo que sea, en nuestra lectura ésta es precisamente la razón del Alfanhuí, su segmento áureo, con el cual se pueden medir todas sus otras dimensiones: que el arte es laboriosa construcción, la cual, si bien saca sus fuerzas de lo natural del hombre, no tiene por tema ni por aspiración directa la naturaleza absoluta. La naturalidad del arte estriba en la naturaleza del hombre que es el artista, la cual no es la naturaleza absoluta, pero es todavía una naturaleza: los colores del arte no tienen «fuerza de fecundidad» pero no está ajenos a «principios de vida» pues brotan de esta nueva naturaleza que es el hombre. Y de la naturaleza del hombre, del artista, brota la natural necesidad de no ser natural en sentido absoluto, la obligación de ser artificioso, laborioso, constructor. En lo que el hombre construye se espeja su peculiar naturaleza, y en ese espejo la conocemos: las vías directas hacia la naturaleza absoluta están cerradas, sólo queda la vía refleja que es el espejo del hombre, es decir, su obra. Todo lo que el hombre puede hacer, y el hombre mismo que en lo hecho se conoce, como cima de su obra, es arti-ficio, o, si se prefiere, arte-facto. Por tanto, es máximamente natural lo máximamente construido, lo sublimemente artificioso. La naturaleza del arte es el artificio, conclusión digna de Pero Grullo y, por consiguiente, certísima.

Danilo Manera, en su Introducción (1996) para la edición de Alfanhuí en clásicos contemporáneos comentados de Destino, apuntaba lo siguiente sobre este ensayo de Sacristán: «Es el primer estudio importante sobre IAA y hasta hoy uno de los más interesantes. El lector lo encontrará al final del presente volumen»>

6. Perfección artística

  Parece que en la etapa de Laye el dramaturgo contemporáneo que más impresionó a MSL fue O´Neill. A su obra El deseo bajo los olmos dedica una crónica en Laye 21, nov/dic. de 1952, y a su muerte dedicó también una interesante necrológica en Laye 24, 1954. Acaso en ningún otro momento ha sido MSL tan explícito y beligerante en sus elogios como en el caso de O’Neill. Su polémica con otros intérpretes de O’Neill en castellano le suscita una consideración acerca de la perfección artística en el teatro y en la obra de arte en general que tiene interés por sí misma.

Comentando El deseo bajo los olmos dice MSL que una obra /de teatro/ no es perfecta por el hecho de que su diálogo sea ceñido al tema y porque el dibujo de los personajes sea preciso y vigoroso, como si algo ajeno al «tema» (la técnica teatral) se adecuara a él. En su opinión, hay que hablar de perfección artística cuando ocurre todo lo contrario:

Cuando el «tema» es adecuado a la mal llamada «técnica» o, dicho correctamente, a la visión del teatro propia de un autor, a los conceptos estéticos de un artista; cuando el tema es «construido» por la poética teatral del autor.

Rechaza MSL la pretensión (entonces corriente en las controversias entre «formalistas» y «contenidistas») de que «tema» y «técnica», «fondo» y «forma», sean cosas distintas realmente. Tal distinción sólo se mantiene por razones propedéuticas o dialécticas, pero en ese caso hay que cargar el acento sobre la poética del artista si realmente se quiere comprender su obra. Este principio, el de poner el acento en coherencia de la poética del artística, es aplicable a toda crítica de arte. En el campo teatral la perfección consiste en la unidad de los elementos de la obra que el espectador percibe, de manera que lo definidor es el modo que el dramaturgo tiene de lograr esta unidad de los elementos (PyM IV, 30-31).

Esta reflexión tiene su continuidad en la nota titulada En la muerte de Eugenio O’Neill. Después de indicar que éste es un renovador que continua la gran temática universal, radical, de la tragedia clásica y al mismo tiempo un gran revolucionario técnico, MSL generaliza a propósito de la obra artística:

«Forma» y «fondo», por usar las sólitas expresiones, sólo son realmente distintos para el arte mediocre. No es el «fondo» un argumento que ya se tiene y que se adorna luego con un vestido que se cortara en frío. Para el artista de verdad el llamado «fondo» nace ya informado, aunque sólo sea en esbozo, y el hallazgo de la forma en todos sus detalles no es un proceso de invención, sino de explicación de descubrimiento /…/ Por eso con el arte de verdad no valen las recetas. El se receta la forma a sí mismo /…/ El artista de verdad ve su tema con su forma, porque nada hay auténtico en el mundo que exista informe ni un solo instante. La habilidad con que luego el artista perfeccione su visión sólo es algo que sirve al mejoramiento discursivo del detalle, y sólo puede desarrollarse en obediencia a los principios formales generales, que no son voluntariamente elegidos. La técnica artística determina ya los temas, o al revés, si gustan las expresiones menos paradójicas: en rigor, ningún gran artista ha visto nunca técnicas ni temas separados (PyM IV, 60-61).

Lecturas:

Si cultiváramos la afición a encontrar «fechas decisivas», hitos históricos llamativos -la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América-, 1953 debería ser para nosotros el jalón final de un notable período en el que el teatro ha intentado una transformación de importancia. El año 1953 significaría tal final -con el consiguiente comienzo- por ser el de la muerte de O’Neill. O’Neill ha sido uno de los grandes dramaturgos que han decidido la suerte del teatro en nuestros días. Y acaso quepa decir que él ha cargado con el mayor peso de la lucha que ha impuesto de nuevo al teatro el tratamiento de los grandes temas universales como su asunto propio (…) O’Neill ha obligado -ésa es la palabra y en ella va implícito un gran mérito- ha obligado al público a admitir que la escena no es un aparato para divertir, sino el cajón de resonancia pública del hombre. Y cuando la escena es ese gran amplificador, los sonidos pobres o sin tono -las modas, las ñoñeces sentimentales, los enredos para distraer- quedan desechos o ridiculizados. Por eso la escena de O’Neill, liberada de mediocridad, se ve además limpia del estorbo que empequeñece todavía la obra de otros renovadores apreciables: la moda. O’Neill es el dramaturgo moderno de las grandes pasiones fundamentales -El deseo bajo los olmos, los grandes problemas esenciales de la sociedad, es decir, no agotados por la explicación históricamente anecdótica –El mono velludo, Marco Millones, la muerte, que es el tema del hombre-The iceman cometh, la vida, que también es el tema humano -Lázaro reía-

Pero todo el mundo sabe que O’Neill ha sido también un gran revolucionario técnico… Por este camino se descubre la genialidad de O’Neill, que, a diferencia de sus precursores, no es más notable por sus técnicas que por sus temas, ni viceversa. Cuando la forma es auténtica nace con el llamado «fondo» siendo su columna vertebral; la adecuación entre ambos se produce con rigurosa coincidencia, mil veces mejor que cuando se busca a copia de recetas. Claro que las recetas condenarán una obra que dure, por ejemplo, tarde y noche con un solo descanso (Mourning becomes Electra [El luto favorece a Electra]), pero quien contemple esa obra sin los cristales negros de la rutina verá que tan desmesurada longitud no es fruto de la voluntad del autor, por así decirlo, sino que estaba ya exigida en aquel momento misterioso en que Electra cobró cuerpo artístico en la mente de O’Neill.

Con su aportación material -los grandes temas- O’Neill nos trajo, inseparablemente, inevitablemente, un tesoro formal o técnico. Y la grandeza artística de su obra reside en la compenetración absoluta de los llamados «fondo» y «forma». Ello es tan cierto que puede ser mostrado de un modo general, es decir, señalando, no a la anécdota de tal o cual pieza, sino al esqueleto mismo de las técnicas más comúnmente usadas por O’Neill.

Todos los grandes temas de O’Neill parecían estar presididos por uno fundamental, que había sido interpretado en aquel entonces de diversas maneras.

Entre los críticos de lengua castellana, se han dado las dos interpretaciones más contrarias: para Ricardo Baeza, la «vaga filosofía» de O’Neill se cifra en el tema de la «conciliación»; para León Mirlas, se trata del sentimiento o idea de «eterno retorno» ¿cuál es ese tema, expresado en términos más modestos y literales? Es el contenido en el hecho -típicamente representado por los finales de El deseo bajo los olmos, Días sin fin o The iceman cometh- de que el problema central planteado por la pieza no recibe solución. Baeza habla entonces de «filosofía de la conciliación» porque, si las fuerzas que determinan el problema no pueden fundirse o integrarse en una solución, fuerza es entonces que se sometan a lo irreparable, conciliándose -porque no hay más remedio- con el destino que así lo dispone. Baeza interpretará los diversos finales trágicos de O’Neill como «conciliaciones» del hombre con el destino o divinidad que le condena, etc… Mirlas basa su interpretación en frases de personajes de O’Neill, que enuncian más o menos claramente que el problema central que les reúne en la pieza puede y debe repetirse indefinidamente.

La perfecta unidad de «fondo» y «forma» se manifestaba en el hecho de que las grandes obras de O’Neill, en las que imperaba esa «filosofa de la conciliación», del «eterno retorno», estaban construidas según un ritmo que podría llamarse de movimiento perpetuo

[…] como una fuga cuyo acorde final fuera exactamente el mismo que el inicial, en timbre, tono, instrumentación, salvo en volumen. Una y otra vez, a lo largo de Electra o de El deseo bajo los olmos (su mejor pieza), los elementos temáticos desarrollan un juego de acordes y disonancias que indefectiblemente termina en una de éstas, la cual podría ser a su vez elemento de un nuevo acorde… y así indefinidamente. Como en Bach, la reiteración o insistencia es el procedimiento intensificador escogido: no nuevas situaciones, sino las mismas, aunque cada vez más ricas por la progresiva profundización del tema. En ese acercarse y rehuirse las fuerzas (las fuerzas encarnadas por los personajes, o las fuerzas internas a ellos, como en Extraño interludio o en El gran dios Brown), va repitiéndose incesantemente un intento de fusión, que es, traducido a la consideración del «fondo», intento de solucionar el problema argumental. Y el telón, que nunca sorprende a esos elementos polémicos en una quieta armonía, sino en un momento álgido de su incompatibilidad, cubre, al mismo tiempo que esa disonancia formal, la trágica irresolución del problema de «fondo». Esto podrá ser interpretado desde punto de vista ideológico como «filosofía de la conciliación» o del «eterno retorno» (en rigor, depende del tono sentimental que nimbe el desenlace de la obra). En todo caso, lo que no ofrece duda es que la forma, el drama puramente formal que juegan los elementos estructurales, es idéntico al drama temático.

Trayendo de nuevo los grandes temas, O’Neill, porque era un verdadero artista, un artista honrado de los que saben que la forma no es una receta sino un ser íntimo, regaló también al teatro técnicas consumadas. Por eso, junto a la profundidad apreciable de su legado ideológico, ha dejado en la tierra una obra artística excelente.>

Sigamos con más reflexiones de este ámbito de alguien del que algunos componentes de la escuela de Barcelona negaron o menospreciaron su sensibilidad, gustos o aristas estéticas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes