Recomiendo:
0

Fe y ciencia

Fuentes: Gara

La relación entre ciencia y religión es, sobre todo desde comienzos de la Modernidad, un debate filosófico de gran importancia. Autores de la talla de Bertrand Russell o Stephen Jay Gould han escrito sobre la cuestión y hoy en día existen centros de investigación sobre esta materia. Víctor Moreno considera que fe y ciencia son […]

La relación entre ciencia y religión es, sobre todo desde comienzos de la Modernidad, un debate filosófico de gran importancia. Autores de la talla de Bertrand Russell o Stephen Jay Gould han escrito sobre la cuestión y hoy en día existen centros de investigación sobre esta materia. Víctor Moreno considera que fe y ciencia son independientes. Según él, la ciencia y la fe «ni tienen que ir juntas ni ayudarse mutuamente como si fueran paralíticas. La fe es creer en lo que no se ve. La ciencia nada tiene que ver con semejante salto al vacío o superstición». Asimismo, considera que la fe y la ciencia como tal son inocuas, a diferencia que las personas que la profesan o la practican: «el uranio no tiene ideología; sí quienes lo utilizan». El hecho de que existan grandes científicos que sean al mismo tiempo creyentes y viceversa tampoco implica otro tipo de relación entre fe y ciencia.

Una de las secuencias más atractivas de la novela de Umberto Eco, «El nombre de la rosa», es aquella en que el venerable Jorge discute con Fray Guillermo acerca de si Jesucristo se había reído alguna vez en su vida. El lector de la novela disfruta intelectualmente escuchando los argumentos, primero del bibliotecario ciego, y se apresta, encogido el ánimo, a escuchar la réplica del franciscano detective. Mientras, un hormigueo mental recorre las cisuras de los frailes copistas que escuchan embobados en la sala de la biblioteca a ambos litigantes. La disputa termina con un golpe de autoridad, es decir, con un bastonazo que el ciego pega en el suelo. No puede ser más descriptivo Eco para evidenciar cómo se las gastaba el escolasticismo a la hora de solventar cualquier duda de naturaleza teológica.

En la Edad Media, uno de los subgéneros que tuvieron éxito en la literatura fue el de las disputas o controversias entre dos sujetos o entre dos realidades en apariencia incompatibles, o, al menos, difíciles de conciliar entre sí. Recordemos, entre otras, las disputas entre el agua y el vino, el invierno y el verano, el estado militar y el estado sacerdotal, ésta protagonizada por dos muchachas enamoradas de un caballero y un monje, respectivamente.

Es curioso notar que se utilizase la palabra «disputa». Hoy la ha sustituido «debate». Significativo desplazamiento. Porque, etimológicamente, debatir procede del léxico belicoso. «De-batir» al enemigo. Destrozarlo hasta que hinque la rodilla, humillarlo si es preciso, y, en última instancia, dejarlo para el arrastre de los bueyes hacia el muladar de los buitres.

Disputar significa poner en cuestión las opiniones de los demás y someter las propias al fiel de la balanza opinante de los otros. No en vano, disputar procede del verbo putare, del que derivan, entre otros términos, imputación y reputación: también putativo, con el que siempre se ha conocido a José, padre putativo de Jesucristo. El fin de una disputa era cuestionar, sopesar, validar las ideas del otro, pero no pulverizarlo o descalificarlo como persona. Convencerlo, no vencerlo.

En la sociedad actual, resulta sintomático hablar más de debates que de disputas. Hemos heredado los matices más negativos del origen etimológico de debate, mientras que de la palabra disputa apenas recordamos su sentido original. Básicamente, hemos reducido ambos términos al significado original de debatir y sus sinónimos, lidiar, pugnar, combatir y machacar.

Y, quizás, la fusión y confusión de sus significados ya no tenga sentido lamentarla, pues, sea disputando o debatiendo, el ser humano se permite todo tipo de marrullerías, incluidas las falacias y las mentiras. Y a la hora de debatir o de disputar no se busca sólo discutir ideas, o sí, pero es difícil sustraerse a la impresión de que, cuando alguien cuestiona tus ideas, no puedas evitar la sensación de que también está poniendo en duda tu persona. Pues según sean las ideas que transmitas, y la forma en que lo hagas, ellas dibujarán a los demás cómo eres, cuando es posible que dichas ideas no tengan nada que ver con tu forma de ser y de actuar.

Uno de los asuntos que resiste muy mal el terreno de la disputa es el de las relaciones entre fe y ciencia. El Papa actual es de los que consideran que «la fe y la ciencia no son incompatibles».

En una conferencia, pronunciada en el Vaticano, y titulada «La ciencia 400 años después de Galileo Galilei», el segundo funcionario en importancia en la Santa Sede, el cardenal Tarsicio Bertone, dijo que «Galileo fue un astrónomo que cultivó amorosamente su fe y su profunda convicción religiosa». Más todavía: «Galileo Galilei fue un hombre de fe que veía a la naturaleza como un libro escrito por Dios». Como un incunable, monsignore.

Por su parte, el director del Consejo Pontificio para la Cultura, el arzobispo Gianfranco Ravasi, sostuvo en Radio Vaticano que Galileo «podría convertirse para algunos en el patrón ideal para un diálogo entre ciencia y fe». Señaló que los escritos de Galileo ofrecen un «camino para explorar cómo la fe y la razón no son incompatibles». ¿Y por qué adoptar una vereda abandonada hace ya más de cuatrocientos años? ¿No tiene la Iglesia otro paradigma más moderno que ofrecer?

¿Es posible un diálogo entre la ciencia y la fe? No. ¿Por qué? Porque ni la Fe ni la Ciencia existen. Existen creyentes y científicos. Y cuando un creyente y un científico dialogan o disputan, no es La fe ni La ciencia las que discuten, sino dos seres humanos concretos, llenos de conocimientos, de prejuicios, de intereses de clase o de talonario, de ideología y de servidumbres varias. La fe es inocua; no lo son los hombres que la profesan y la instrumentalizan. De la ciencia y los científicos se puede decir lo mismo. El uranio no tiene ideología; sí quienes lo utilizan.

La ciencia no tiene por qué ayudar a la fe, ni la fe tiene por qué pedírsela a la ciencia. La ciencia no tiene ninguna relación con la fe, ni al revés. Ni tienen que ir juntas ni ayudarse mutuamente como si fueran paralíticas. La fe es creer en lo que no se ve. La ciencia nada tiene que ver con semejantes salto al vacío o superstición. En este sentido, fe y ciencia son incompatibles.

Un sacerdote puede ser un buen científico -lo fue Mendel- y un científico puede ser creyente -como Newton-. Pero esto no significa que los ámbitos de la fe y los de la ciencia puedan ser trasvasados de un campo al otro, como si se tratara de dos vasos comunicantes. Que hayan existido astrónomos valiosos como los sacerdotes Georges Lemaître, contemporáneo de Einstein, o como el P. Secchi, en el siglo XIX, no confirma más que un hecho: que fueron astrónomos y sacerdotes.

El hecho de que uno sea astrónomo y sacerdote no es ninguna señal de que ciencia y fe se complementen. Los conocimientos científicos ni consolidan ni hacen más débil la fe del creyente. Porque la fe no se basa en conocimientos científicos. Se tiene fe o no se tiene. Cosa que no sucede con la ciencia, que hay que trabajársela empíricamente, sobre bases reales y objetivas, independientemente de que se tenga fe o no. Así que ¿qué diálogo puede establecer un biólogo con un cardenal que afirma en un congreso de científicos que «la Santísima Trinidad se halla dentro del ADN»?

¿O qué diálogo se puede establecer con un Papa que afirma que «el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano»? ¿Una ciencia cultivada por un ateo será también inhumana? Para Ratzinger, sí.

En estas circunstancias, dialogar sería propio de besugos.