La razón del éxito del expresidente del Gobierno entre las élites conservadoras es que desplegó unas políticas ultraliberales favorables a la banca y las grandes empresas y lesivas para los trabajadores.
Camina Felipe González sobrado de coherencia. Aquello de “OTAN, de entrada, NO” ya no cuenta. Tampoco lo de “voy a crear 800.000 puestos de trabajo” para, luego, destruir 900.000 empleos en su primera legislatura. En su debe no está, naturalmente, el hecho de que concediera 5.944 indultos, algunos tan difícilmente comprensibles como el otorgado al expresidente cántabro del Partido Popular Juan Hormaechea, condenado por malversación de caudales públicos (los “servicios” prestados a la derecha son casi infinitos). También fue polémico, además de injustificable, el que recibió Jesús Gil, que después de ser condenado por estafa hubiera ingresado en prisión, tras vender una parcela embargada. Pero Felipe González es así y no tiene obligación alguna de dar explicaciones. Al fin y al cabo, digámoslo claro, es una cuestión de soberbia de este personaje, que es como el gallo, que piensa que el sol sale gracias a su canto. Destruyó decenas de miles de puestos de trabajo de calidad, los de la industria, previa superinyección de dinero público a diversas fábricas y factorías antes de su venta a manos privadas. Pero al rey Sol no podemos reprocharle nada, claro está. Es infalible. Nos regaló varias reformas laborales, y la de 1994 legalizó el trabajo esclavo al permitir la entrada en nuestro país de las empresas de trabajo temporal (ETT). Si consideran exagerada esta definición, les invito a hablar con personas que hayan sido contratadas por este tipo de empresas.
No nos engañemos, el PSOE que reivindica Feijóo cuando dice “quiero al PSOE que fue” es el PSOE de González, el partido que siempre llevó a cabo políticas de derechas, en contraste con el Partido “Socialista” actual, obligado por primera vez desde la Transición a hacer políticas de izquierdas por el pacto de coalición con Unidas Podemos. “Es inevitable”, nos dijo González. “Lo hago por responsabilidad”, continuó. “Necesitamos modernizar la economía y hacerla más competitiva”, finalizó. Y muchos le creyeron. “Es un hombre de Estado”, nos decían sus imprescindibles cómplices de tropelías, muchos de ellos manchados de corrupción; será por eso que cuando lanzaba la moneda al aire siempre caía del lado de los intereses de la gran banca y los empresarios.
Tampoco entenderemos nunca por qué González promovió un
modelo de escuela concertada que resta recursos a la pública y que, en
el contexto europeo, solo existe en Bélgica. O por qué motivo jamás
cuestionó durante sus 14 años de gobierno ni uno solo de los privilegios
de la Iglesia Católica en España. Con justicia, todo esto debería
considerarse incoherente para un político de izquierdas, pero el error
está en nosotros, que somos unos necios incapaces siquiera de atisbar
todo aquello que González ve y comprende con toda lucidez. Durante sus
gobiernos, el paro nunca bajó del 16% e incluso, en 1994, se situó en el
24,55%, lo que no impide que permanentemente esté dispuesto a darnos
lecciones acerca de todo. Hace año y medio, el exsecretario general de
Comisiones Obreras Antonio Gutiérrez manifestó en la Cadena SER, al hilo
del sempiterno deseo del expresidente de tutelar al pueblo español, que
“González no tiene sentido del ridículo”, pero yo creo que su afán de
protagonismo, disfrazado de responsabilidad y sentido de Estado, nace de
los dos componentes más importantes de su base caracterológica: su
insufrible vanidad y su insoportable soberbia.
Tampoco
terminamos de entender por qué alguien que se define como socialista
jamás haya apoyado ningún proyecto democrático de izquierdas en América
Latina. Muy al contrario, González llegó a elogiar a Pinochet, diciendo
“que respetaba más los derechos humanos que Nicolás Maduro”. Nunca
rectificó estas palabras sobre el dictador chileno. Imagino que los más
de 3.000 muertos y 40.000 víctimas que Pinochet llevaba a sus espaldas
como muestra de su extraordinario respeto por los derechos humanos no
eran para él razón suficiente. Hablando de América Latina, el gran
aliado de González en la región es Fernando Henrique Cardoso, presidente
de honor del PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña). La
nomenclatura, en este caso, no es determinante. En los estatutos del
PSDB no se mencionan en ningún caso las palabras “izquierda” o
“socialdemocracia”. El partido se define como una formación liberal de
centroderecha y sus pactos siempre se han producido para sacar del poder
al Partido de los Trabajadores, siendo la destitución de Dilma
Rousseff, en 2016, en alianza con fanáticos evangélicos y con un
Bolsonaro que dos años después alcanzaría la presidencia, el caso más
relevante y grave.
Hablando de derechos humanos y del derecho a la memoria: desde 1986, los servicios secretos informaron a González de que el riesgo de involución del Ejército se había desvanecido. Era un buen momento para empezar a sacar a los muertos de las cunetas, atendiendo las reivindicaciones de las asociaciones de represaliados por el franquismo, pero para el exlíder del PSOE eso no pareció ser nunca una prioridad tan urgente como liberalizar la economía. La democracia española tiene una deuda moral con los desaparecidos durante la dictadura, y esto no tiene nada que ver con reabrir viejas heridas y todos esos tópicos absurdos.
González ha deslizado muchas veces, al menos de forma implícita, que para que España fuera gobernable y estable durante sus gobiernos era imprescindible permitir los desmanes del rey Juan Carlos y la familia Pujol, amén de uno de los mayores escándalos de corrupción de la historia política de Europa: el esquema del 3% de CIU en Cataluña, comparable a nivel mundial con la red clientelar creada por el PRI en México, entre 1930 y 2000. Todo esto no fue sino una manera de decirnos que comparte con todos ellos su misma laxitud ética. Esto es lo que él llama “responsabilidad”, el cuento de siempre. De las tres cuestiones fue informado con profusión de detalles desde 1982 por el CESID. Si ese fuera el precio a pagar por vivir en democracia –que desde luego no lo es–, pediríamos a cambio, por lo menos, que se nos guiase sin disculpas y sin variar el rumbo un ápice hacia la tierra prometida de la socialdemocracia. Pero lo que sucedió fue justo lo contrario y donde González nos llevó fue a su paraíso neoliberal, y en muchos casos neoconservador, que supuso un infierno para millones de ciudadanos indefensos ante la desregulación y condenados a la precariedad. También por “responsabilidad”, se mantuvo absolutamente indiferente e inactivo ante la epidemia de corrupción que asoló su partido y sus diferentes gobiernos desde 1982 hasta su último día en Moncloa. De esa interminable cascada de corruptelas, tuvo la gentileza de decirnos cínicamente que se enteró por la prensa, exactamente lo mismo que declara Esperanza Aguirre acerca de la hedionda charca de ranas en que se convirtió la Comunidad de Madrid durante sus tres mandatos. Ellos son así: están por encima del bien y del mal.
Privatizando, que es gerundio
En la conciencia de muchos españoles, Aznar ha permanecido como el gran adalid de la privatización, pero cuando el exlíder del PP llegó a la Moncloa, en 1996, el Estado solo conservaba un 21% de Telefónica; un 10% de Repsol; un exiguo 3,8% de Gas Natural; un 28,1% de Argentaria, la antigua banca pública; un 52,4% de Tabacalera; y el 67% de Endesa. El resto lo había privatizado el “socialista” Felipe González. Entre las mentiras enlatadas con las que el PSOE maquilla cualquier medida neoliberal, con el fin de enterrar todo debate, está esa que dice que el sector público español no era rentable, pero muchos catedráticos y expertos económicos a los que convenientemente se marginó en la época en que González gobernaba discrepan totalmente de esta afirmación y señalan que algunas empresas públicas sí lo eran. Cuando estafadores ideológicos como el expresidente tratan de incorporar al lenguaje político términos propios del neoliberalismo como “rentabilidad”, debemos responderle que la principal función de las empresas públicas es garantizar un servicio a los ciudadanos llevando, por ejemplo, el tendido eléctrico a todos los rincones del país, no ser rentables ni proporcionar ingresos al Estado. Mientras tanto, después de que nuestras propias autoridades se esforzasen por convencernos de que la construcción naval no era rentable y de que la política, como instrumento para proteger la industria, era innecesaria (Solchaga llegó a decir que el futuro de España, por razones climáticas, era convertirse en un país de servicios y que la mejor política de industria es la que no existe), comprobamos cómo se cerró 2017 para Alemania. Según datos de la empresa pública ICEX, que promueve la internacionalización de las empresas españolas y la inversión extranjera, Alemania cuenta con 3.300 empresas que operan en la construcción de cruceros, grandes yates, transbordadores y buques especializados, que dan trabajo a unas 300.000 personas y generan unos beneficios de 20.000 millones de euros anuales. Por cierto, el proceso de privatizaciones en España no se llevó a cabo con una ley específica reguladora, sino que cada operación formó parte de una única decisión gubernamental, lo que propició la opacidad.
Pero de todas las medidas lesivas para la economía aprobadas por Felipe González, la más brutal y dañina, que pervive hasta hoy, fue la decisión de dejar en manos de la banca privada la capacidad de financiar a los Estados, disposición que consagró junto a otros líderes europeos en el Tratado de Maastricht. El contenido del Tratado nunca fue explicado a la población en un tiempo en el que la televisión pública apenas informaba de estas cuestiones y se limitaba a entretener a la sociedad con eslóganes estúpidos como el que decía que “España está de moda en el mundo”. ¿Les suena? El Tratado de Maastricht entró en vigor el 1 de noviembre de 1993 y ha sido modificado por los Tratados de Ámsterdam, Niza y Lisboa. Según su artículo 104, que es idéntico al artículo 123 del Tratado de Lisboa, “se prohíbe la financiación de las administraciones públicas a través de los bancos centrales de cada país”. El diseño de la política económica es responsabilidad del Banco Central Europeo (BCE), mientras que el poder de conceder dinero recae en la banca privada. España ha gastado desde la entrada en vigor del Tratado más de 970.000 millones de euros en intereses de deuda. Cada vez que escuchen aquello de “no hay dinero y los recursos son limitados”, recuerden que, gracias al Tratado, España paga cada día 100 millones de euros en intereses de deuda. Cada día. La derecha española no ha regalado un elogio a nadie a lo largo de su historia. Si ensalzan a Felipe González no es por esa estupidez de considerarle un “hombre de Estado”, sino por los privilegios que le debe la banca privada y porque jamás tocó una estructura de poder en España. ¿Desde cuándo acabar con un valioso y extenso sector público, liquidar la industria y legislar contra el trabajador a través de reformas laborales infames, que no estaban en el programa electoral del PSOE, es ser un hombre de Estado?
José María Cuevas, presidente de la patronal de empresarios CEOE entre 1984 y 2007, llegó a decir: “Felipe González comparte las tesis de la CEOE sobre política económica y laboral”. El mayor “triunfo” del PSOE es habernos convencido de que no existía otro camino para España, hoy desigual, despedazada y precaria, que no fuera el que ellos trazaron al inicio de la Transición con Estados Unidos y con la Internacional “Socialista” de Willy Brandt, entregada por entero al capitalismo más brutal e insaciable, que es el que parió la crisis de 2008 por medio de la especulación inmobiliaria y la desregulación.
Tal vez por ello, González reserva sus declaraciones más solemnes y contundentes para defender al Estado, los intereses de los bancos y las grandes empresas y las políticas económicas de derechas. Ese lenguaje enérgico jamás lo utiliza para denunciar atropellos como los que sufrió la ciudadanía en 2011, cuando se reformó el Artículo 135 de la Constitución (una carta magna que él y casi todos nuestros políticos han pisoteado una y mil veces en varios de sus artículos) para dar prioridad al pago de la deuda por encima de cualquier otro gasto. La reforma impuso a nuestro país el deber de no endeudarse, algo muy sensato, pero no hizo distinción alguna sobre si el endeudamiento se producía para realizar inversiones en infraestructuras, para garantizar los servicios sociales o para cualquier otra inversión importante más allá de garantizar a la banca privada la recuperación de su dinero.
Cuando se aprobó la reforma, González no levantó la voz ni tampoco le escuchamos hablar de “fraude” o “chantaje” contra los españoles, tal como hace ahora ante una previsible investidura de Sánchez. Felipe González fue el único presidente de la historia de España que pudo transformar el país y convertirlo en una socialdemocracia al estilo de las que existen en el norte de Europa. Pudo hacerlo porque contó con tres mayorías absolutas entre 1982 y 1993 y, principalmente en el período 1982-89, porque tenía el apoyo del pueblo en las calles, algo que no ha podido decir ningún otro gobernante. No al menos en la misma medida.
No existió un giro neoliberal por parte del PSOE. El neoliberalismo
era la única forma de gestión que contemplaba González, que para el
socialismo español fue una figura similar a las de Schröeder en
Alemania, Blair en Reino Unido, Carlos Andrés Pérez en Venezuela o
Bettino Craxi en Italia: políticos que, pese a definirse como
socialdemócratas, se dedicaron con esmero a aprobar políticas económicas
de derechas y a desmontar los sectores públicos de sus países para
entregarlos al sector privado. Cuando las políticas neoliberales son
impuestas desde partidos pretendidamente izquierdistas es más fácil que
la población las vea como inevitables y termine aceptándolas, pero no
por ello se convierten en menos dañinas. González nos dio el mínimo
común que existía en Europa: educación primaria obligatoria y un sistema
de salud universal, y con ese bagaje se empecina en justificar el resto
de su gestión neoliberal y neoconservadora.
No contento con
todo esto, arrastró su cargo de expresidente por el barro entregándose
en brazos de Gas Natural (la actual Naturgy), una forma de decirnos que
si uno se empeña puede ensuciar aún más una carrera política dedicada a
defender los intereses de los poderosos. En su engolada soberbia piensa
que la multinacional catalana le contrató por su sabiduría y
conocimiento geoestratégico, pero alguien cercano debería explicarle que
estas empresas compran la agenda de teléfonos de los ex cargos públicos
y su capacidad de abrir puertas y llegar donde los ciudadanos normales
nunca llegamos.
González siempre está dispuesto a decirnos con ese aire de severa advertencia que “si metemos la pata la saquemos rápido”, pero tardó más de cinco años en sacarla de Gas Natural. Cosas de vivir en las alturas y acostumbrarse al culto a la personalidad que le dedican sus más cercanos. De la compañía energética catalana recibió más de 566.000 euros, a los que hay que sumar los más de 2,3 millones que ha cobrado como expresidente desde 1996, y el salario de oro que recibía como consejero editorial del grupo PRISA.
¿Saben por qué Felipe González es un protegido del sistema? Porque esa es la forma de decirnos que, si alguien como él, presuntamente socialista, ha llevado a cabo medidas neoliberales es porque no es posible gobernar con otras recetas que no sean las de derechas. No es cierto y está probado de forma empírica, pero, aunque lo fuera, tenemos derecho a soñar con un mundo más igualitario, sostenible, justo y humano, alejado del proyecto económico que siempre ha propuesto el expresidente: un paraíso derechista en el que nada regule y limite el poder de las empresas. González siempre ha utilizado el espantajo del comunismo para infundir miedo en la sociedad. Pertenezco a una generación, la de los nacidos en los años setenta, a la que dijeron que el comunismo nos lo quitaría todo y ese era el mayor de nuestros miedos políticos. Sin embargo, fue el capitalismo el que dejó a millones de ciudadanos de Europa y Estados Unidos en la estacada, sin casa y sin empleo. Lo contrario del neoliberalismo que Felipe González ha defendido siempre no es el comunismo ni ninguna opción totalitaria con la que tratan de atemorizarnos, sino la justicia social. Y es increíble que tengamos que defender esta obviedad.
En muchos encuentros con periodistas dóciles, Glez. deja caer que aún no comprendemos nada de las salvajes medidas económicas que propuso y aprobó, pero que más adelante las entenderemos y sabremos que estuvimos ante un profeta incomprendido. Y todo esto lo piensa en serio, no se trata de un farsante. Hace un par de años se permitió decir que todo el que discrepe de él “no es socialista”, cosa que únicamente puede expresar alguien sobrepasado por su soberbia e incapaz de aceptar de buen grado una fiscalización mínima. Yo no critico su edad, su inconmovible fe en las políticas neoliberales o su desmesurado egocentrismo que le impide tener una cierta sensación de ridículo. Lo que condeno en González es que, siendo un líder neoliberal y conservador hasta la médula, cuyas despiadadas políticas económicas pagamos todavía, tenga todavía la desfachatez de querer pasar a la historia como un dirigente de izquierdas.