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Fidel Castro: ni ángel ni demonio, ni fin ni principio, simplemente un misterio

Fuentes: Rebelión

Pues ha muerto un hombre fuera de lo común. Negarlo sería estúpido. Hay quien dice llorando que murió «el hombre del siglo» y «el padre de toda la humanidad«. Otros afirman, entre risas y cervezas, que al fin ha fallecido el gran émulo de Mussolini y del Führer nazi. Me parece que una y otra […]

Pues ha muerto un hombre fuera de lo común. Negarlo sería estúpido. Hay quien dice llorando que murió «el hombre del siglo» y «el padre de toda la humanidad«. Otros afirman, entre risas y cervezas, que al fin ha fallecido el gran émulo de Mussolini y del Führer nazi. Me parece que una y otra visión son absurdas.

Fidel es simplemente un misterio, pues su presencia nos resulta demasiado cercana, y su figura en extremo polifacética. Obama dijo: « La historia guardará y juzgará el enorme impacto de esta figura singular en la gente y en el mundo «. Bien, pero, ¿qué historia? ¿Narrada por quién? ¿Por un intelectual de la Calle Ocho en Miami o por un erudito chavista? ¿Existirá un término medio para juzgar a Castro? Debe haberlo.

A los que denigran su figura, vale citarles que sacó a Cuba de la condición de minúscula colonia yanqui para conducirla a la de país respetado y oído en la arena internacional. Dicen que durante la Primera Guerra Mundial el Káiser no sabía dónde quedaba en el mapa la minúscula Isla cubana. Hoy lo sabría de seguro, y tal vez hasta vendría a encontrarse aquí con un Papa o un Patriarca ortodoxo. Ese realce nacional no lo logró ningún presidente capitalista, sólo Castro. Once presidentes norteamericanos y varios directores de la CIA se fueron sin liquidarlo, lo cual sólo logró la madre naturaleza, siempre tan intransigente.

Pero el nacionalismo satisfecho no es criterio válido para juzgar como rectas todas las acciones humanas. Cuba exhibía índices de desarrollo económico (desigual e inestable, como todo lo capitalista) que se vieron truncados con la Revolución. No hay que recurrir a estadísticas: baste recorrer la Habana y apreciar los barrios para ricos (antaño prohibidos al pobre) construidos bajo el tirano Fulgencio Batista, y se verá cómo bajo el opresor español, el autócrata Machado o el sádico derrocado en 1959, se edificó más y mejor que bajo el socialismo. Casi toda la infraestructura simbólica del exiguo desarrollo socioeconómico cubano (el ron, las carreteras, los barrios residenciales, los grandes espectáculos culturales como Tropicana o el ballet) es de origen prerrevolucionario. Tras el triunfo rebelde la Habana se cayó a pedazos, desatendida, hasta que el magno Eusebio Leal hizo algo por restaurarla hasta dónde pudo. Así está todo el país: ómnibus que no funcionan, larguísimas colas hasta para ser sepultado en el Cementerio, mal servicio en cada dependencia estatal, ridículos salarios, pérdidas millonarias por robo… Todo eso, negativo, surgió bajo Fidel. Y esa disfunción social o sistémica casi que se ha vuelto ícono de la cubanía, tristemente, por no mencionar las olas de balseros (plaga que acompaña a cada socialismo real del planeta…).

Acabamos de hacer la oscilación crítica que acompañará actualmente toda evaluación del misterio-Fidel. Si decimos que él llevó el país a la ruina financiera, se podrá objetar que Cuba nunca fue una potencia productiva, y entonces alegar el ejemplo edificante de cómo al desplomarse en los noventa el 85% de los mercados insulares, y en el momento preciso en que los hoy «amigos» del pueblo cubano en el vecino del Norte arreciaban el bloqueo/embargo, Fidel supo lo suficiente de economía como para flexibilizar estructuras y mentalidades, mejorar el empleo de los recursos, ampliar las áreas de inversión, superar utopías económicas y… llevar al país a una relativa mejoría y estabilidad. No es lo mismo el hoy de Cuba en el 2016 que en el 1993, pues ha habido un innegable progreso, impulsado por Raúl Castro pero sembrado por su hermano mayor. Tómese a un país cualquiera del Caribe, subdesarrollado, dependiente, sin recursos; quítensele todos sus compradores y vendedores de la noche a la mañana, profundícese el Embargo y penalícese con mayor ahínco a todo el que comercie con aquél. Si ese gobierno sobrevive un mes, será demasiado pedir. Si sobrevive décadas sin perder sus conquistas sociales, hay ahí un milagro. Fidel lo consiguió… ¿Sería de verdad tan mal economista, tan solo el enloquecido autor de desastrosos experimentos como la «Ofensiva revolucionaria», la «Zafra de los Diez Millones» y el «Cordón de La Habana»? ¿O supo aprender de sus errores de juventud y salvar a su Patria asediada de la debacle total? Imaginemos a Jamaica o Belice atravesando victoriosas la crisis cubana de los noventa, sin un Castro al frente. ¿Les sería posible?

Claro que podrá reprochársele entonces la intolerancia: los mítines de repudio de 1980, las «Brigadas de Respuesta Rápida» (demasiado prestas para golpear en vez de dialogar), las UMAP de los sesenta donde se recluía a religiosos y homosexuales, el fusilamiento de esbirros de Batista… y se podrá contextualizar cada acción como medida sumaria ante emergencia nacional, al estilo de las reconcentraciones de japoneses-americanos por Roosevelt luego de Pearl Harbor, o de familiares de confederados sureños durante la Guerra de Secesión.

En cuanto a las UMAP, hoy los creyentes en Dios y la comunidad LGTB han conseguido amplios espacios en Cuba (no siempre perdidos exclusivamente a causa de la Revolución) y el único campo de concentración de toda la Isla está en la Base norteamericana de Guantánamo.

Concerniendo a ejecuciones, sería positivo que se guardara silencio en ciertos palacios imperiales. No sólo porque difícilmente sicarios como los batistianos Sosa Blanco y Despaigne (que entre ambos asesinaron a unos 150 compatriotas indefensos) no durarían mucho vivos tras ser juzgados en Texas o Indiana; sino también, porque desde hace 16 años en «los predios de los Castro» no se ha aplicado la pena de muerte, mientras que unas cuantas millas marítimas más arriba la silla eléctrica y la inyección letal no han cesado de trabajar alegremente. A esto se suma el peligro que todo ciudadano norteamericano simpatizante extremo del yihadismo debe intuir cada vez que en alguna tierra del Medio Oriente mira al cielo nublado, hacia los celajes donde se esconden los aviones no-tripulados de su Gobierno, portadores de su sentencia aniquiladora, sumarísima y sin tribunal… ¿Cómo puede hablar Donald Trump del legado de Castro como «escuadrones de la muerte, robo, inimaginable sufrimiento, pobreza y la negación de los derechos humanos fundamentales» una vez que se conoce algo sobre el «legado» de Washington en Vietnam e Iraq…?

Pero la gente seguirá debatiendo al Comandante ido, sea a favor de su beatificación en el Olimpo de la izquierda universal, o de su defenestración al Averno de los herejes del Nuevo Orden Mundial.

Por eso hemos dicho que Fidel es un misterio aún demasiado próximo y complejo, para evaluarlo con objetividad. Pues pocos pueden mirarlo con frialdad, y analizarlo sin pasiones. Y porque en su intelecto (obviamente superdotado) y en su obrar (claramente adaptable a las circunstancias) cabían demasiadas opciones distintas y no-reducibles a una mera fórmula maniquea. Lo mismo puede alabársele porque abrió al negro las playas privadas donde antes no podía entrar, que censurársele por haber permitido el cierre de los hoteles a los cubanos en la década del noventa. Odiársele por haber promovido la insurrección latinoamericana contra el imperialismo, que apreciar el genio del estratega victorioso sobre el racista Apartheid a miles de kilómetros de distancia, que al fomentar las guerrillas supo crear una distracción ubicua para su enemigo, quien no pudo enfrentar una sola Cuba aislada y así fácilmente destruible, sino que debió distribuir sus Boinas Verdes por doquiera que la sombra de Castro pasaba, y enfrentar su legado guerrillero por casi toda Latinoamérica, del Bravo a la Patagonia.

Por otra parte, al fusil internacionalista de La Habana le siguieron siempre el estetoscopio y la pizarra. Y desde esta pequeña Isla, antes desconocida, se enviaron médicos, maestros, constructores, a casi todo el orbe sufriente. Si Europa y Washington imitaran parcialmente el ejemplo de Cuba, la pobreza global tendría los días contados. Que esas energías bien pudieron haberse preservado para el desarrollo egoísta de la Isla, está claro. Que el mundo necesita mentalidades egoístas en esta hora de sufrimientos para vastas muchedumbres subalimentadas y sin educación o servicio sanitario, no está tan claro.

Concluyendo: no, aún no sabemos evaluar al difunto. Tal vez sea mejor callar ante su enigmática (y pícara) sonrisa barbada.

Aunque hay áreas en que sí cabe una opinión segura: un hombre así es una fuerza de la naturaleza, que si nace en una tierra privilegiada cultural y económicamente, puede representar un giro en la Historia universal.

Y debe aclararse que su nacimiento o extinción no constituyen ni el principio ni el fin de Cuba. La Patria de Martí seguirá existiendo aún ahora que ya no late el corazón del Comandante en Jefe, aunque en lo adelante, por los siglos de los siglos, cada vez que alguien (amigo o enemigo) mencione la palabra «Cuba», instintivamente todos los que la escuchen pensarán en Fidel Alejandro Castro Ruz.

Douglas Calvo Gaínza. Escritor cubano residente en la Isla.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.